lunes, 30 de mayo de 2011

Sexta semana de pascua. Reflexiones del evangelio de cada día


Sexta semana
Lunes (Jn 15, 26-16, 4)
El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí. Notemos que Jesús llama al Paráclito el “Espíritu de la verdad”. Notemos que Jesús también dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). De esta doble referencia a la verdad que Jesús hace para definir tanto a Sí mismo como al Espíritu Santo se deduce que, si el Paráclito es llamado por Él “Espíritu de la verdad”, esto significa que el Espíritu Santo es quien después de la partida de Cristo, mantendrá entre los discípulos la misma verdad, que Él ha anunciado y revelado y, más aún, que es Él mismo.
El Paráclito, en efecto, es la verdad, como lo es Cristo. Lo dirá san Juan en su Primera Carta: “El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Jn 5, 6). En la misma Carta el Apóstol escribe también: “Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error” (1 Jn 4, 6).
La misión del Hijo y la del Espíritu Santo se encuentran, están ligadas y se complementan recíprocamente en la afirmación de la verdad y en la victoria sobre el error. Los campos de acción en que actúa son el espíritu humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y error es el primer momento de dicha actuación.
Gracias a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia no sólo recuerda la verdad, sino que permanece y vive en la verdad recibida de su Señor. También de este modo se cumplen las palabras de Cristo: “Él (el Espíritu Santo) dará testimonio de mí” (Jn 15, 26). El Espíritu Santo conduce a la Iglesia hacia un constante progreso en la comprensión de la verdad revelada. Vela por la enseñanza de dicha verdad, por su conservación, por su aplicación a las cambiantes situaciones históricas.
Así el “Paráclito”, el Espíritu de la verdad, es el verdadero “Consolador” del hombre; es el verdadero Defensor y Abogado; es el verdadero Garante del Evangelio en la historia: bajo su acción la Buena Nueva es siempre “la misma” y es siempre “nueva”; y de modo siempre nuevo ilumina el camino del hombre en la perspectiva del cielo con “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Martes. Visitación de la santísima Virgen María (Lc 1, 39-56)
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga verme? Concluimos el mes de mayo, mes de María. Celebramos hoy la fiesta de la Visitación de la santísima Virgen. Todo esto nos invita a dirigir con confianza la mirada a María. En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el pasaje del evangelio de san Lucas que relata el viaje de María desde Nazaret hasta la casa de su anciana prima Isabel.
María se encontró con un gran misterio encerrado en su seno; sabía que había acontecido algo extraordinariamente único, y decide compartirlo con su parienta Isabel. Impulsada por el misterio de amor que acaba de acoger en sí misma, se pone en camino y va ‘aprisa’ a prestarle su ayuda, que también estaba esperando un hijo, Juan. He aquí la grandeza sencilla y sublime de María.
La luz interior del Espíritu Santo envuelve sus personas. E Isabel, iluminada por el Espíritu, exclama: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 42-45).
Tengamos los mismos sentimientos de alabanza y de acción de gracias de María hacia el Señor, su fe y su esperanza, su dócil abandono en manos de la divina Providencia. Imitemos su ejemplo de disponibilidad y generosidad para servir a los hermanos.
Miércoles
Juan 16,12-15
“El Espíritu de la verdad los guiará hasta la verdad plena”. Ahora nos centramos en la misión del Espíritu Santo, que Jesús señala cuando dice: “Los guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria. Porque recibirá de lo mío y se los anunciará” (Jn 16, 13-14). Así pues el Espíritu no traerá una nueva revelación, sino que guiará a los fieles hacia una interiorización y hacia una penetración más profunda en la verdad revelada por Jesús.
El Espíritu de la verdad ilumina al espíritu humano, como afirma san Pablo: “Todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13). Su presencia crea una conciencia y una certeza nuevas con respecto a la verdad revelada, permitiendo participar así en el conocimiento de Dios mismo. De ese modo, el Espíritu Santo revela a los hombres a Cristo crucificado y resucitado, y les indica el camino para llegar a ser cada vez más semejantes a él.
Con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés comienzan todas las maravillas de Dios, tanto en la vida de las personas como en la de toda la comunidad eclesial. La Iglesia, que surgió el día de la venida del Espíritu Santo, en realidad nace continuamente por obra del mismo Espíritu en numerosos lugares del mundo, en muchos corazones humanos y en las diversas culturas y naciones.
El Espíritu Santo sigue realizando, también hoy, las maravillas de la salvación, inauguradas el día de Pentecostés: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.
Jueves
Juan 16, 16-20
“Su tristeza se transformará en alegría”. San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es alegría” (Ga 5, 22), como lo son el amor y la paz. Está claro que el Apóstol habla de la alegría verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana.
Si el cristiano “entristece” al Espíritu santo, que vive en el alma, ciertamente no puede esperar poseer la alegría verdadera, que proviene de él: “Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...” (Ga 5, 22). Sólo el Espíritu Santo da la alegría profunda, plena, duradera, a la que aspira todo corazón humano. El hombre es un ser hecho para la alegría, no para la tristeza. La alegría verdadera es don del Espíritu Santo.
La alegría está vinculada a la caridad (cf. Ga 5, 22). No puede ser, por tanto, una experiencia egoísta, fruto de un amor desordenado. La alegría verdadera incluye la justicia del reino de Dios, del que san Pablo dice que es “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).
Santo Tomás dice que “la tristeza como mal y vicio es causada por el amor desordenado hacia sí mismo, que (...) es la raíz general de los vicios” (II-II, q. 28, a. 4, ad 1; cf. I-II, q. 72, a. 4). El pecado es fuente de tristeza, sobre todo porque es una desviación y casi una separación del alma del justo en orden a Dios, que da consistencia a la vida. El Espíritu Santo, que obra en el hombre la nueva justicia en la caridad, elimina la tristeza y da la alegría. Pidamos al Espíritu Santo que encienda cada vez más en nosotros el deseo de los bienes celestiales y que un día gocemos de su plenitud: “Danos virtud y premio, danos una muerte santa, danos la alegría eterna”.

