sábado, 24 de septiembre de 2011

XXVI Domingo Ordinario/A Homilía sobre la segunda lectura


XXVI Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 2, 1-11)
Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. Hoy hemos escuchado el gran himno sobre el Señor, donde el Apóstol nos dice: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo”, entren en el pensar de Cristo. Así pues, podemos tener todos juntos la fe de la Iglesia, porque con esta fe entramos en los pensamientos, en los sentimientos del Señor. Pensar con Cristo.
Esta es la meta a la que lleva este himno cristológico que, desde hace siglos, la Iglesia medita, canta y considera guía de su vida; es decir, aprender a sentir como sentía Jesús; conformar nuestro modo de pensar, de decidir, de actuar, a los sentimientos de Jesús. Si nos esforzamos por conformar nuestros sentimientos a los de Jesús, vamos por el camino correcto.
Para poder pensar con el sentimiento de Cristo es menester pasar muchos ratos con él cada día, leer las santas escrituras, recibir los sacramentos, celebrar y vivir la eucaristía, sobre todo el domingo. A través de estas prácticas Cristo nos habla y nosotros le hablamos, sin mediar palabras, pero sí con el corazón. En este sentido, deberíamos ejercitarnos en descubrir en las Escrituras el pensamiento de Cristo, aprender a pensar con Cristo, a pensar con el pensamiento de Cristo para tener los mismos sentimientos de Cristo, para poder dar a los demás también el pensamiento de Cristo, los sentimientos de Cristo.
Señalando “la contemplación del rostro de Cristo” como vivencia fundamental que ha de constituir también a la Iglesia del tercer milenio, Juan Pablo II apuntaba, en definitiva, a dejarse transformar por los verdaderos sentimientos percibidos en Cristo. Justo en la línea de lo que antaño recomendara ya el Apóstol Pablo a los primeros cristianos, para edificarse como verdadera Iglesia: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,5-8). Como advierte Benedicto XVI en su Encíclica sobre el amor cristiano, “es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar” (n. 12).
Se describe aquí el misterio de la Encarnación y de la Redención, como despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor.
Por consiguiente, así como el Apóstol, consciente de lo fácil que es sucumbir a la amenaza siempre latente de conflictos y discordias, exhortaba a la comunidad de Filipos a la concordia y a la unidad, así a nosotros hoy, en la carta de la segunda lectura, san Pablo nos recuerda con fuerza que toda la ley tiene su plenitud en el único mandamiento del amor; y nos exhortará a caminar según el Espíritu, para evitar las obras de la carne -discordias, celos, rencillas, divisiones, disensiones, envidias-, obteniendo así el fruto del Espíritu que es, en cambio, el amor (cf. Ga 5, 14-23).
Eso exige, evidentemente, que salgamos de nosotros mismos, de nuestros razonamientos, de nuestra ‘prudencia’, de nuestra indiferencia, de nuestra suficiencia, de costumbres no cristianas que quizá hemos adquirido. Sí; esto pide renuncias, una conversión, que primeramente debemos atrevernos a desear, pedirla en la oración y comenzar a practicar.
Dejemos que Cristo sea para nosotros el camino, la verdad y la vida. Dejemos que sea nuestra salvación y vuestra felicidad. Dejemos que ocupe toda nuestra vida para alcanzar con El todas sus dimensiones, para que todas nuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en El o, por decirlo así, sean ‘cristificados’. Con Cristo reconozcamos a Dios como el principio y fin de nuestra existencia.