lunes, 15 de agosto de 2011

Semana Vigésima Reflexiones del evangelio de cada día


Vigésima semana
Lunes: La asunción de la Santísima Virgen María
Lucas 1, 39-56
Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes. La Virgen es el ejemplo perfecto de esta verdad evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este mundo y enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52). La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la Reina del mundo, Reina y Señora y Madre nuestra. Por esto, ella es la primera que pasó por el ‘camino’ abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica.
Santa María asunta a los Cielos es para nosotros, hijos de la Iglesia peregrinante, un signo de esperanza que brilla intenso en el horizonte, signo que nos atrae, nos alienta y anima a seguir sus huellas y caminar juntos y confiadamente hacia donde Ella se encuentra gloriosa junto a su Hijo resucitado.
“… la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (CIgC 966).
Por consiguiente, la fiesta de la Asunción de la Virgen María constituye para todos los creyentes una ocasión propicia para meditar sobre el sentido verdadero y sobre el valor de la existencia humana en la perspectiva de la eternidad. El cielo es nuestra morada definitiva. Desde allí María, con su ejemplo, nos anima a aceptar la voluntad de Dios, a no dejarnos seducir por las sugestiones falaces de todo lo que es efímero y pasajero, a no ceder ante las tentaciones del egoísmo y del mal que apagan en el corazón la alegría de la vida.
¡Virgen Madre de Cristo, vela sobre nosotros! Haz que un día también nosotros podamos compartir tu misma gloria en el Paraíso, donde “hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas para siempre” (Antífona de entrada de la misa vespertina de la vigilia).
Martes
Mateo 19, 23-30
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos. El tener bienes terrenales implica un grave riesgo para la vida eterna. La afición a los bienes, la ambición de bienes, son pesada carga de la que es muy difícil librarse, salvo con la fuerza de Dios. No es que los bienes sean necesariamente malos, ciertamente no lo son, sino que aficionarse a ellos, depender de ellos, estar esclavizados a ellos ansiándolos y venerándolos como ídolos ése es el mal. “No se puede servir a Dios y a las riquezas”.
San Ambrosio enseña que “Aun cuando en la abundancia de las riquezas hay muchos alicientes para pecar, también hay muchos medios para practicar la virtud. Aunque la virtud no necesita opulencia, y la largueza del pobre es más laudable que la liberalidad del rico, sin embargo la autoridad de la sentencia celeste no condena a los que tienen riquezas, sino a los que no saben usar de ellas. Porque así como el pobre es tanto más laudable cuanto más pronto es el afecto con que da, así es tanto más culpable el rico que tarda en dar gracias a Dios por lo que ha recibido, y se reserva sin utilidad la fortuna que le ha sido dada para el uso de todos. Luego no es la fortuna, sino el afecto a la fortuna, el que es criminal; y aunque no hay mayor tormento que amontonar con inquietud lo que ha de aprovechar a los herederos, sin embargo, como los deseos de amontonar de la avaricia se alimentan de cierta complacencia, los que tienen el consuelo de la vida presente pierden el premio eterno”.
Miércoles
Mateo 20, 1-16
¿Es que tienes envidia porque yo soy bueno? De la parábola del evangelio, que hemos escuchado, llama la atención la reacción de los jornaleros, que protestan porque a los últimos se les paga lo mismo que a los que trabajaron desde la mañana. Se quejan porque consideran injusto que a ellos, habiendo trabajado más, se les pague igual. El dueño de la viña pone de manifiesto lo que en realidad se esconde detrás del reclamo aparentemente justo: “¿Has de ser tú envidioso porque yo soy bueno?” (Mt 20,15).
La envidia es la tristeza experimentada ante el bien o prosperidad del prójimo, así como también el gozo ante el daño o mal que sufre. San Agustín calificaba la envidia como el “pecado diabólico por excelencia”, y San Gregorio Magno afirmaba que “de la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia”. ¡Cuántos llevados de la envidia inventan historias, divulgan o exageran defectos del prójimo, dañan o destruyen su buena imagen o reputación!
