DÍAS DESPUÉS DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
26 de diciembre
San Esteban (Mt 10,17-22) (Cfr. Benedicto
XVI, 26 de diciembre de 2006)
Al día siguiente de la solemnidad de
Navidad, celebramos hoy la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. A
primera vista, unir el recuerdo del ‘protomártir’ y el nacimiento del Redentor
puede sorprender por el contraste entre la paz y la alegría de Belén y el drama
de san Esteban, lapidado en Jerusalén durante la primera persecución contra la
Iglesia naciente. En realidad, esta aparente contraposición se supera si
analizamos más a fondo el misterio de la Navidad. El Niño Jesús, que yace en la
cueva, es el Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre. Él salvará a la
humanidad muriendo en la cruz. Ahora lo vemos en pañales en el pesebre; después
de su crucifixión, será nuevamente envuelto con vendas y colocado en un
sepulcro. No es casualidad que la iconografía navideña represente a veces al
Niño divino recién nacido recostado en un pequeño sarcófago, para indicar que
el Redentor nace para morir, nace para dar su vida como rescate por todos.
San Esteban fue el primero en seguir los
pasos de Cristo con el martirio; murió, como el divino Maestro, perdonando y
orando por sus verdugos (cf. Hch 7, 60). En los primeros cuatro siglos del
cristianismo todos los santos venerados por la Iglesia eran mártires.
Para los creyentes, el día de la muerte, y
más aún el día del martirio, no es el fin de todo, sino más bien el ‘paso’ a la
vida inmortal, es el día del nacimiento definitivo, en latín, el dies natalis. Así se comprende el
vínculo que existe entre el dies natalis
de Cristo y el dies natalis de san
Esteban. Si Jesús no hubiera nacido en la tierra, los hombres no habrían podido
nacer para el cielo. Precisamente porque Cristo nació, nosotros podemos ‘renacer’.
Que san Esteban, el cual vivió su
fidelidad a Cristo hasta el martirio, nos impulse también a nosotros a seguir
los pasos del Señor, testimoniando con audacia el amor que Dios ofrece a todos
los hombres, revelado plenamente en el nacimiento de Jesús.
27 de diciembre
San
Juan Apóstol y Evangelista (Jn 20,
2-9)
El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó
primero el sepulcro.
La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone
en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que
casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima
dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada
Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo
extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la
Epifanía.
Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender
continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que
nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a
caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo,
como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es
su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como ‘luz
del mundo’ y ‘sal de la tierra’.
Los cristianos no pueden tener, en la historia, un
papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en
las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos,
deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia
y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer
hacia la salvación y hacia aquella ‘vida eterna’, celeste y trascendente, de la
que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada precisamente del Apóstol
Juan: “La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os
anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos
manifestó” (1 Jn 1, 2).
Que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración
de la misa de hoy, “reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los
secretos divinos”, aquel que nos reveló “las misteriosas profundidades del
Verbo divino”, el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender
profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos
permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del
Señor.
28 de diciembre
Santos Inocentes, Mártires (Mt 2, 13-18)
Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos
años en la comarca de Belén. Hemos escuchado en el texto evangélico que
“Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en
sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y
huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a
buscar el niño para matarle’” (Mt 2, 13).
Y cuando partieron
los Magos Herodes “envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la
comarca, de dos años para abajo” (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos,
quería matar a aquel recién nacido ‘rey de los judíos’, de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a
su corte.
La Iglesia,
venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su
muerte: aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no
con sus palabras, sino con su sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros
mártires. Más aún, ellos fueron salvadores del Salvador. Porque no sólo
murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él.
Fueron los primeros
cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde
hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y,
por eso, tenemos hoy la alegría de celebrar su fiesta.
Que estos Santos
Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante
los hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida.
29 de diciembre
Lc 2, 22-35
Cristo es la
luz que alumbra a todas las naciones.
