lunes, 10 de octubre de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. XXVIII Semana


XXVIII Semana
Lunes (Lucas 11, 29-32)
“A la gente de este tiempo no se le dará otra señal que la del profeta Jonás”. El signo de Jonás es una imagen profética pascual que el mismo Jesús utilizó para anunciar su muerte y su resurrección. Este profeta escapista, desconforme, quejumbroso, pero finalmente fiel, puede ayudarnos en nuestro peregrinar diario de muerte y resurrección. Por tanto, la advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte y saludable también para nosotros hoy: “Ustedes saben interpretar el aspecto del cielo y no pueden interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás” (Mt 16, 3-4).
Jonás no sólo es prefiguración del Resucitado, sino también signo del desafío que la fe plantea a todo creyente. La señal del profeta indicada por Cristo como símbolo de su resurrección, lo es también de la vida nueva del cristiano que ha renacido en el bautismo. Sólo la fuerza del resucitado puede cambiar nuestros corazones y hacernos triunfar sobre el poder del pecado. Sólo la gracia de Dios puede crear en nosotros un corazón nuevo. Sólo su amor puede cambiar nuestro “corazón de piedra” (Ez 11,19) y hacernos capaces de construir, en lugar de demoler. Sólo Dios puede hacer nuevas todas las cosas.
Así, Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40). Esta es la gran y única señal, que ha de conducir y transformar nuestra vida de cada día, la muerte y resurrección de Jesús, misterio, que da luz esperanza a nuestros gozos y alegrías, a nuestras angustias y tristezas, a la slaud y a la enfermedad, a lo próspero y la adverso de nuestra vida.
Martes (Lucas 11, 37-41)
“Den limosna de lo que tienen, y todo lo de ustedes quedará limpio”. El Espíritu dará al corazón la pureza que conviene en el ejercicio de la limosna y la oración. Así se cumplirla palabra: “El alzar de mis manos es como una ofrenda de la tarde” (ps.140, 2), y esta otra: "Las manos de los poderosos distribuyen riquezas" (Prov.10,4) Y san León Magno dice que “Junto al razonable y santo ayuno, nada más provechoso que la limosna, denominación que incluye una extensa gama de obras de misericordia, de modo que todos los fieles son capaces de practicarla, por diversas que sean sus posibilidades”.
La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros.
Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría. Y hay más: San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad –escribe– cubre multitud de pecados” (1P 4,8). Por eso hoy Jesús, en el evangelio nos ha dicho: “Den limosna de lo que tienen, y todo lo de ustedes quedará limpio”.
San José Benito Cottolengo solía recomendar: “Nunca cuentes las monedas que das, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo” (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201).
Miércoles (Lucas 11, 42-46)
“¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley!”. El Evangelio relata la controversia del Señor Jesús con los fariseos doctores de la ley. Los fariseos formaban el grupo más observante y más religioso de Israel. Los escribas, también fariseos, eran los “letrados” que sabían leer y escribir, muy instruidos en la Ley de Moisés y los profetas. Por su parte, los doctores de la ley, conocían mejor que nadie la Palabra de Dios, la Ley y los Profetas, pero no vivían lo que conocían. Por esto Jesús hoy en el Evangelio les reprocha: “¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley!”. Con estas represiones que Jesús les hace a estos grupos, busca descubrir la maldad de éstos, algo que ellos disimulaban con engañosas apariencias de bondad.
El corazón de los fariseos y doctores de la ley se hallaba lejos de Dios, porque su corazón no sintonizaba con el corazón misericordioso del padre. Su corazón estaba cerrado a la justicia y a la misericordia: cumplían la Ley a su modo, pero en realidad estaban lejos de su corazón, por su falta de misericordia, algo que continuamente les reclama el Señor, como en el caso que nos ocupa: “¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley!”.
A nosotros también nos puede pasar como a los fariseos y doctores de la ley: ¡Nos ocupamos tanto en cuidar lo exterior, la apariencia, estar limpios, bien vestidos y peinados, perfumados, etc.! Sin embargo, ¿nos empeñamos igualmente en tener y mantener un corazón limpio y puro, cerca de Dios, que sintonice con Él?
La incoherencia entre lo que creo como católico y lo que vivo día a día es un gravísimo mal que nos afecta a todos. Es la misma hipocresía que denuncia el Señor ante quienes se preocupan por guardar las formas externas de la moralidad pero no purifican debidamente el propio corazón: «Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío…”».
Jueves
Lucas 11, 47-54
“Les pedirán cuentas de la sangre de los profetas, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías”. Desde el principio la sangre de los justos clamó al cielo, en efecto, Dios dijo a Caín, homicida de su hermano: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí” (Gén 4,10); de los acompañantes de Noé se dice: “Pediré cuentas de vuestra sangre de vuestras vidas, de la mano de todas las fieras” (Gén 9, 5). Y también: “Será derramada la sangre de quien derramare la sangre de un hombre” (Gén 9,6).
Y en el Evangelio de hoy, hemos escuchado de parte del Señor, a los que habrían de derramar su sangre: “Se pedirá cuenta de toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías (Lc 11,50-51), con lo cual quería decir que él recapitularía en la suya propia el derramamiento de la sangre de todos los justos y profetas desde el principio, y que él mismo pediría cuenta de la sangre de ellos. En efecto, la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor.
El martirio por confesar la fe, por ser fieles a Dios, no es solo para algunos, todos los seguidores de Cristo, tanto en el AT como en el NT, estamos llamados a ser mártires, testigo en las cosas grandes y pequeñas, en privado y en público. Pero en todo, como en los mártires de todos los tiempos, Dios está de nuestro lado, no sólo para fortalecernos, sino también para darles el premio eterno de los cielos. Sin miedo, sigamos siendo fieles a Dios.

