sábado, 26 de noviembre de 2011

T/Adviento/B Homilía sobre la segunda lectura


ADVIENTO
I DOMINGO/B (1 Co 1, 3-9)
Este domingo iniciamos, por gracia de Dios, un nuevo Año litúrgico, que se abre naturalmente con el Adviento, tiempo de preparación para el nacimiento del Señor. En el Adviento el pueblo cristiano revive un doble movimiento del espíritu: por una parte, eleva su mirada hacia la meta final de su peregrinación en la historia, que es la vuelta gloriosa del Señor Jesús; por otra, recordando con emoción su nacimiento en Belén, se arrodilla ante el pesebre.
El Evangelio nos invita hoy a estar vigilantes, en espera de la última venida de Cristo: “Velad -dice Jesús-: pues no saben cuándo vendrá el dueño de la casa” (Mc 13, 35. 37). La breve parábola del señor que se fue de viaje y de los criados a los que dejó en su lugar muestra cuán importante es estar preparados para acoger al Señor, cuando venga repentinamente. La comunidad cristiana espera con ansia su “manifestación”, y el apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, los exhorta a confiar en la fidelidad de Dios y a vivir de modo que se encuentren “irreprensibles” (cf. 1 Co 1, 7-9) el día del Señor. Por eso, al inicio del Adviento, muy oportunamente la liturgia pone en nuestros labios la invocación del salmo: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación” (Sal 84, 8).
En la segunda lectura san Pablo afirma que “Esperamos la manifestación de nuestro señor Jesucristo”. En efecto, este tiempo de adviento es el tiempo propicio para reavivar en nuestro corazón la espera de Aquel “que es, que era y que va a venir” (Ap 1, 8). Ciertamente, que el Hijo de Dios ya vino en Belén hace veinte siglos, pero Él quiere venir en cada momento al alma y a la comunidad dispuestas a recibirlo, y de nuevo vendrá al final de los tiempos para “juzgar a vivos y muertos”. Por eso, el creyente h de estar siempre vigilante, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor, como dice el Salmo: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora” (Sal 130, 5-6).
Esta esperanza de la manifestación de Jesús, nos dice la encíclica Spe Salvi, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su nacimiento, su vida toda y su enseñanza, y sobre todo con su muerte en la cruz y su resurrección, nos reveló su rostro, el rostro de un Dios con un amor tan grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este Padre se abre a la perspectiva de la bienaventuranza eterna.
La "gracia de Dios aparecida" en Jesús es su amor misericordioso, que dirige toda la historia de la salvación y la lleva a su cumplimiento definitivo. La manifestación de Dios “en la humildad de nuestra carne” (Prefacio de Adviento I) anticipa en la tierra su ‘manifestación’ gloriosa al final de los tiempos (cf. Tt 2, 13).
No sólo eso. El acontecimiento histórico que estamos viviendo en el misterio es el ‘camino’ que se nos ofrece para llegar al encuentro con Cristo glorioso. En efecto, con su Encarnación, Jesús, -como dice el Apóstol- nos enseña a “renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos” (Tt 2, 12-13).
En Cristo esperamos; es a él a quien aguardamos. Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro del Esposo: lo hace con las obra de caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el amor. ¡Buen Adviento a todos!