lunes, 19 de diciembre de 2011

IV Semana de Adviento/B Reflexiones al evanglio de cada día


IV Semana de Adviento/B
Lunes
Lc 1, 5-25
El nacimiento de Juan es anunciado por un ángel. La concepción de Juan el Bautista, el precursor del Señor, fue algo milagroso y maravilloso: fue anunciada de una manera especial. El nacimiento de Juan es anunciado con palabras casi tan majestuosas como las reservadas a Jesús. Esto se debe a que Juan fue el heraldo del Mesías, el vinculo entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, El hombre más grande de su época (Lc 7:28). No obstante, Lucas añade a la narración diversas profecías relativas a la singular importancia de Jesús (Lc 2:22-38) y de esta forma señala la trascendencia de su persona y misión.
El ángel del Señor dijo a Zacarías: “No sientas miedo, tus oraciones han sido escuchadas y tu esposa Isabel concebirá un hijo al que le llamarás Juan y... él será lleno del Espíritu Santo incluso desde el vientre de la madre. Y él convertirá muchos de los hijos de Israel al señor su Dios. E irá antes que él en el espíritu y poder de Elías; Él podrá tornar el corazón de padres en niños y los incrédulos a la sabiduría de los justos, para prepararle al Señor un pueblo perfecto”.
Zacarías no creyó y lo tomó como el anuncio de un castigo. Retornó a su casa y al poco tiempo Isabel concibió su hijo y lo ocultó por cinco meses. De acuerdo con la tradición, en el sexto mes, el ángel Gabriel le dijo a María que su prima Isabel había concebido un hijo. María fue a la casa de su prima y cuando Isabel escuchó el saludo de María, una criatura saltó de júbilo en su vientre, como si sintiera la presencia del Señor. La escritura dice que María se quedó en casa de Isabel por tres meses, o hasta el nacimiento de Juan. En el octavo mes ellos vinieron para verificar la circuncisión del niño y le pusieron el nombre de su padre Zacarías, pero Zacarías había escrito que su nombre era Juan.
El nuevo testamento no menciona nada respecto de sus primeros años hasta que empezó su ministerio. Juan el hijo de Zacarías desempeño su ministerio cerca del río Jordán predicando que hicieran penitencia por que el reino de los cielos estaba por llegar. Todo esto, pronto lleva nuestra mente al nacimiento de Jesús que se acerca y a urgirnos a prepararle nuestra mente y nuestro corazón a Jesús.
Martes
Lc 1, 26-38
Concebirás y darás a luz un hijo. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san Lucas, la gloria de la Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más elevada en Jesús, en su encarnación y en su historia.
San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea, que la arqueología ha sacado a la luz. En el anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios, a través de María y en la línea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo: “Concebirás en el seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc 1, 31-32).
Aquí tiene valor doble el término ‘Hijo’, porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial con el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa también el Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea única e irrepetible: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor por nosotros: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” (Jn 1, 14). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9).
Aprendamos en este Adviento, y siempre, de María a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo.
Miércoles
Lc 1, 39-45
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Estas palabras las pronunció Isabel cuando la virgen la visitó. La presencia de la Virgen María en la casa de Isabel, trajo gran alegría, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá cuando te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1, 44-45).
A través del saludo de las respectivas madres, se realiza el primer encuentro entre Juan Bautista y Jesús. San Lucas recuerda que María ‘fue aprisa’ (cf. Lc 1, 39) a casa de Isabel. Esta prisa por ir a casa de su prima indica su voluntad de ayudarle durante el embarazo; pero, sobre todo, su deseo de compartir con ella la alegría por la llegada de los tiempos de la salvación. En presencia de María y del Verbo encarnado, Juan salta de alegría e Isabel se llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41).
Nuestra Madre María se es nuestro modelo en todo los momentos de su vida Hoy la contemplamos acogiendo la voluntad divina, ofreciendo su colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su seno materno. Llevó en su interior al Verbo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de solidaridad humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando Cristo está presente.
