lunes, 26 de septiembre de 2011

XXVI Semana Reflexiones del Evangelio de cada día


XXVI Semana
Lunes
Lucas 9, 46-50
“El más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande”. Estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: “Si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Esta es la respuesta desconcertante de Jesús: ¡la condición indispensable para entrar en el reino de los cielos es hacerse pequeños y humildes como niños!
Los niños son, desde luego, el término del amor delicado y generoso de Nuestro Señor Jesucristo: a ellos reserva su bendición y, más aún, les asegura el Reino de los cielos (cf. Mt 19, 13-15; Mc 10, 14). Jesús pone al niño como modelo para entrar en el reino de los cielos por el valor simbólico que el niño encierra en sí:
-ante todo, el niño es inocente, y el primer requisito para entrar en el reino de los cielos es la vida de “gracia”, que excluye el pecado, que siempre es un acto de orgullo y de egoísmo;
-en segundo lugar, el niño vive de fe y de confianza en sus padres y se abandona con disposición total a quienes le guían y le aman. Así el cristiano debe ser humilde y abandonarse con total confianza a Cristo y a la Iglesia. Jesús insiste en la virtud de la humildad, porque ante el Infinito no se puede menos de ser humildes; la humildad es verdad y es, además, signo de inteligencia y fuente de serenidad;
- finalmente, el niño se contenta con las pequeñas cosas que bastan para hacerle feliz: un pequeño éxito, una buena nota merecida, una alabanza recibida le hacen exultar de alegría.
Son, por tanto, verdaderos niños los que sólo conocen a Dios como padre y son sencillos, ingenuos, puros, los creyentes en un solo Dios. A los que son como niños el Padre los recibe con agrado porque aprecia su dulzura, los ama singularmente, les presta ayuda, lucha por ellos y los llama ‘hijitos’.
Martes
Lucas 9, 51-56
“Jesús tomó la firme determinación de ir a Jerusalén”. En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que deberá “ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21). Jesús subió voluntariamente a Jerusalén sabiendo perfectamente que allí moriría de muerte violenta a causa de la contradicción de los pecadores (cf. Hb 12,3).
Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la redención a toda la humanidad”.
Así pues, sabemos, que con la entrada de Jesús en Jerusalén se manifestaría la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, iba a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección.
Dios Padre nuestro: tu Hijo Jesús, “decidió subir resueltamente a Jerusalén”, sin importarle todo lo que aquel camino le iba a acarrear de sufrimiento y de cruz; ayúdanos, a los que queremos ser seguidores radicales suyos, a tomar también resueltamente la opción de dar nuestra vida día a día en el servicio a la Causa que él con su entrega nos mostró.