En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la
tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la
Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la
presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los
pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y
encuentran allí la ‘señal’ que se les había
anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc
2, 12).
El
apóstol san Juan escribe en su primera carta: ¡Dios es luz, en él no hay
tiniebla alguna! (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: “Dios es amor”. Estas dos
afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en
Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la
Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de
Oriente.
El
Señor Jesús es, al mismo tiempo e inseparablemente, “luz para alumbrar a las
naciones, y gloria de su pueblo, Israel” (Lc 2, 32), como, inspirado por Dios,
exclamará el anciano Simeón, tomando al Niño en
los brazos, cuando sus padres lo presentarán en el templo.
Los
Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él
reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la
estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos,
gloria de Israel, pero también al Rey de todas las naciones.
El
Padre de la Luz, que ha hecho resplandecer en Cristo su rostro de misericordia,
nos colme con su felicidad y nos haga mensajeros de su bondad.
30
de diciembre
La Sagrada Familia (Lc 2,41-52)
(Cfr. Benedicto XVI, 31 de diciembre de
2006)
Jesús debía “ocuparse de las cosas de su Padre”. En este último domingo del año
celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En el
Evangelio no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que
vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia
humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su
encuentro con la humanidad.
En su vida transcurrida en Nazaret, Jesús
honró a la Virgen María y al justo José, permaneciendo sometido a su autoridad
durante todo el tiempo de su infancia y su adolescencia (cf. Lc 2, 51-52). Así
puso de relieve el valor primario de la familia en la educación de la persona.
María y José introdujeron a Jesús en la comunidad religiosa, frecuentando la
sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió a hacer la peregrinación a Jerusalén,
como narra el pasaje evangélico que la liturgia de hoy propone a nuestra
meditación. Cuando tenía doce años, permaneció en el Templo, y sus padres
emplearon tres días para encontrarlo. Con ese gesto les hizo comprender que
debía “ocuparse de las cosas de su Padre”, es decir, de la
misión que Dios le había encomendado (cf. Lc 2, 41-52).
Este episodio evangélico revela la
vocación más auténtica y profunda de la familia: acompañar a cada uno de sus
componentes en el camino de descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado
para él. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres
conoció toda la belleza de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las
exigencias de la justicia, que encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13,
10). De ellos aprendió que en primer lugar es preciso cumplir la voluntad de
Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre.
La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el ‘prototipo’ de toda
familia cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con
la Palabra y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y
misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, sino también de la Iglesia,
signo e instrumento de unidad para todo el género humano.
La santidad de la familia es el camino
real y el recorrido obligado para construir una sociedad nueva y mejor, para
volver a dar esperanza en el futuro a un mundo sobre el que pesan tantas
amenazas. Por eso, las familias cristianas de hoy han de saber aprender de ese
núcleo de amor y de entrega sin reservas que fue la Sagrada Familia. El Hijo de
Dios hecho un niño, como todos los nacidos de mujer, recibía allí continuamente
los cuidados de la Madre. María, que siempre había permanecido Virgen,
consagraba diariamente su vida a la sublime misión de la maternidad, y por eso
también hoy todas las generaciones la llaman bienaventurada. José, designado
para proteger el misterio de la filiación divina de Jesús y la maternidad
virginal de María, cumplía su papel, de forma consciente, en silencio y en
obediencia a la voluntad divina. ¡Qué escuela, qué misterio!
El Hijo de Dios vino a la tierra para salvar a todos los seres humanos,
transformándolos profundamente desde dentro, para hacerlos semejantes a Él,
Hijo del Padre celestial. Para llevar a cabo esa misión, pasó la mayor parte de
su vida terrena en el seno de una familia, con el fin de hacernos comprender la
importancia insustituible de esta primera célula de la sociedad, que contiene
virtualmente todo el organismo.
La familia de por sí es sagrada, porque sagrada es la vida humana, que
solamente en el ámbito de la institución familiar se engendra, se desarrolla y
perfecciona de forma digna del hombre. La sociedad del mañana será lo que sea
hoy la familia.
