sábado, 3 de diciembre de 2011

II Domingo de Adviento Homilía sobre la segunda lectura


II DOMINGO/B (II Pedro 3,8-14)
Las palabras de la segunda lectura de la liturgia de hoy: “esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva”, nos habla el Apóstol Pedro, de nuestra futura esperanza, como testigo de la primera venida del Señor. El tema de adviento lo orienta, sobre todo, hacia los últimos tiempos, hacia ‘el día del Señor’; los que han experimentado la primera venida, justamente viven en espera de la segunda, conforme a la promesa del Señor.
La perspectiva escatológica de la Carta del Apóstol: "un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia" (2 Pe 3, 13) habla del encuentro definitivo del Creador con la creación en el reino del siglo venidero, para el cual debe madurar cada hombre mediante el adviento interior de la fe, esperanza y caridad
“Mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera como desterrada, de manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba. Allí está sentado Cristo a la derecha de Dios; allí está escondida la vida de la Iglesia junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste llena de gloria en compañía de su Esposo” (LG 6). Estas palabras del concilio Vaticano II señalan el itinerario de la Iglesia, que sabe que no tiene ‘aquí ciudad permanente’, sino que “anda buscando la del futuro” (Hb 13, 14), la Jerusalén celestial, “la ciudad del Dios vivo” (Hb 12, 22).
Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como anuncia san Pablo, no veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. (...) Entonces conoceré como soy conocido" (1 Co 13, 12). Y san Juan repite que "cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).
Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía luminosa y plena de la Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la comunión perfecta e íntima con él, que el cuarto evangelio llama "la vida eterna", fuente de un "conocimiento" que en el lenguaje bíblico es comunión de amor. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).
Allí encontraremos ante todo al Padre, “el alfa y la omega, el principio y el fin” de toda la creación (Ap 21, 6). Él se manifestará plenamente como el Emmanuel, el Dios que mora con la humanidad, eliminando las lágrimas y el luto y renovando todas las cosas (cf. Ap 21, 3-5). Pero en el centro de esa ciudad se alzará también el Cordero, Cristo, al que la Iglesia está unida con un vínculo nupcial. De él recibe la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no mediante un templo, sino de modo directo y total (cf. Ap 21, 9. 22. 23). Hacia esa ciudad nos impulsa el Espíritu Santo. Es él quien sostiene el diálogo de amor de los elegidos con Cristo: “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!” (Ap, 22, 17).
Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige nuestra mirada, rebasando los límites de nuestra condición humana, superando el peso de nuestra miseria y de la culpabilidad que penetran nuestra existencia terrena. Para ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una continua purificación, conscientes de que en la Jerusalén celestial “no entrará nada impuro, ni los que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap 21, 27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que celebramos durante nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación, ese amor perfecto: “En la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8).
Por eso, ahora nos dirigimos a Cristo para que, por el Espíritu Santo, nos ayude a prepararnos al encuentro de nuestro redentor, revitalizando en nuestra mente y en nuestro corazón nuestro encuentro con él en el tiempo, que nos impulse a estar preparados para ir a la casa del Padre al final de nuestros días. En efecto, Dios, que viene, se acerca al hombre, para que el hombre se encuentre con El y sea fiel a este encuentro. Para que permanezca en él, hasta el fin.
¡Preparen el camino al Señor! ¡Enderecen sus senderos! Que esto se realice en el sacramento de la reconciliación en la humilde y confiada confesión de Adviento, a fin de que ante el recuerdo de la primera venida de Cristo, que es Navidad, y a la vez en la perspectiva escatológica de su Adviento definitivo, el pecado quede eliminado y expiado, para que la Iglesia pueda proclamar a cada uno de sus hijos que ha terminado la esclavitud, y que el Señor Dios viene con fuerza.