sábado, 16 de julio de 2011

XVI Domingo ordinario/A sobre la segunda lectura


XVI Domingo del Tiempo Ordinario/A
“El espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras” (Rom 8, 26-27). Hoy, en la segunda lectura el Apóstol san Pablo tiene algo muy importante que enseñarnos, sobre el Espíritu Santo y su presencia en nosotros. En este trozo el Apóstol nos habla de la oración, pero de una oración en la que el orante se abandona totalmente al Espíritu Santo, no para pedirle cosas, no para “parar de sufrir”, no para solicitarle éxito y prosperidad, no para pedirle que se logren nuestros planes, sino para dejar que sea el Espíritu Santo quien ore por el orante.
Nos encontramos en la raíz más íntima y profunda de la oración. San Pablo nos lo asegura y, por tanto, nos ayuda a entender que además de impulsarnos el Espíritu Santo a la oración, Él mismo ora en nosotros. El Espíritu Santo está en el origen de la oración que refleja del modo más perfecto la relación existente entre las Personas divinas de la Trinidad: la oración de glorificación y de acción de gracias, con que se honra al Padre y con Él, al Hijo y al Espíritu Santo.
San Pablo, por esto, exhortaba a los cristianos a permanecer en la oración, cantando a Dios de corazón y con gratitud himnos y cánticos inspirados, instruyéndose y amonestándose con toda sabiduría, y les pide que este estilo de vida de oración sea aplicado a todo lo que hagan: “Todo cuanto hagan, de palabra y de boca, háganlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre” (Col 3,17). La misma recomendación aparece en la Carta a los Efesios: “Llénense más bien del Espíritu. Reciten entre ustedes salmos, himnos y cánticos inspirados; canten y salmodien en su corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,18-20).
N definitiva, san Pablo nos dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. En efecto, escribe: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene -¡realmente no sabemos hablar con Dios!―; mas el Espíritu mismo intercede continuamente por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios" (Rm 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu Santo, o sea, el Espíritu del Padre y del Hijo, es ya como el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, cuyos términos no podemos ni siquiera precisar.
En efecto, el Espíritu, siempre activo en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender así a orar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.
“No sabiendo pedir lo que nos conviene, el Espíritu Santo mismo intercede por nosotros”. Esa es la forma de orar: dejar al Espíritu Santo ser Quien ore en nosotros. Orar no es decirle a Dios: “esto es lo que quiero, hazlo”. Orar es decirle a Dios: “no sé qué quieres darme, no sé qué debo pedirte, pero sé que sólo Tú sabes lo que me conviene; dame lo que Tú quieras, dame lo que Tú sabes que necesito”.
Orando así, no sólo recibiremos lo que realmente nos conviene, sino que estaremos libres del mundo de la cizaña, del mundo en el que el Enemigo de Dios puede engañarnos. Al final, entonces, podremos ser trigo que Dios colocará en su granero que es el Cielo, y no cizaña que se quemará en el fuego, que es el Infierno.
Por último, el Espíritu, según san Pablo, es una prenda generosa que el mismo Dios nos ha dado como anticipación y al mismo tiempo como garantía de nuestra herencia futura (cf. 2 Co 1, 22; 5, 5; Ef 1, 13-14). Aprendamos así de san Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, la alegría, la comunión y la esperanza. Debemos hacer cada día esta experiencia, secundando las mociones interiores del Espíritu; en el discernimiento contamos con la guía iluminadora del Apóstol.