Viernes
Lucas 12, 1-7
“Todos los cabellos de su cabeza están contados”. El Señor nos pide que confiemos en su Divina Providencia, pues El está pendiente de todo:
“…no teman, hasta los cabellos de sus cabezas están contados. … ustedes valen más que los pajaritos” (Mt 10, 30-31).
“No anden preocupados por su vida con problemas de alimentos, ni por su cuerpo con problemas de ropa. ¿No es más importante la vida que el alimento y más valioso el cuerpo que la ropa?” (Mt 6, 25).
“Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero Yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen!” (Mt 6, 28).
Dios no quiere directamente ningún mal físico, entendido como privación de algún bien físico (por ejemplo, una enfermedad). Tampoco quiere directamente ninguna carencia, como una privación injusta de la libertad, una situación económica difícil, pero permite estos llamados “males” para obtener mayores bienes. Estos llamados “males” pueden resultar “bienes” cuando los aprovechamos como lo que son: gracias de privación, de sufrimiento, de dolor, para crecer en nuestra vida espiritual.
De allí que San Agustín enseñe: “El Dios Omnipotente no habría permitido que hubiese mal en sus obras si no fuese tan Omnipotente y Bueno que consiga sacar bien del propio mal”.

Sábado
Lucas 12, 8-12
“El Espíritu Santo les enseñará lo que convenga decir”. El Espíritu les enseñará toda la verdad, dijo Jesús a sus apóstoles, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo.
Desafortunadamente, Nuestro tiempo está desorientado y confundido; a veces, incluso, parece que no conoce la frontera entre el bien y el mal; aparentemente, rechaza a Dios, porque lo desconoce o porque no lo quiere conocer. Por esto es una urgencia permitir que el Espíritu de Dios nos lo enseñe todo, poniéndonos en una actitud de docilidad y humildad a su escucha, a fin de aprender la “sabiduría del corazón” (Sal 90, 12) que sostiene y alimenta nuestra vida.
Creer es ver las cosas como las ve Dios, participar de la visión que Dios tiene del mundo y del hombre, de acuerdo con las palabras del Salmo: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10). Esta «luz de la fe» en nosotros es un rayo de la luz del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo da al cristiano -cuya vida, de otro modo, correría el riesgo de quedar sujeta únicamente al esfuerzo, a la regla e incluso al conformismo exterior- la docilidad, la libertad y la fidelidad. En efecto, él es “Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11, 2).