lunes, 19 de septiembre de 2011

XXV Semana (I) Reflexiones sobre el evangelio de cada día


XXV semana

Lunes
Lucas 8, 16-18
"La vela se pone en el candelero, para que los que entren puedan ver". El Señor dijo a sus discípulos que eran la luz del mundo, ya que, iluminados por Él mismo, que es la luz verdadera y eterna, se convirtieron ellos también en luz que disipó las tinieblas.
También nosotros, iluminados por Cristo, nos hemos convertido de tinieblas en luz, tal como dice el Apóstol: Un tiempo eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz. Y también: Todos son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas.
En este mismo sentido habla San Juan en su carta, cuando dice: Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz, como Él también está en la luz. Por lo tanto, ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las tinieblas del error, debemos caminar siempre en la luz, como hijos que somos de la luz. Por esto dice el Apóstol: Aparecen como antorchas en el mundo, presentándole la palabra de vida.
Así, pues, Cristo es la luz resplandeciente, encendida para nuestra salvación, que debe brillar siempre en nosotros. Poseemos, en efecto, no sólo la luz eterna, sino también la lámpara de los mandatos celestiales y de la gracia espiritual, acerca de la cual afirma el salmista: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. De ella dice también Salomón: El consejo de los mandamientos es lámpara, que ha de iluminar en nuestras vidas.
Martes
Lucas 8, 19-21
“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica.
Por tanto, María fue la primera que vivió en modo incomparable el encuentro con la Palabra de Dios, que es el mismo Jesús. Por este motivo, ella es un modelo providencial de toda escucha y anuncio.
María, educada en la familiaridad con la Palabra de Dios en la experiencia intensa de las Escrituras del pueblo al cual ella pertenecía, María de Nazaret, desde el evento de la Anunciación hasta la Cruz, y aún hasta Pentecostés, recibe la Palabra en la fe, la medita, la interioriza y la vive intensamente (cf. Lc 1, 38; 2, 19.51; Hch 17, 11). Por lo tanto, a ella se aplica cuanto ha dicho Jesús en su presencia: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). “Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada”.
La Palabra de Dios hoy, pues, nos llama a leer con fe la Escritura, para tener un encuentro vivo con la persona de Jesucristo que viene a iluminar y a transformar nuestra vida. Leer, escuchar, reflexionar lo podemos hacer tanto en familia, como en nuestras pequeñas comunidades o movimientos, para hacerse cada vez más una familia que pertenece a Cristo: “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21).
Miércoles: Fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista
Mateo 9, 9-13
“Sígueme. El se levantó y lo siguió”. Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.
Aplicando esto al presente, decimos que tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme” (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús: De publicano se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De ‘último’ se convirtió en ‘primero’, gracias a la lógica de Dios, que -¡por suerte para nosotros!- es diversa de la del mundo. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos”, dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8).
Para seguidor de Jesús resulta fundamental la experiencia de sentirse llamados como lo fue Mateo: “Sígueme”. El se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). En efecto, en el Bautismo todos los cristianos hemos recibido la llamada a la santidad; toda vocación personal es una llamada a compartir la misión de la Iglesia, y, ante la necesidad de la nueva evangelización, importa mucho, que los laicos caigan en la cuenta de su especial llamada a la comunión, al apostolado y la santidad.
Que María nos ayude a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar nuestra felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos.

Jueves
Lucas 9, 7-9
“A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién es entonces éste, de quien oigo semejantes cosas?”. Acordémonos que Herodes había mandado decapitar a Juan el Bautista por honrar la promesa hecha a Salomé, hija de Herodías. Tanto le gustó el baile que le ofreció en el día de su cumpleaños, “que éste le prometió bajo juramento darle lo que pidiera” (Mt 14,7).
El evangelio de hoy nos deja entrever que Herodes sintió un gran remordimiento por el crimen que cometió ordenando decapitar a Juan, por eso cuando conoció la fama de Jesús, le hizo pensar “Éste es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos”, porque el pecado lleva consigo el remordimiento que golpea fuerte la conciencia del que comete la falta, no le hace vivir tranquilo ni conocer la paz. “La mentira destruye el alma, la verdad la fortalece”.
Y así como el gusano carcome la madera, el remordimiento del pecado roe la conciencia del hombre. El hombre si es derrotado por el pecado, sufre. Sí, los remordimientos de conciencia constituyen un sufrimiento. No se pueden eliminar. Antes o después, es preciso buscar el perdón. Si el mal que hemos cometido concierne a otros hombres hay que pedirles también perdón a ellos, pero, para que la culpa sea realmente perdonada, siempre es necesario obtener el perdón de Dios.
El sacramento de la reconciliación constituye un gran regalo de Cristo. Si lo sabemos vivir con fidelidad se transforma en fuente inagotable de vida nueva.
Viernes
Lucas 9, 18-22
“Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho”. Este título que se da a Jesús nos habla de su especial y única relación filial con Dios Padre. En efecto, cuando Jesús nos habla de de Dios, nos lo presenta como “mi Padre”, o distingue: “mi Padre, su Padre”. No duda en afirmar: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11, 27).
Esta exclusividad de la relación filial con Dios se manifiesta especialmente en la oración, cuando Jesús se dirige a Dios como Padre usando la palabra aramea "Abbá", que indica una singular cercanía filial y, en boca de Jesús, constituye una expresión de su total entrega a la voluntad del Padre: “Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz” (Mc 14, 36).
Así, hemos escuchado, en el evangelio de hoy, la confesión de Simón Pedro, junto a Cesarea de Filipo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Esta confesión fue confirmada por Jesús: “Bienaventurado tú, Simón, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos” (Mt 16, 17). Esta fe de Pedro en Jesús es también la nuestra, por esto también nosotros podemos confesar nuestra fe diciendo a Jesús: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos. Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.
Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima Madre de Dios: su fe indefectible, que sostuvo la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, siga sosteniendo la fe en cada uno y en cada una de nuestras familias: Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.

Sábado
Lucas 9, 43-45
“El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”. Jesús sabe que la razón de ser de la Encarnación, la finalidad de su vida es la contemplada en el eterno designio de Dios sobre la salvación. "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Sabemos que Jesucristo es el Redentor del mundo mediante su muerte en cruz, y nos sabemos también que todos, por causa de nuestros pecados, somos responsables de la muerte de Cristo en la cruz: todos, mediante el pecado provocamos que Cristo muriera por nosotros como víctima de expiación. En este sentido podemos entender las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17, 22).
Cuando Jesús predice su pasión y su muerte, no deja de considerarlas en la perspectiva de la resurrección. No se limita a anunciar que el Hijo del hombre debe sufrir mucho y morir; añade que es necesario que el Hijo del hombre resucite al tercer día. La resurrección es inseparable de la muerte y le da su verdadero significado. El itinerario de la cruz tiene como punto de llegada el triunfo glorioso.
La Cruz de Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros una llamada misericordiosa y, al mismo tiempo, severa, a reconocer y confesar la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad y en el bien.