Viernes
Juan 16, 20-23
“Nadie podrá quitarles su alegría”. Esto si permanecemos unidos a Jesús en el Espíritu Santo, a ejemplo de María, y unidos entre nosotros con el vínculo misterioso que instauran la fe, esperanza y la caridad cristianas.
La alegría, que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16, 22-23).
Aquí se halla la fuente y el secreto de la alegría cristiana, que nadie puede quitar a los amigos del Señor, según su promesa (cf. Jn 16, 22). Todos estamos invitados a acoger en nuestra vida esta alegría, que recibimos a diario en la Eucaristía, en la que se renueva el misterio pascual: el sacrificio de Cristo se hace presente en la Eucaristía, de forma sacramental, mística, con su coronamiento en el misterio de la resurrección. La vida de la gracia, que llevamos dentro de nosotros mismos, es la vida de Cristo resucitado. Por consiguiente, con la gracia reina en nuestro interior una alegría que nada nos puede arrebatar, de acuerdo con la promesa de Cristo a sus discípulos: “Se alegrará su corazón y su alegría nadie s las podrá quitar” (Jn 16, 22).
Sábado
Juan 16, 23b-28
“El Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí del Padre”. Desde el aposento de nuestro ser, todo hombre y mujer, para realizarse como tal y llegar a la plenitud de su vida, debe escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: “El Padre los ama” (cf. Jn 16, 27). Así es hermanos, Dios nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 19), acojamos su amor. Permanezcamos firmes en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a la vida: su amor nunca se apartará de nosotros y su alianza de paz nunca fallará (cf. Is 54, 10). Ha tatuado nuestro nombre en las palmas de sus manos (cf. Is 49, 16).
Gracias a su obra, la misma relación amorosa que existe en el seno de la Trinidad se repite en la relación del Padre con la humanidad redimida: “El Padre los ama”. ¿Cómo podría comprenderse este misterio de amor sin la acción del Espíritu Santo, derramado por el Padre sobre los discípulos gracias a la oración de Jesús? (cf. Jn 14, 16). La encarnación del Verbo eterno en el tiempo y el nacimiento para la eternidad de cuantos se incorporan a él mediante el bautismo no podrían concebirse sin la acción vivificante de ese mismo Espíritu.
Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. “El Padre los ama” desde siempre y para siempre: ésta es la novedad inaudita, “el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre” (CL 34). Aunque el Hijo nos hubiera dicho únicamente estas palabras, nos habría bastado. “¡Qué gran amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos” (1 Jn 3, 1). No somos huérfanos; el amor es posible. Porque, como sabemos muy bien, nadie puede amar si no se siente amado.
“El Padre los ama”. Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus confidencias: “El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21), porque “ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).