lunes, 5 de diciembre de 2011

II Semana de Adviento (II) Reflexiones al evangelio de cada día


Segunda Semana de Adviento (II)

Lunes
Lc 5, 17-26
Hoy hemos visto maravillas, maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. Hoy en el evangelio un paralítico, al que cuatro personas llevan en una camilla a la presencia de Jesús, que, al ver su fe, dice al paralítico: “Hijo, tus pecados quedan perdonados” (Mc 2, 5). Al obrar así, muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu. El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado impide moverse libremente, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí.
En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: “Tus pecados quedan perdonados”, y sólo después, para demostrar la autoridad que le confirió Dios de perdonar los pecados, añade: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 11), y lo sana completamente. El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse.
La palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente. En efecto, sólo el amor de Dios puede renovar el corazón del hombre, y la humanidad paralizada sólo puede levantarse y caminar si sana en el corazón. El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo.
Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen.

Martes
Mt 18, 12-14
Dios no quiere que se pierda uno sólo de los pequeños. Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Él nos ha salvado con su muerte en la cruz; ¡que nadie haga vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29).
El Hijo de Dios se hizo hombre para llegar a todos, y mostró preferencia por los más pequeños, los marginados y los extranjeros. Al iniciar su misión en Nazaret, se presenta como el Mesías que anuncia la buena nueva a los pobres, trae la libertad a los cautivos y devuelve la vista a los ciegos. Viene a proclamar "el año de gracia del Señor" (cf. Lc 4, 18), que es liberación e inicio de un tiempo nuevo de fraternidad y solidaridad.
La Iglesia, fiel a las enseñanzas de Jesús, ruega para que nadie se pierda: “Jamás permitas, Señor, que me separe de ti”. Si bien es verdad que nadie puede salvarse a sí mismo, también es cierto que “Dios quiere que todos los hombres se salven”(1 Tm 2, 4) y que para El “todo es posible” (Mt 19, 26).
También, en la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9): Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88).

Miércoles
Mateo 11, 28-30
Soy manso y humilde de corazón. Hoy el Señor hace una invitación a “todos los que están cansados y agobiados”. Los invita a acudir a Él, les promete que Él aliviará el peso que cargan sobre sus hombros, la fatiga que experimentan.
¿A qué peso se refiere? Es el peso de la Ley y de las observancias farisaicas que recargan más aún el peso de la Ley (ver Mt 23,4). El “yugo de la Ley” era una metáfora frecuentemente usada entre los rabinos, y es eso a lo que hace referencia el Señor. Él ofrece ahora otro yugo, el “suyo”, un yugo que es suave y ligero.
Quien del Señor aprende a cargar ese yugo, quien acude a Él, quien lo ama como es amado por Él, encontrará en Él el descanso del corazón, encontrará que la “carga” de los mandamientos divinos –que para muchos es un yugo insoportable– se hace ligera, fácil de cumplir y sobrellevar. Para quien ama, hasta lo más duro y exigente se torna “suave” y se hace con enorme gozo y alegría.
“¡Vengan a Mí!”, nos dice el Señor, cuando nos experimentamos fatigados, agobiados, invitándonos a salir de nosotros mismos, a buscar en Él ese apoyo, ese consuelo, esa fortaleza que hace ligera la carga. Él, que experimentó en su propia carne y espíritu la fatiga, el cansancio, la angustia, la pesada carga de la cruz, nos comprende bien y sabe cómo aligerar nuestra propia fatiga y el peso de la cruz que nos agobia. “Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, nos redime y nos salva”. (S.S. Juan Pablo II) Si buscamos al Señor, en Él encontraremos el descanso del corazón, el consuelo, la fortaleza en nuestra fragilidad. Y aunque el Señor no nos libere del yugo de la cruz, nos promete aliviar nuestro peso haciéndose Él mismo nuestro Cireneo.

