viernes, 23 de diciembre de 2011

Homilías de la octava de Navidad: 26 al 31 de diciembre de 2011



DÍAS DESPUÉS DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

26 de diciembre

San Esteban (Mt 10,17-22) (Cfr. Benedicto XVI, 26 de diciembre de 2006)

Al día siguiente de la solemnidad de Navidad, celebramos hoy la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. A primera vista, unir el recuerdo del ‘protomártir’ y el nacimiento del Redentor puede sorprender por el contraste entre la paz y la alegría de Belén y el drama de san Esteban, lapidado en Jerusalén durante la primera persecución contra la Iglesia naciente. En realidad, esta aparente contraposición se supera si analizamos más a fondo el misterio de la Navidad. El Niño Jesús, que yace en la cueva, es el Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre. Él salvará a la humanidad muriendo en la cruz. Ahora lo vemos en pañales en el pesebre; después de su crucifixión, será nuevamente envuelto con vendas y colocado en un sepulcro. No es casualidad que la iconografía navideña represente a veces al Niño divino recién nacido recostado en un pequeño sarcófago, para indicar que el Redentor nace para morir, nace para dar su vida como rescate por todos.

San Esteban fue el primero en seguir los pasos de Cristo con el martirio; murió, como el divino Maestro, perdonando y orando por sus verdugos (cf. Hch 7, 60). En los primeros cuatro siglos del cristianismo todos los santos venerados por la Iglesia eran mártires.

Para los creyentes, el día de la muerte, y más aún el día del martirio, no es el fin de todo, sino más bien el ‘paso’ a la vida inmortal, es el día del nacimiento definitivo, en latín, el dies natalis. Así se comprende el vínculo que existe entre el dies natalis de Cristo y el dies natalis de san Esteban. Si Jesús no hubiera nacido en la tierra, los hombres no habrían podido nacer para el cielo. Precisamente porque Cristo nació, nosotros podemos ‘renacer’.

Que san Esteban, el cual vivió su fidelidad a Cristo hasta el martirio, nos impulse también a nosotros a seguir los pasos del Señor, testimoniando con audacia el amor que Dios ofrece a todos los hombres, revelado plenamente en el nacimiento de Jesús.

27 de diciembre

 San Juan Apóstol y Evangelista (Jn 20, 2-9)

El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero el sepulcro. La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la Epifanía.

Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como ‘luz del mundo’ y ‘sal de la tierra’.

Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella ‘vida eterna’, celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada precisamente del Apóstol Juan: “La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (1 Jn 1, 2).

Que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, “reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los secretos divinos”, aquel que nos reveló “las misteriosas profundidades del Verbo divino”, el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del Señor.

28 de diciembre

Santos Inocentes, Mártires (Mt 2, 13-18)

Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos años en la comarca de Belén. Hemos escuchado en el texto evangélico que “Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle’” (Mt 2, 13).

Y cuando partieron los Magos Herodes “envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo” (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido ‘rey de los judíos’, de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte.

La Iglesia, venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su muerte: aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no con sus palabras, sino con su sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros mártires. Más aún, ellos fueron salvadores del Salvador. Porque no sólo murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él.

Fueron los primeros cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y, por eso, tenemos hoy la alegría de celebrar su fiesta.

Que estos Santos Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante los hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida.



29 de diciembre

Lc 2, 22-35

Cristo es la luz que alumbra a todas las naciones. En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la ‘señal’ que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12).

El apóstol san Juan escribe en su primera carta: ¡Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna! (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: “Dios es amor”. Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

El Señor Jesús es, al mismo tiempo e inseparablemente, “luz para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo, Israel” (Lc 2, 32), como, inspirado por Dios, exclamará el anciano Simeón, tomando al Niño en los brazos, cuando sus padres lo presentarán en el templo.

Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, pero también al Rey de todas las naciones.

El Padre de la Luz, que ha hecho resplandecer en Cristo su rostro de misericordia, nos colme con su felicidad y nos haga mensajeros de su bondad.