Miércoles (Lucas 9, 57-62)
“Te seguiré adondequiera que vayas”. No es fácil escuchar la voz del Señor y menos decirle ‘sí’, pues ese ‘sí’ conlleva un cambio radical de los propios planes que uno se ha hecho. Decirle al Señor «te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57) se asemeja a dar un salto al vacío. Implica renunciar a todo, ir contra corriente, afrontar a veces la incomprensión y oposición de los propios amigos, parientes o padres. ¡Cuántas vocaciones se pierden por la oposición de los padres que ven en la vocación a la vida sacerdotal o consagrada de uno de sus hijos no un signo de una singular predilección divina, sino una maldición para toda la familia! En una sociedad que se descristianiza cada vez más, quienes experimentan y quieren responder al llamado del Señor serán ciertamente incomprendidos y sometidos a duras pruebas.
Pero hay también de aquellos que escuchando y descubriendo el llamado del Señor, con valor y decisión, sobreponiéndose a todo temor, renunciando generosamente a sus propios planes, saben decirle “aquí me tienes, Señor, hágase en mí según tu palabra” (ver Is 6,8; Lc 1,38). Hoy hay también jóvenes audaces y heroicos que encontrando su fuerza en el Señor perseveran en medio de las múltiples pruebas, obstáculos, tentaciones y dificultades que se les puedan presentar en el camino. Y hay también padres generosos que abriéndose al llamado de alguno de sus hijos los alientan y apoyan a ponerse a la escucha del Señor y responderle con generosidad. ¡También estos recibirán del Señor el ciento por uno, por la inmensa generosidad, sacrificio y renuncia que implica entregar un hijo al Señor!
Rezar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en general es una grave necesidad, y apoyarlas un deber que experimenta todo católico coherente, todo aquel que verdaderamente escucha la voz del Pastor y lo sigue. ¡Este Domingo especialmente, pero también todos los días, recemos intensamente a Dios para que envíe más obreros a su mies (ver Mt 9,38) y también para que respondan todos aquellos que han sido llamados!
Jueves: Santos Miguel, Gabriel y Rafael, Arcángeles (Juan 1, 47-51)
Verán a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre. La liturgia de hoy nos invita a recordar a los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Cada uno de ellos, como leemos en la Biblia, cumplió una misión peculiar en la historia de la salvación.
Invoquemos con confianza su ayuda, así como la protección de los ángeles custodios, cuya fiesta celebraremos dentro de algunos días, el 2 de octubre. La presencia invisible de estos espíritus bienaventurados nos es de gran ayuda y consuelo: caminan a nuestro lado y nos protegen en toda circunstancia, nos defienden de los peligros y podemos recurrir a ellos en cualquier momento.
Muchos santos mantuvieron con los ángeles una relación de verdadera amistad, y son numerosos los episodios que testimonian su ayuda en ocasiones particulares. Como recuerda la carta a los Hebreos, los ángeles son enviados por Dios "a asistir a los que han de heredar la salvación" (Hb 1, 14), y, por tanto, son para nosotros un auxilio valioso durante nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial.
Sabemos por las sagradas Escrituras que: Miguel, que significa “¿Quién como Dios?”, viene presentado en el Apocalipsis (12, 7) en acto de combatir las potencias infernales; Gabriel, que significa “Fortaleza de Dios”, es enviado a la Virgen María para anunciarle su vocación a ser corredentora de la humanidad; Rafael, que significa “Medicina de Dios”, es enviado por el Señor a Tobías -según la narración bíblica- para curarlo de la ceguera. La liturgia nos invita a sentir cercanos, como amigos y protectores ante Dios, a estos tres Arcángeles y a nuestro Ángel custodio. Que ellos nos protejan y nos guíen en el camino de la vida cristiana.
Viernes
Lucas 10, 13-16
“El que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”. Los discípulos son enviados para anunciar la llegada del reino de Dios. Realizarán esa predicación en nombre de Cristo, con su autoridad: “Quien a Ustedes los escucha, a mí me escucha; y quien a ustedes los rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10, 16). Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión.
Es importante recordar que el amor al Señor se expresa de una manera muy concreta en la adhesión a las enseñanzas de la Iglesia, según lo dicho por el Señor: “El que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10,16). Hay muchos católicos que hoy dicen “creo en Cristo, pero no en la Iglesia”. Hay tantos otros que “seleccionan” y rechazan algunas de sus enseñanzas de la Iglesia sin siquiera informarse bien, pues les parecen demasiado incómodas o exigentes y opinan que “la Iglesia debería adecuarse a los tiempos modernos”. Quien así piensa, no ama al Señor, sino al mundo y lo que hay en él (ver 1Jn 2,15).
Al Señor y a su Iglesia no los podemos disociar. Cristo es la Cabeza del Cuerpo místico, que es la Iglesia que Él fundó sobre Pedro. Pretender separarlos sería como decapitar a una persona. Y la verdad enseñada por el Señor, guardada, rectamente interpretada y transmitida fielmente por la Iglesia gracias a la asistencia del Espíritu Santo qué Él mismo prometió (ver Jn 14,26), no es la que debe “acomodarse” a los propios pareceres, caprichosas corrientes de moda u opinión de la mayoría. Somos los hijos de la Iglesia quienes amorosa y confiadamente hemos de adherirnos a sus maternales enseñanzas y enseñarlas de una manera comprensible a quienes no las comprenden bien.
No se puede “creer en Cristo pero no en la Iglesia”, porque sencillamente no es posible separar a Cristo de su Iglesia.

Sábado
Lucas 10, 17-24
“Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo”. El hecho de que nuestros nombres estén escritos en el cielo es testimonio para nuestra virtud, pero en cuanto a expulsar demonios, eso es don del Salvador que él concede. Por eso, a los que se jactaban no de su virtud sino de sus milagros y decían: ¿Señor, no hemos expulsado demonios en tu nombre y no hemos obrado milagros también en tu nombre? (Mt 7,22). El respondió: En verdad, les digo que no los conozco (Mt 7,23), pues el Señor no conoce el camino de los impíos (Sal 1,6), a los malos.
En efecto, los santos y los hombres y mujeres virtuosos de todos los tiempos son de esos dóciles servidores del Evangelio, cuyos nombres están escritos para siempre en el cielo, aunque vivieron en períodos históricos distantes entre sí y en ambientes culturales muy diversos, tienen en común una experiencia idéntica de fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Los une la misma confianza incondicional en el Señor y la misma pasión profunda por el Evangelio.
Los seguidores de Jesús que han vivido el evangelio no perderán nunca sus nombres: están indeleblemente grabados en el corazón de sus seres queridos, de sus compañeros de trabajo, Pero sobre todo sus nombres están grabados para siempre en la memoria de Dios omnipotente. Por esto el Señor nos ha dicho hoy: vivan el evangelio y “Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo”.