Jueves 8
Solemnidad de la Inmaculada Concepción (Lc 1, 26-38)
Alégrate, llena de gracia, el señor está contigo. El 8 de diciembre celebramos una de las fiestas más hermosas de la santísima Virgen María: la solemnidad de su Inmaculada Concepción. De la Virgen María, fiesta tan querida para el pueblo cristiano. Se inserta muy bien en el clima de Adviento e ilumina con resplandor de luz purísima nuestro itinerario espiritual hacia la Navidad.
San Lucas, por su parte, nos muestra a la Virgen María recibiendo el anuncio del mensajero celestial (cf. Lc 1, 26-38): “el mensajero divino dijo a la Virgen: .Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. (Lc 1, 28)” [Redemptoris Mater, 8]. El saludo del ángel sitúa a María en el corazón del misterio de Cristo; en efecto, en ella, llena de gracia, se realiza la encarnación del Hijo eterno, don de Dios para la humanidad entera (cf. ib.).
En María Inmaculada contemplamos el reflejo de la Belleza que salva al mundo: la belleza de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. En María esta belleza es totalmente pura, humilde, sin soberbia ni presunción. Desde el instante en que fue concebida gozó del singular privilegio de estar llena de la gracia de su Hijo bendito, para ser santa como Él. Por eso, el mensajero celestial, enviado a anunciarle el designio divino, se dirigió a Ella, saludándola: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1, 28).
¡Qué inmensa alegría es tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo. Incluso en las pruebas de la vida, en las tempestades que hacen vacilar la fe y la esperanza, pensemos que somos sus hijos y que las raíces de nuestra existencia se hunden en la gracia infinita de Dios. La Iglesia misma, aunque está expuesta a las influencias negativas del mundo, encuentra siempre en ella la estrella para orientarse y seguir la ruta que le ha indicado Cristo. De hecho, María es la Madre de la Iglesia.
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad. Dios las repite a la Iglesia, a cada uno de nosotros: “Alégrense, el Señor está cerca”. Con la ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía, para que el mundo acoja a Cristo en esta Navidad, que es el manantial de la verdadera alegría.

Viernes
Mt 11, 16-19
No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre. Parecidas palabras fueron las de Esteban a los sanedritas: Ustedes, hombres testarudos, tercos y sordos, siempre han resistido al Espíritu Santo. Eso hicieron sus antepasados, y lo mismo hacen ustedes.
Cuando uno tapona sus oídos para no escuchar a Dios ni dejarse transformar por Él, por más que quiera Dios hacer algo por esa persona será imposible pues esa cerrazón podría considerarse tanto como haber cometido un pecado contra el Espíritu Santo donde ya no hay remedio.
El Adviento, que nos prepara para la venida del Salvador, debe hacernos abrir los ojos ante el Señor que se acerca a nosotros, día a día, en la presencia del hombre azotado por la injusticia, por la enfermedad, por el hambre, por la desilusión, por la pobreza, por el pecado, por el vicio.
Por otra parte, el Evangelio escuchado dice que…viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tienen a un comilón y a un borracho, amigo de los recaudadores de impuestos y pecadores”.

Jesús vino para salvar a los hombres, por eso ha querido parecerse y guardar semejanza al hombre, en todo, menos en el pecado. Jesús comía, bebía, y participaba de las actividades de los hombres, y además de las cosa impuestas por Dios, como por ejemplo del ayuno y luego alimentarse, como nuestra actitud como ser humano, con todas nuestras necesidades, de comer, beber, dormir, descansar, reírnos, bailar, trabajar y todas las obligaciones de nuestra sociedad, no por eso se van ha interpretar mal y si lo hace, recordemos que con quien tenemos obligación es con Dios.
Dice el Señor: “Que el que es sencillo todo lo juzga con sencillez, que de la abundancia del corazón habla la boca, que el que tiene limpio el corazón tiene limpio los ojos y con ojos limpio todo se mira con limpieza y rectitud”.
Sábado
Mt 17, 10-13
Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron. Ayer contemplábamos a San Juan Bautista como el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino al Señor (cf. Mt 3, 3), el evangelio de hoy es continuación del ayer, y en este contexto, Jesús hace referencia al Bautista, cuando dice que Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron, a pesar de que vino “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), y dio testimonio de Jesús mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29). Elías, por su parte, es el padre de los Profetas, de aquellos que buscan el Rostro de Dios. En el monte Carmelo, obtiene el retorno del pueblo a la fe gracias a la intervención de Dios.
Este mismo reclamo nos lo puede haer Jesús hoy a nosotros, si no lo reconocemos a Él en este tiempo de gracia y de salvación. La liturgia de Adviento nos repite constantemente que debemos despertar del sueño de la rutina y de la mediocridad; debemos abandonar la tristeza y el desaliento. Es preciso que se alegre nuestro corazón porque “el Señor está cerca”.
San Juan es un personaje del Adviento, que nos indica el espíritu con el cual nos hemos de preparar al encuentro del Señor. Juan creció en el desierto, llevando una vida austera y penitente (cfr. Lc 1,80; Mt 3,4); “recorrió toda la región del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3); como nuevo Elías, humilde y fuerte, preparó al Señor un pueblo bien dispuesto (cfr. Lc 1,17). Así, nosotros continuemos la preparación a la Navidad ya próxima.