La envidia surge con especial intensidad frente a las personas a las que guardamos algún resentimiento, o también frente a aquellos con quienes entramos en competencia y rivalidad. También se da entre amigos o hermanos. No pocas veces escuchamos a los niños protestar llorosos o airados ante sus padres: “¿Por qué a él/ella sí y a mí no? ¡Qué injusto! ¡Yo merezco más!” ¡Cuántas veces reclamamos también nosotros de la misma manera ante todo lo que juzgamos como una “injusticia” que se nos hace!
La protesta surge ante todo lo que pueda ser interpretado como un favoritismo para con el otro. La soberbia nos lleva a querer estar siempre por encima de los demás, ser mejores que el otro, y por lo tanto nos creemos con el derecho de merecer más que él. Y cuando no es así, la envidia dispara nuestras protestas.
La envidia produce numerosas heridas, rencores, resentimientos, que van envenenando el propio corazón y van difundiendo ese veneno por doquier. Se da frente a todos los que han sido más favorecidos que yo. El reclamo será a “la vida” que a mí no me ha dado las oportunidades que a otros, o a Dios que no me ha dado estos u otros dones, talentos, capacidades, constitución física, inteligencia, etc. que tal o cual poseen.
El envidioso se encierra cada vez más en su propio egoísmo. El estar mirándose primero a sí mismo lo vuelve mezquino, lo hace incapaz de alegrarse cuando el otro progresa o recibe beneficios que él no. Como está siempre centrado en sí mismo y en su propio interés, no en el de los demás, percibe todo don hecho al hermano como una afrenta e injusticia para consigo. En efecto, es propio de los envidiosos quejarse de lo que se da a otros como si se les quitara a ellos.
¿Cuál es el remedio a este terrible mal, a este pecado diabólico que sin duda a todos nos afecta, en mayor o menor medida? He aquí la recomendación de Fray Luis de Granada: “si quieres una muy cierta medicina contra este veneno, ama la humildad y aborrece la soberbia, que ésta es la madre de esta peste. Porque como el soberbio ni puede sufrir superior ni tener igual, fácilmente tiene envidia de aquellos que en alguna cosa le hacen ventaja, por parecerle que queda él más bajo si ve a otros en más alto lugar”
Y si quieres asemejarte más aún al Señor, pon por obra también este otro sabio consejo de aquel mismo maestro espiritual: “no te debes contentar con no tener pesar de los bienes del prójimo, sino trabaja por hacerle todo el bien que pudieres, y pide a nuestro Señor le haga lo que tú no pudieres”.




Jueves
Mateo 22, 1-14
Conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren. El Señor en el Templo, a los ya alterados sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, les vuelve a hablar con una nueva parábola: un rey, que celebraba la boda de su hijo, manda a sus siervos para avisar a los invitados, pero estos “no quisieron ir”. Rechazan la invitación porque, según su criterio, tienen otras cosas más importantes que hacer, como cuidar sus negocios o trabajar sus tierras. Al estar pendientes de sus propios asuntos no les interesa la invitación del rey a participar de su alegría ni de las bodas de su hijo.
En esta nueva alegoría el rey representa también a Dios Padre. El “banquete preparado” es el Reino de los Cielos, presente y establecido ya en la tierra por la presencia de Jesucristo, el Hijo del Padre que ha venido a sellar una nueva Alianza con su pueblo por medio de su propio sacrificio en el Altar de la Cruz. Con Él han comenzado los tiempos mesiánicos, con Él ha llegado ya “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4): todo está listo para “la boda” del Hijo.