30 de diciembre

La Sagrada Familia (Lc 2,41-52)

(Cfr. Benedicto XVI, 31 de diciembre de 2006)

Jesús debía “ocuparse de las cosas de su Padre”. En este último domingo del año celebramos la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En el Evangelio no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad.

En su vida transcurrida en Nazaret, Jesús honró a la Virgen María y al justo José, permaneciendo sometido a su autoridad durante todo el tiempo de su infancia y su adolescencia (cf. Lc 2, 51-52). Así puso de relieve el valor primario de la familia en la educación de la persona. María y José introdujeron a Jesús en la comunidad religiosa, frecuentando la sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió a hacer la peregrinación a Jerusalén, como narra el pasaje evangélico que la liturgia de hoy propone a nuestra meditación. Cuando tenía doce años, permaneció en el Templo, y sus padres emplearon tres días para encontrarlo. Con ese gesto les hizo comprender que debía “ocuparse de las cosas de su Padre”, es decir, de la misión que Dios le había encomendado (cf. Lc 2, 41-52).

Este episodio evangélico revela la vocación más auténtica y profunda de la familia: acompañar a cada uno de sus componentes en el camino de descubrimiento de Dios y del plan que ha preparado para él. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres conoció toda la belleza de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las exigencias de la justicia, que encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). De ellos aprendió que en primer lugar es preciso cumplir la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre.

La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el ‘prototipo’ de toda familia cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con la Palabra y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, sino también de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.

La santidad de la familia es el camino real y el recorrido obligado para construir una sociedad nueva y mejor, para volver a dar esperanza en el futuro a un mundo sobre el que pesan tantas amenazas. Por eso, las familias cristianas de hoy han de saber aprender de ese núcleo de amor y de entrega sin reservas que fue la Sagrada Familia. El Hijo de Dios hecho un niño, como todos los nacidos de mujer, recibía allí continuamente los cuidados de la Madre. María, que siempre había permanecido Virgen, consagraba diariamente su vida a la sublime misión de la maternidad, y por eso también hoy todas las generaciones la llaman bienaventurada. José, designado para proteger el misterio de la filiación divina de Jesús y la maternidad virginal de María, cumplía su papel, de forma consciente, en silencio y en obediencia a la voluntad divina. ¡Qué escuela, qué misterio!

El Hijo de Dios vino a la tierra para salvar a todos los seres humanos, transformándolos profundamente desde dentro, para hacerlos semejantes a Él, Hijo del Padre celestial. Para llevar a cabo esa misión, pasó la mayor parte de su vida terrena en el seno de una familia, con el fin de hacernos comprender la importancia insustituible de esta primera célula de la sociedad, que contiene virtualmente todo el organismo.

La familia de por sí es sagrada, porque sagrada es la vida humana, que solamente en el ámbito de la institución familiar se engendra, se desarrolla y perfecciona de forma digna del hombre. La sociedad del mañana será lo que sea hoy la familia.

Ésta, por desgracia, en la actualidad está sometida a toda clase de insidias por parte de quien busca herir su tejido y minar la natural y sobrenatural unidad, disgregando los valores morales sobre los que se funda con todos los medios que hoy pone a su alcance el permisivismo social…

El secreto de la verdadera paz, de la mutua y permanente concordia, de la docilidad de los hijos, del florecimiento de las buenas costumbres está en la constante y generosa imitación de la amabilidad, modestia y mansedumbre de la familia de Nazaret, en la que Jesús, Sabiduría eterna del Padre, se nos ofrece junto con María, su madre purísima, y San José, que representa al Padre celestial.



31 de diciembre

Jn 1,1-18

Aquel que es la Palabra se hizo hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita profundamente en el acontecimiento de la encarnación, un hecho único y conmovedor: “En el principio existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (...). A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros...” (Jn 1, 1. 4. 12. 14).

Conocemos con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos.

Dios se hizo hombre para hacernos partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna. Ése es el verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría mística. Y éste fue precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados por el esplendor de la luz que los había sorprendido en la noche: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11).

