jueves, 5 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía. Homilía sobre la segunda lectura



SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
Los gentiles son coherederos (...) y partícipes de la promesa de
Jesucristo, por el Evangelio
Celebramos
hoy a Cristo, luz del mundo, y su manifestación a las naciones. Celebramos a
Cristo, meta de la peregrinación de los pueblos en búsqueda de la salvación, o
como dice el Prefacio: “Hoy en Cristo, luz de los pueblos, has revelado a los
pueblos el misterio de nuestra salvación”.
En
el día de Navidad el mensaje de la liturgia era: “Hoy desciende una gran
luz a la tierra” (Misal romano). En Belén, esta “gran luz” se presentó a
un pequeño grupo de personas: a la Virgen María, a su esposo José, y a
algunos pastores. Una luz humilde, según el estilo del verdadero Dios. Una
llamita encendida en la noche: un frágil niño recién nacido, que llora en el
silencio del mundo... Pero en torno a ese nacimiento oculto y desconocido
resonaba el himno de alabanza de los coros celestiales, que cantaban gloria y
paz (cf. Lc 2, 13-14).
Los
Magos, que llegan de Oriente a Jerusalén guiados por un astro celeste (cf. Mt
2, 1-2), representan las primicias de los pueblos atraídos por la luz de Cristo.
Reconocen en Jesús al Mesías y demuestran anticipadamente que se está
realizando el ‘misterio’ del que habla san Pablo en la segunda lectura: “Que
también los gentiles son coherederos (...) y partícipes de la promesa de Jesucristo,
por el Evangelio” (Ef
3, 6).
Los
Magos representan, pues, a los pueblos de toda la tierra que, a la luz de la
Navidad del Señor, avanzan por el camino que lleva a Jesús y constituyen, en
cierto sentido, los primeros destinatarios de la salvación inaugurada por el
nacimiento del Salvador y llevada a plenitud en el misterio pascual de su
muerte y resurrección.
Al
llegar a Belén, los Magos adoran al divino Niño y le ofrecen dones simbólicos,
convirtiéndose en precursores de los
pueblos y de las naciones que, a lo largo de los siglos, no cesan de buscar
y encontrar a Cristo. Así comprendemos el sentido pleno de la Epifanía, que
Pablo presenta del modo en que él mismo lo entendió y actuó. Es tarea del
Apóstol difundir en el mundo el Evangelio, anunciar a los hombres la redención
realizada por Cristo, llevar a la humanidad entera por el camino de la
salvación, manifestada por Dios desde la noche de Belén.
Recorriendo con fe el itinerario del
Redentor desde la pobreza del Pesebre hasta el abandono de la Cruz,
comprendemos mejor el misterio de su amor que redime a la humanidad. El Niño,
colocado suavemente en el pesebre por María, es el Hombre-Dios que veremos
clavado en la Cruz. El mismo Redentor está presente en el sacramento de la
Eucaristía.
En el establo de Belén se dejó
adorar, bajo la pobre apariencia de un neonato, por María, José y los pastores; en la Hostia consagrada
lo adoramos sacramentalmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad, y Él
se ofrece a nosotros como alimento de vida eterna. La santa Misa se
convierte ahora en un verdadero encuentro de amor con Aquel que se nos ha dado
enteramente. No duden, queridos hermanos, en responderle cuando los invita “al
banquete de bodas del Cordero” (cfr. Ap 19,9). Escúchenlo, prepárense
adecuadamente y acérquense al Sacramento del Altar, especialmente al menos cada
domingo.
Si
en el Niño que María estrecha entre sus brazos los Reyes Magos reconocen y
adoran al esperado de las gentes anunciado por los profetas, nosotros podemos
adorarlo hoy en la Eucaristía y reconocerlo como nuestro Creador, único Señor y Salvador.
Los
dones que los Reyes Magos ofrecen al
Mesías simbolizan la verdadera adoración. Por medio del oro subrayan la
divinidad real; con el incienso lo reconocen como sacerdote de la nueva
Alianza; al ofrecerle la mirra celebran al profeta que derramará la propia
sangre para reconciliar la humanidad con el Padre.
Ofrezcamos también nosotros al Señor el oro
de nuestra existencia, o sea la libertad de seguirlo por amor
respondiendo fielmente a su llamada; elevemos hacia Él el incienso de nuestra oración
ardiente, para alabanza de su gloria; ofrecedle la mirra, es decir el afecto
lleno de gratitud hacia Él, verdadero Hombre, que nos ha amado hasta morir
como un malhechor en el Gólgota.
Que
la Madre del Verbo encarnado nos ayude a ser dóciles discípulos de su Hijo, Luz
de los pueblos. El ejemplo de los Magos de entonces es una invitación también
para todos nosotros a abrir nuestra mente y nuestro corazón a Cristo y
ofrecerle los dones de nuestra búsqueda. No tengamos miedo de la luz de Cristo.
Su luz es el esplendor de la verdad. Dejémonos iluminar por él, dejémonos
envolver por su amor y encontraremos el camino de la paz.

Solmenidad de la Epifanía/B Homilía sbre la segunda lectura

Solmenidad de la Epifanía/B Homilía sbre la segunda lectura