San Gregorio Magno, enseña que “El [Padre] ha enviado a sus criados para invitar a sus amigos a las bodas. Los envió una primera vez y una segunda vez, es decir, primero por los profetas, luego por los Apóstoles, para anunciar la encarnación del Señor. (…) “Pero ellos no hicieron caso, y se fueron unos a su campo y otros a su negocio” (Mt 22,5). Ir a su campo significa dedicarse sin reserva a las tareas de aquí abajo. Ir a sus negocios es buscar ávidamente el provecho propio en los asuntos de este mundo. Los unos y los otros se olvidan de pensar en el misterio de la encarnación del Verbo y de configurar sus vidas según este misterio. Aun más grave es el comportamiento de aquellos, que, no contentos con despreciar el favor de quien los invita, lo persiguen”.
Y San Juan Crisóstomo dice: “Aun cuando parece que los motivos son razonables, aprendemos, sin embargo, que incluso cuando sean necesarias las cosas que nos detienen, conviene siempre dar la preferencia a las espirituales: y a mí me parece que cuando alegaban estas razones, daban a conocer los pretextos de su negligencia”.
Viernes
Mateo 22, 34-40
Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo. El Señor sitúa por encima de todos los demás mandamientos el precepto del amor a Dios sobre todas las cosas: “Este mandamiento es el principal y primero”. Sin embargo, añade inmediatamente: “El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Este segundo mandamiento también estaba contenido en la Torá (Cfr. Lev 19,18). Al decir “semejante” quiere decir “de igual valor”, de igual importancia, de igual peso y necesidad de obediencia. Ambos preceptos, profundamente entrelazados, inseparables el uno del otro, forman para Él el “máximo” mandamiento que está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33).
Concluye el Señor afirmando solemnemente que “estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.” La Torá y la enseñanza de los Profetas “penden” o “se sostienen” de estos dos preceptos, del mismo modo que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la suprema importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios fundamentales y vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza divina.
San Agustín enseña que “Amando al prójimo y preocupándote por él, progresas sin duda en tu camino. Y ¿hacia dónde avanzas por este camino sino hacia el Señor, tu Dios, hacia aquel a quien debemos amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Aún no hemos llegado hasta el Señor, pero al prójimo lo tenemos ya con nosotros. Preocúpate, pues, de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a aquel con quien deseas permanecer eternamente”.
Sábado
Mateo 23, 1-12
Los fariseos dicen una cosa y hacen otra. Al escuchar las acusaciones que Jesús hace a los escribas y fariseos, en el evangelio que hemos escuchado, las palabras del Señor nos cuestionan profundamente y nos obligan a preguntarnos sobre nuestra coherencia como cristianos: ¿Me esfuerzo realmente en vivir de acuerdo a lo que creo? La coherencia es la unión que debe existir entre la fe y la vida, entre aquello que decimos creer y nuestro cotidiano obrar. Los que dicen y no hacen, se asemejan a los escribas y fariseos, de quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, os dijeren, guárdenlas y háganlas todas; pero no hagn conforme a sus obras.
Un cristiano coherente es aquel que refrenda con sus obras lo que afirma de palabra. No hay diferencia entre lo uno y lo otro. Se descubre en él o en ella una total unidad entre la fe que profesa con sus labios y su conducta en la vida cotidiana: su fe pasa a la acción, se muestra en sus actos. En él la fe se convierte en «principio operativo del cristiano. Recordemos la palabra de San Pablo, que es el quicio de su doctrina: “el justo vive de la fe” (Gál 3,11; Heb 10,38; Rom 1,17).
Un cristiano incoherente, en cambio, es aquél cuyas obras contradicen abiertamente lo que sostiene con sus palabras. Es, por ejemplo, aquel que dice: “soy creyente, pero no practicante”, no sólo porque no va a Misa los Domingos, sino porque no pone en práctica su fe. Son aquellos a quienes el Señor reclama: “¿Por qué me llamáis: “Señor, Señor”, y no hacéis lo que digo?” (Lc 6,46). El incoherente es un bautizado que, aunque dice que cree actúa del mismo modo como lo hace quien no cree en Dios: “profesan conocer a Dios, mas con sus obras le niegan” (Tit 1,16).
San Beda dice que “Debe entenderse que cree verdaderamente aquel que realiza en sus hechos aquello que él cree”.