Jueves
Lc 1, 46-56
Ha hecho en mi, grandes cosas el que todo lo puede. En el Evangelio de san Lucas hemos escuchado que María, al visitar a su prima Isabel, canta el himno de alabanza: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador... porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede” (Lc 1, 46-47.49). En las palabras del "Magníficat" se manifiesta todo el corazón de nuestra Madre.
Desde el principio Dios hizo grandes cosas en María. Desde el momento de su concepción en el seno de su madre, Ana, cuando, habiéndola elegido como Madre del propio Hijo, la ha liberado del yugo de la herencia del pecado original. Y luego, a lo largo de los años de la infancia cuando la ha llamado totalmente para sí, a su servicio, como la Esposa del Cantar de los Cantares. Y después: a través de la Anunciación, en Nazaret, y a través de la noche de Belén, y a través de los treinta años de la vida oculta en la casa de Nazaret. Y sucesivamente, mediante las experiencias de los años de enseñanza de su Hijo Cristo y mediante los horribles sufrimientos de la cruz y la aurora de la resurrección...
Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. El alma de la oración de María es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en su corazón y en su existencia, convirtiéndola en la Madre del Señor.
También nosotros alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del Señor. Le glorificamos, le damos gracias. ¿Acaso no deberemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí? Porque lo que ha hecho en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por nosotros se ha hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos del cielo. Por consiguiente, nuestro reto de todos los días es responder a las cosas grandes que Dios ha hecho y hace diariamente en nuestra vida por María.
Viernes
Lc 1, 57-66
El nacimiento de Juan el Bautista. El Evangelio que hemos escuchado, sobre el nacimiento de Juan el Bautista, ya nos anuncia el nacimiento de Jesús. Y es que, también así, la liturgia busca decirnos que Juan Bautista es el que prepara el camino del Señor, y deberá convertirse en el heraldo del Mesías, de aquel que la Virgen de Nazaret ha concebido por obra del Espíritu Santo.
El nacimiento de Juan ha sido rodeado por varios signos prodigiosos: los padres ya no tenían edad para tener hijos; además, Zacarías se queda mudo en el Templo y sólo recobra el habla cuando le pone a su hijo el nombre de Juan. Tan llamativo era lo que pasaba que “se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea”.
Mañana por la noche será la Nochebuena, el momento de revitalizar el nacimiento de Jesús en nuestro corazón. Y así como los vecinos de Juan Bautista descubrieron, que las señales que acompañaban a Juan Bautista anunciaban cosas grandes en él, a nosotros nos corresponde descubrir mañana en el niño de Belén la señal de Dios en la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad, externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Sigamos reparando el corazón para que mañana nazca para todos la luz del amor, para que nosotros podamos comprenderlo, acogerlo, amarlo.
Sábado 24 de diciembre, Misa matutina
Lc 1, 67-79
Nos visitará el solo que nace de lo alto. En la ya inminente cercanía de la Navidad, hemos escuchado el cántico de Zacarías, el Benedictus: el cántico entonado por el padre de san Juan Bautista, Zacarías, cuando el nacimiento de ese hijo cambió su vida, disipando la duda por la que se había quedado mudo, un castigo significativo por su falta de fe y de alabanza.
Ahora, en cambio, Zacarías puede celebrar a Dios que salva, y lo hace con este himno, recogido por el evangelista san Lucas en una forma que ciertamente refleja su uso litúrgico en el seno de la comunidad cristiana de los orígenes (cf. Lc 1, 68-79).
El mismo evangelista lo define como un canto profético, surgido del soplo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 67). En efecto, nos hallamos ante una bendición que proclama las acciones salvíficas y la liberación ofrecida por el Señor a su pueblo.
Con Cristo aparecerá la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1, 9) y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: “En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4).
Caminemos hacia el portal de Belén, teniendo como punto de referencia la luz, que nos nacerá de lo alto, Jesucristo nuestro Señor; y nuestros pasos inciertos, que durante el día a menudo se desvían por senderos oscuros y resbaladizos, han de ser sostenidos por la claridad de la verdad que Cristo difunde en el mundo y en la historia, en cada hombre.