¡Para salvar a la humanidad, nació en Belén de María santísima nuestro Redentor! Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios. El Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio.



Misa de fin de Año

Núm. 6, 22-27

La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra  de  modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre,  la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del “pueblo nuevo” por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).

Mientras celebramos las primeras Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, la liturgia hace coincidir esta significativa fiesta mariana con el fin y el inicio del año. Por eso, esta noche, al contemplar el misterio de la maternidad divina de la Virgen, elevamos el cántico de nuestra gratitud porque está a punto de concluir el año 2010, a la vez que se perfila en el horizonte de la historia el 2011. Demos gracias a Dios desde lo más hondo de nuestro corazón por todos los beneficios que nos ha concedido durante los doce meses pasados.

Ante el Niño, junto con María y san José en esta liturgia de fin de año, además de la alabanza y la acción de gracias, realizamos un sincero examen de conciencia personal y familiar. Pidamos perdón al Señor por las faltas que hemos cometido, conscientes de que Dios, rico en misericordia, es infinitamente más grande que nuestros pecados.

En ti, Señor, reside nuestra esperanza. Tú, en la Navidad, has traído la alegría al mundo, irradiando tu luz sobre el camino de los hombres y de los pueblos. Las ansias y las angustias no pueden apagarla; el esplendor de tu presencia nos consuela constantemente.

La Liturgia no puede escoger otras palabras tan propias al fin y al principio del año:“El Señor te bendiga y te proteja (...) se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26): esta es la bendición que, en el Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el pueblo elegido en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve a escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año, que vamos a iniciar.

La liturgia renueva la bendición del Creador que marca ya desde el comienzo la historia del hombre, repitiendo las palabras de Moisés: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Núm. 6, 24-26).

Se trata de una bendición para el año que está empezando y para nosotros, que nos disponemos a vivir una nueva etapa de tiempo, don precioso de Dios. La Iglesia, uniéndose a la mano providente de Dios Padre, inaugura este año nuevo con una bendición especial, dirigida a todas las personas. Dice: ¡El Señor te bendiga y te proteja!

Con estas palabras, les expreso, a cada uno mi felicitación con motivo del Año nuevo, deseándoos cordialmente que abunde en todo tipo de bienes y consolaciones. Sí, el Señor colme nuestros  días de frutos y haga que todo el mundo viva en la justicia y en la paz.

Homilías durante la octava de Navidad

1º. De enero
Solemnidad de la Madre de Dios

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). Encontraron a María, a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días, le pusieron el nombre de Jesús.

La fiesta de Santa María Madre de Dios, la imposición del Nombre de Jesús a los ocho días de nacido, y la Jornada Mundial de Oraciones por la Paz, son los temas centrales del primer día del año en la Iglesia Católica.

La Palabra de Dios hoy contempla de modo especial a María, como Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada). “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). El apóstol san Pablo alude a la maternidad divina de María cuando habla de la “mujer” por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.

El dogma fundamental de todo el cristianismo es que Jesús es Dios, el Verbo de Dios encarnado. Luego María, su Madre, es la Madre de Dios, la Madre del Verbo encarnado. Se trata, pues, de algo expresa y claramente revelado por Dios en la Sagrada Escritura y definido expresamente por la Iglesia en el Concilio de Éfeso como verdad de fe. Sobre la maternidad de divina de María, San Cirilo de Alejandría (370-444) enseña: “Me sorprende que haya personas que se hagan esta pregunta: ¿hay que llamar a María Madre de Dios? Ya que si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿cómo la Virgen que lo trajo al mundo no sería la Madre de Dios? Es la creencia que nos han transmitido los santos Apóstoles, aun cuando ellos no hayan usado este término. Es la enseñanza que hemos recibido de los santos Padres.

La Virgen es verdaderamente Madre de Dios pues ella concibió de forma sobrenatural a Cristo, el Salvador, que participa también de su carne y sangre y que, en el plano humano, procede de la misma sustancia que su Madre y que nosotros mismos.

Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. Por consiguiente, si María es Madre de Cristo y Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la que es Madre de la Cabeza es Madre de los miembros del Cuerpo de su Hijo. Por esto, María es Madre espiritual de toda la humanidad. San Agustín (354-430) enseña que María es madre de los miembros de Cristo, “…que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo…” Por tanto, la Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad.

Así pues, contemplando a María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia, como nuestra Madre, comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un ‘talento’ precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios, siguiendo el camino que camino nuestra Madre.

Así, pues, al inicio de este nuevo año queramos ser dóciles hijos y discípulos de la Madre de Dios y Madre nuestra. Hoy decidamos seguir el camino que Ella siguió, queramos aprender de ella, la Madre santa, a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios no cesa de donar a los que confían en su amor misericordioso. Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz. “El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26), ahora y siempre.



2 de enero
Jn 1,19-28
“Yo os bautizo con agua, pero (...) Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Juan Bautista predicaba un bautismo de penitencia, para preparar los corazones a acoger dignamente la venida del Salvador.

A quienes le preguntaban si él era el Mesías, les respondió testimoniando que su misión consistía en ser precursor, en preparar el camino a Cristo, quien los iba a bautizar con Espíritu Santo y fuego ¿En qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista?

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos estaban reunidos en oración en el Cenáculo cuando descendió sobre ellos con fuerza el Espíritu Santo, como viento y fuego. Entonces se lanzaron a anunciar en muchas lenguas la buena nueva de la resurrección de Cristo (cf. Hch 2, 1-4). Ese fue el “bautismo en el Espíritu Santo”, que había sido anunciado por Juan Bautista: “Yo os bautizo en agua, decía a las multitudes, pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo. (...) Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).

Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja “sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 22). Toda la misión de Jesús estaba orientada a donar el Espíritu de Dios a los hombres y a bautizarlos en su ‘baño’ de regeneración. Esto se realizó con su glorificación (cf. Jn 7, 39), es decir, mediante su muerte y resurrección. Entonces el Espíritu de Dios se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino.

En conclusión, el bautismo “en Espíritu y fuego” indica el poder purificador del fuego: de un fuego misterioso, que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios al corazón del que acepta a Jesús como su salvador y Señor.


3 de enero
El santísimo Nombre de Jesús (Jn 1, 29-34)

Este es el Cordero de Dios. El nombre “Jesús” significa “Dios salva” (Jeho-shua). Significa ‘Salvador’. En este nombre el mundo es salvado. En este nombre es salvado el hombre. Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era él y cuál iba a ser su misión.

Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo. Por tanto, Jesús, ¡El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Es la potencia de santificación del hombre, potencia continua e inagotable. El Cordero de Dios, es el autor de nuestra santidad: los hombres reconciliados “han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14).

Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. La cruz sellará la victoria total sobre Satanás y sobre el pecado. Todos los "milagros, prodigios y señales de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de Él como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que verdaderamente es el Salvador del mundo.

El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, “El Mesías es salvador, Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Todo esto pide, en el discípulo, una entrega total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en práctica. Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más allá en la presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor.


4 de enero
Jn, 1, 35-42

Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). En el evangelio que hemos escuchado la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías -que quiere decir Cristo- y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42).

Ante estos hechos, que nos narra san Juan, bien podemos preguntarnos si hemos encontrado al Mesías en esta Navidad, y si lo hemos encontrado, también podeos preguntarnos si lo hemos compartido con otros de modo que les hayamos contagiado del gozo ha habernos encontrado con el Niño que se nos ha dado.

El testimonio de los primeros discípulos de Jesús, es para nosotros discípulos del siglo XXI, que hemos de volver gozosos de la gruta de Belén para contar por doquier el prodigio del que hemos sido testigos. ¡Hemos encontrado la luz y la vida! En Él se nos ha dado el amor. “Hemos encontrado al Mesías”. Esta ha de ser nuestra meta en este nuevo año, de cada al Niño de Belém: ‘buscar’ y ‘encontrar’, para que sea un tiempo para renovar nuestro camino espiritual con Jesús, con la alegría de buscarlo y encontrarlo incesantemente. Y entonces nuestros buenos deseos de Navidad y año Nuevo serán toda una realidad en nuestra vida.

