sábado, 10 de diciembre de 2011

III Domingo de Adviento Homilía sobre la segunda lectura


III DOMINGO/B (I Tes 5, 16-24)
“Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡alégrense! El Señor está cerca”. De este modo el Apóstol San Pablo exhortaba a los Filipenses a vivir una intensa alegría por la cercanía del Señor. Esta misma exhortación se dice como antífona de entrada en la Misa de este tercer Domingo de Adviento, por lo que tradicionalmente este Domingo es conocido también como “Domingo gaudete”. Por tanto, En este Domingo la Iglesia nos invita a llenarnos de gozo: es propia la alegría en el corazón de aquellos que experimentan la cercanía y presencia del Señor.
A un cristiano que por lo común anda triste o incluso amargado, le falta Cristo. Está terriblemente vacío, porque el Señor está ausente de su vida. Sin Cristo su vida se va consumiendo y marchitando poco a poco (ver Jn 15,4-5) hasta que la tristeza, el vacío, la desolación e incluso la desesperanza se apoderan de su corazón. En cambio, la presencia del Señor Jesús en el corazón humano es siempre fuente de vida, de reconciliación, de paz, de amor auténtico y en consecuencia de una alegría profunda, serena, desbordante. En efecto, la alegría que los creyentes estamos llamados a experimentar, la alegría de saber que el Señor está cerca, de tenerlo con nosotros y en nosotros, es una alegría que no se puede contener, una alegría que por sí misma se difunde e irradia a los demás.
El ser humano se percibe ansiando una alegría ilimitada desde lo más profundo de sí. Precisamente, la profundidad del ser humano habla de su estructura interna que desde el fondo se abre hacia el infinito. Está en su naturaleza la disposición a anhelar la alegría y buscar la verdad. La alegría que puede satisfacer el anhelo del hombre no es aquella transitoria y efímera de lo perecedero.
Ciertamente la alegría propiamente tal no es el jolgorio ni la exaltación de un momento, cuya finitud reclama una constante sucesión de esos momentos de bienestar. Ellos son tan sólo apariencias de alegría. Su fugacidad les arrebata la máscara y muestra lo crudo de la decepción.
La verdadera alegría es una realidad de armonía y gozo que cual río subterráneo va aflorando cuando la persona se encuentra con un bien lícito, que conoce y ama como conducente a su meta temporal y eterna. La auténtica alegría, la que podemos llamar alegría profunda, es aquella que permanece y no es aniquilada por tribulaciones ni desventuras. (...)
La alegría plena es aquella que se complace en su fuente. Dios, que es Amor, Bien, Belleza, Verdad, es la fuente de la alegría. Esas realidades se manifiestan en Jesús, ‘totalmente Dios aunque hombre, y totalmente hombre aunque Dios’ (San Juan Damasceno, De fide orthodoxa,III, 18). Podríamos decir que Jesús es el rostro de Dios para la humanidad, haciéndonos eco del Apóstol, quien lo llama “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15).(...)
¡Jesús, el Señor, es nuestra alegría! Y desde el corazón que se abre al encuentro con el Señor, la alegría permanece e irradia, pues a semejanza del amor, ella es difusiva. La Revelación de Dios, que alcanza su plenitud en el Señor Jesús, es, pues, la senda que conduce a la meta que ansía el corazón humano, la plenitud de la felicidad, que permanece y lo hace desplegarse.
¡La alegría cristiana es la manera más convincente de atraer a otros al encuentro con el Señor, es el anuncio más eficaz de la Buena Nueva que el Señor Jesús nos ha traído! Consciente de esta verdad, procuremos mostrarnos siempre alegres (ver 1Tes 5,16, 2Cor 6,10).
Cuanto hagamos, hagámoslo por el Señor y por amor a Él (Cfr Col 3,23), hagámoslo con alegría y no con disgusto, ni a regañadientes, quejándote y murmurando de todo. Para ello una vida espiritual intensa, por la que aspiramos a estar en continua presencia de Dios, se hace necesaria para quien de verdad quiere experimentar e irradiar ininterrumpidamente la alegría y el gozo de tener al Señor muy dentro.
Hermas, en los tiempos apostólicos, escribe que una persona que se reviste y goza de la alegría obra el bien, gusta lo bueno, y agrada a Dios.
Y san Pablo nos dice: Estén siempre alegres. Oren constantemente. Den gracias en toda ocasión, pues esto es lo que Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús.
Por consiguiente, la Revelación de Dios, que alcanza su plenitud en el Señor Jesús, es, pues, la senda que conduce a la meta que ansía el corazón humano, la plenitud de la felicidad, que permanece y lo hace desplegarse.