lunes, 6 de junio de 2011

Séptima semana de Pascua, reflexiones del evangelio de cada día


Séptima semana
Lunes
Juan 16, 29-33
“Tengan valor, porque yo he vencido al mundo”. Nos viene muy bien recordar las palabras del Papa Juan XXII, que en 1961, con mirada profética nos decía: “La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas más trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán desordenado por los placeres de la tierra, que el progreso técnico pone con tanta facilidad al alcance de todos, y, por último, un hecho completamente nuevo y desconcertante, cual es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos”.
Tengan valor es una exhortación de Jesús tan urgente para nuestros días, ante el mundo que parece que se ha decidido a vivir sin Dios, y otras veces en contra de Dios; no podemos ser indiferentes ante el mundo que nos rodea, cada uno de nosotros está llamado a poner fe en donde vive, testimoniar la esperanza en la realidades inmortales, y a perfumar con nuestra caridad los corazones que han perdido a Dios.
Tengamos fe en Jesús; seamos fuertes en la fe. La Iglesia quiere de nosotros una fe fuerte, y así la exige el compromiso de nuestra voluntad. Tengamos el valor de ejercitarla, respirarla y profesarla, no sólo interiormente para experimentar su luz y su dulzura, sino también externamente para expresarla con la palabra, con el cántico, con la conducta cotidiana.
Martes
Juan 17, 1-11
“Padre, glorifica a tu Hijo”. Existe una reciprocidad entre el Padre y el Hijo, en lo que conocen de sí mismos (cf. Jn 10, 15), en lo que son (cf. Jn 14, 10), en lo que hacen (cf. Jn 5, 19; 10, 38) y en lo que poseen: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17, 10). Es un intercambio recíproco que encuentra su expresión plena en la gloria que Jesús obtiene del Padre en el misterio supremo de la muerte y la resurrección, después de que él mismo se la ha dado al Padre durante su vida terrena: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. (...) Yo te he glorificado en la tierra. (...) Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti” (Jn 17, 1.4 s).
Así, la reciprocidad entre el Padre y el Hijo llega a ser para nosotros, creyentes, el principio de una vida nueva, que nos permite participar en la misma plenitud de la vida divina: “Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios” (1 Jn 4, 15). Las criaturas viven el dinamismo de la vida trinitaria, de manera que “Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo” (CIgC 259).
Por otra parte, Y el Apocalipsis describe así el destino escatológico de quien lucha y vence con Cristo la fuerza del mal: “Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Ap 3, 21). Esta promesa de Cristo nos abre una perspectiva maravillosa de participación en su intimidad celestial con el Padre.
Miércoles
Juan 17,11b-19
Que sean uno, como nosotros. En Dios Trinidad se halla la fuente esencial de la unidad de la Iglesia. Lo indica la plegaria ‘sacerdotal’ de Cristo en el Cenáculo, que hemos escuchado: “...para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17, 21-23).
Ésta es la fuente y también el modelo para la unidad de la Iglesia. En efecto, dice Jesús: que sean uno, “como nosotros somos uno”. Pero la realización de esta divina semejanza tiene lugar en el interior de la unidad de la Trinidad: “ellos en nosotros”. Y en esta unidad trinitaria permanece la Iglesia, que vive de la verdad y de la caridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La unidad que invoca el Señor para sus discípulos es ante todo la comunión con Dios. Una comunión de existencia y no solo de sentimiento: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti”. Una comunión que es inhabitación de Dios en el hombre y asimilación del hombre a Dios. Y de esta misteriosa comunión de vida con Dios, gracias a la que hemos sido hecho partícipes de su misma naturaleza, brota la comunión entre los hijos de Dios y discípulos de Jesús. “Que sean uno... para que el mundo crea” (Jn 17, 21).
Jueves
Jn 17, 20-26
Que sean completamente uno. El deseo de Cristo es que haya perfecta unidad entre sus seguidores. Desafortunadamente, los seguidores de Jesús nos encontramos divididos. No haré referencia las divisiones al interior de la Iglesia y de las familias, que las hay, sino a las divisiones externas, divididos entre ortodoxos, anglicanos, protestantes, religiones no católicas… Sin la unidad que quiere Cristo, sus seguidores estamos incapacitados para dar testimonio satisfactorio de Él, y su división sigue siendo escándalo para el mundo, más en especial en las Iglesias jóvenes de tierras de misión.
Por esto, para que un día se llegue a la meta del deseo de Cristo, a la unidad perfecta, la Iglesia, con frecuencia nos invita a todos a la oración por la unidad. Para que un día se logre este proyecto de Jesús, tenemos necesidad de la ayuda de Dios, a quien de modo especial lo invocamos en la “Semana por la unión de los cristianos”, para que esta gran causa del restablecimiento de la unidad entre la Iglesia católica, las Iglesias separadas y las fracciones cristianas autónomas alcance el favor divino.
Hoy y ayer, la Palabra de Dios, nos hace conscientes de la llamada a mostrar una suprema fidelidad al deseo de Cristo. Pidamos todos con perseverancia al Espíritu Santo que remueva todas las divisiones de nuestra fe, que nos conceda aquella perfecta unidad en la verdad y en el amor por la que Cristo oró, por la que Cristo murió: “para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 52).
Oh Padre, concédenos la gracia de amarnos los unos a los otros a fin de que, en la unidad del Espíritu, profesemos nuestra fe viviendo en concordia y santa paz, siendo testigos del Evangelio de salvación del único Señor del cielo y de la tierra, Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Viernes
Juan 21,15-19
Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. La promesa que Jesús hace a Simón Pedro, de constituirlo piedra fundamental de su Iglesia, queda confirmada con el mandato que Cristo le confía después de su resurrección: “Apacienta mis corderos”, “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17).
Las palabras: “Apacienta mis ovejas” manifiestan la intención de Jesús de asegurar el futuro de la Iglesia fundada por Él, bajo la guía de un pastor universal, o sea Pedro, al que dijo que, por su gracia, sería ‘piedra’ y tendría las “llaves del reino de los cielos”, con el poder de “atar y desatar”.
Ciertamente, Cristo, Fundador de la Iglesia, sigue siendo su Fundamento perpetuo e invisible, el Buen Pastor, la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia; pero el Sucesor de Pedro es, con un título totalmente especial, Servidor de Cristo para la edificación de la Iglesia, al asumir sus funciones de Jefe en el plano de la visibilidad.
Como pastor universal, Pedro debe actuar en el nombre de Cristo y en sintonía con él en toda la amplia área humana en la que Jesús quiso que se predicara su Evangelio y se anunciara la verdad salvífica: el mundo entero. El sucesor de Pedro en la misión de pastor universal es, pues, heredero de un oficio doctrinal, en el que está íntimamente asociado, con Pedro, a la misión de Jesús.
El sucesor de Pedro lleva a cabo su misión fundamentalmente de tres maneras: ante todo con la palabra, con sus escritos y mediante iniciativas autorizadas e institucionales de orden científico y pastoral.