En efecto, la alegría más auténtica está en la relación con Jesús, encontrado, seguido, conocido y amado, gracias a una continua búsqueda de la mente y del corazón. Ser discípulo de Cristo: esto basta al cristiano. La amistad con el Maestro proporciona al alma paz profunda y serenidad incluso en los momentos oscuros y en las pruebas más arduas.

Cuando la fe afronta noches oscuras, en las que no se ‘siente’ y no se ‘ve’ la presencia de Dios, la amistad de Jesús garantiza que, en realidad, nada puede separarnos de su amor (cf. Rm 8, 39).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a seguir a Jesús, gustando cada día la alegría de penetrar cada vez más en su misterio.


5 de enero Jn 1, 43-51
Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.

El evangelio nos habla hoy del encuentro de Natanael con Jesús. A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a “ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45).

La historia de Natanael nos sugiere que en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa: “Ven y lo verás” (Jn 1, 46).

Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús.

Que nuestros encuentros con Jesús sean cada vez más parecidos al de Natanael con Jesús: Él se siente tocado en el corazón por las palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49).



6 de enero
Mc 1, 7-11
Tú eres mi Hijo amado, yo tengo en ti mis complacencias.

En el Jordán, en el bautismo de Jesús se produce la manifestación de Dios Uno y Trino: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre Él. En efecto, el evangelio de este día vemos cómo San Juan bautiza a Jesús, y cómo cuando es bautizado se oyó “La voz del Señor sobre las aguas”: “al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma como de paloma y se oyó una voz desde el cielo”, la voz del Padre que lo identificaba como su Hijo, el Dios-Hombre. (Mt 3, 16-17) .

Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el Jordán quiso presentarle al Padre los pecados del mundo; es decir, quiso presentarnos a nosotros como lo que somos: pecadores. ¡Todo un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la humanidad pecadora, haciéndose bautizar!

El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho más: por nuestro Bautismo, por obra del Espíritu Santo somos limpiados del pecado original, nos hacemos hijos de Dios; somos injertados en Cristo, templos vivos del Espíritu santo, habitación de la trinidad; recibimos la fe católica como un tesoro que debemos hacer crecer y compartir con los demás.

El día de nuestro bautismo, hechos hijos de Dios, el Padre como a Jesús también nos dijo: tú eres mi hijo amado en quien tengo mis complacencias… La conciencia de esta predilección que Dios nos tiene no puede menos de impulsarnos a aceptar a Cristo en la menta y en el corazón, como Salvador y Señor…

7 de enero
Jn 2, 1-11
El primer signo de Jesús, en Caná de Galilea.

En el Evangelio de hoy leemos que el Señor Jesús fue invitado a participar en las bodas que tenían lugar en Caná de Galilea. Esto sucede al comienzo mismo de su actividad magisterial, y el episodio se grabó en la memoria de los presentes, porque precisamente allí Jesús reveló por vez primera la extraordinaria potencia que, desde entonces, debía acompañar siempre su enseñanza. Leemos: “Este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en El sus discípulos” (Jn 2, 11).

¡Qué bella y delicada intervención de María en las bodas de Caná, cuándo mueve a su Hijo a realizar el primer milagro de convertir el agua en vino para ayudar a aquellos jóvenes esposos! Es todo un signo del constante amor de la Virgen Santísima por la humanidad necesitada, y debe ser un ejemplo para todos los que quieren considerarse verdaderamente hijos suyos.

La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia», porque «hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús.

Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, «de la superabundancia de los méritos de Cristo... Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos anuncia lo que será la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

Madre es nuestra Madre en el orden de la gracia, maternidad que ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor, se ha convertido de “forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor” y que “cooperó... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas”.