Ésta, por desgracia, en la
actualidad está sometida a toda clase de insidias por parte de quien busca
herir su tejido y minar la natural y sobrenatural unidad, disgregando los
valores morales sobre los que se funda con todos los medios que hoy pone a su
alcance el permisivismo social…
El secreto de la verdadera paz, de la mutua y
permanente concordia, de la docilidad de los hijos, del florecimiento de las
buenas costumbres está en la constante y generosa imitación de la amabilidad,
modestia y mansedumbre de la familia de Nazaret, en la que Jesús, Sabiduría
eterna del Padre, se nos ofrece junto con María, su madre purísima, y San José,
que representa al Padre celestial.
31 de diciembre
Jn 1,1-18
Aquel
que es la Palabra se hizo hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita profundamente en el
acontecimiento de la encarnación, un hecho único y conmovedor: “En el principio
existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los
hombres (...). A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de
Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros...” (Jn
1, 1. 4. 12. 14).
Conocemos con certeza el motivo y la
finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la
luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina,
haciéndonos hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos.
Dios se hizo hombre para hacernos
partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna. Ése es el
verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría
mística. Y éste fue precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados
por el esplendor de la luz que los había sorprendido en la noche: “No teman,
pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2,
10-11).
¡Para salvar a la humanidad, nació en
Belén de María santísima nuestro Redentor! Dios-Hijo asumió la naturaleza
humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios. El Hijo
unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos,
mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra
de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el
inicio.
Misa de fin de Año
Núm. 6, 22-27
La
liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades
mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en
María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su
Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por
los siglos de los siglos” (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia
medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona
sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y
contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del “pueblo nuevo” por
medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado
con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo,
y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium,
60-61).
Mientras
celebramos las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de
Dios, la liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y
el inicio del año. Por eso, esta noche, al contemplar el misterio de la
maternidad divina de la Virgen, elevamos el cántico de nuestra gratitud porque
está a punto de concluir el año 2010, a la vez que se perfila en el horizonte
de la historia el 2011. Demos gracias a Dios desde lo más hondo de nuestro
corazón por todos los beneficios que nos ha concedido durante los doce meses
pasados.
Ante
el Niño, junto con María y san José en esta liturgia de fin de año, además de
la alabanza y la acción de gracias, realizamos un sincero examen de
conciencia personal y familiar. Pidamos perdón al Señor por las
faltas que hemos cometido, conscientes de que Dios, rico en misericordia, es
infinitamente más grande que nuestros pecados.
En
ti, Señor, reside nuestra esperanza. Tú, en la Navidad, has traído la alegría
al mundo, irradiando tu luz sobre el camino de los hombres y de los
pueblos. Las ansias y las angustias no pueden apagarla; el esplendor de tu
presencia nos consuela constantemente.
La Liturgia
no puede escoger otras palabras tan propias al fin y al principio del año:“El
Señor te bendiga y te proteja (...)
se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26): esta es la
bendición que, en el Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el
pueblo elegido en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve
a escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año, que vamos a
iniciar.
La liturgia renueva la bendición del
Creador que marca ya desde el comienzo la historia del hombre, repitiendo las
palabras de Moisés: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro
sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Núm. 6, 24-26).
Se trata de una bendición para el año que
está empezando y para nosotros, que nos disponemos a vivir una nueva etapa de
tiempo, don precioso de Dios. La Iglesia, uniéndose a la mano providente de
Dios Padre, inaugura este año nuevo con una bendición especial, dirigida a
todas las personas. Dice: ¡El Señor te bendiga y te proteja!
Con
estas palabras, les expreso, a cada uno mi felicitación con motivo del Año
nuevo, deseándoos cordialmente que abunde en todo tipo de bienes y
consolaciones. Sí, el Señor
colme nuestros días de frutos y haga que todo el mundo viva
en la justicia y en la paz.