Sábado. San Bernabé apóstol.
Juan 21,20-25
Éste es el discípulo que ha escrito todo esto, y su testimonio es verdadero. Este es el testimonio del discípulo amado de Jesús, el apóstol san Juan, que nos ha dejado en el cuarto evangelio; esto lo escribe al final de él como una conclusión. San Juan se presenta como un testimonio que proclama su experiencia del haber convivido, oído y compartido la vida de Jesús, y que nos ha dejado por escrito: Nosotros lo hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo al mundo para salvar al mundo (1Jn 4,14).
Esto es muy importante para nuestra vida cristiana, porque está en juego el núcleo mismo de la fe: Que Dios nos ha dado vida definitiva, y esta vida está en su Hijo (5,11). San Juan nos invita a aceptar y vivir el contenido de este libro, a tener la experiencia con el resucitado, y traducirlo con nuestra vida de todos los días. Se nos invita, como san Juan y la primera comunidad, por su Testimonio, a “venir a ver”, a caminar por donde elos caminaron y vivieron.
Esta experiencia se identifica con el Testimonio del Espíritu Santo, que da testimonio de lo que Jesús hizo y enseñó. El Espíritu de Jesús nos llevará a dar testimonio de Él, participando en la vida de Jesús; el Espíritu Santo nos hace descubrir el sentido de la vida de Jesús y y de su muerte como Testimonio del amor del Padre, y no sólo como recuerdo histórico, sino como presencia en la misma vida de la comunidad.