lunes, 23 de mayo de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Quinta semana de pascua


Quinta semana

Lunes
Jn 14, 21-26
El Espíritu Santo, que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas. La venida del Espíritu Santo sucede después de la ascensión al cielo. La pasión y muerte redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto.
El Espíritu Santo es el que “viene” después y en virtud de la “partida” de Cristo. Más aún, “según el designio divino, la ‘partida’ de Cristo es condición indispensable del ‘envío’ y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo” (cf. Encíclica Dominum et Vivificantem, 11).
La encarnación alcanza su eficacia redentora mediante el Espíritu Santo. Cristo, al marcharse de este mundo, no sólo deja su mensaje salvífico, sino que “da” el Espíritu Santo, al que está ligada la eficacia del mensaje y de la misma redención en toda su plenitud.
En efecto, “El Paráclito, el Espíritu Santo, nos hace entender a los creyentes y a la Iglesia el significado y el valor de las palabras de Cristo. El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26).

Martes
Jn 14, 27-31
Les doy mi paz. Estas palabras las pronunció Jesús durante la última Cena: se trata de su testamento espiritual. La promesa que hizo a sus discípulos se realizará en plenitud en su Resurrección. Al aparecerse a los Once en el Cenáculo, les dirigirá tres veces el saludo: “¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 19).
Por tanto, el don que hace a los Apóstoles no es una ‘paz’ cualquiera, sino que es la misma paz de Cristo: ‘mi paz’, como dice él. Y para que lo comprendan bien, les explica de manera más sencilla: “Les doy mi paz, no como la da el mundo” (Jn 14, 27).
El mundo, hoy como ayer, anhela la paz, necesita paz, pero a menudo la busca con medios inadecuados, en ocasiones incluso recurriendo a la fuerza o con el equilibrio de potencias contrapuestas. En esas situaciones, el hombre vive con el corazón turbado por el miedo y la incertidumbre. En cambio, la paz de Cristo reconcilia las almas, purifica los corazones y convierte las mentes.
“Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. De la caridad y del amor mutuo brotan la paz y la unidad de todos los cristianos, que pueden dar una contribución decisiva para que la humanidad supere las razones de las divisiones y de los conflictos.
Todo, en nuestro ambiente, estamos llamados a ser auténticos “constructores de paz” (cf. Mt 5, 9). Que la Virgen de la Paz nos ayude y acompañe, signo y transparencia de la paz de Cristo.

Miércoles
Jn 15, 1-8
El que permanece en mí y Yo en él, ese da fruto abundante. Jesús nos ofrece la oportunidad de una maravillosa unión con él, cuando lo recibimos en los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Jesús nos enseña en el evangelio de hoy que nuestra única esperanza de dar fruto, es nuestra unión con él “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn 15, 4).
La salvación entera, toda la gracia, se encuentra en Él, en Cristo. Y en nosotros: en los hombres, por Él y sólo por Él y por medio de Él. El Padre es el viñador de esta vida que nos ha sido revelada y nos ha sido dada a nosotros los hombres en Jesucristo crucificado y resucitado.
En el evangelio que hemos escuchado, Jesús nos ha exhortado a permanecer en Él, para unir consigo a todos los hombres. Esta invitación exige llevar a cabo nuestro compromiso bautismal, vivir en su amor, inspirarse en su Palabra, alimentarse con la Eucaristía, recibir su perdón y, cuando sea el caso, llevar con Él la cruz. La separación de Dios es la tragedia más grande que el hombre puede vivir. La savia que llega al sarmiento lo hace crecer; la gracia que nos viene por Cristo nos hace adultos y maduros a fin de que demos frutos de vida eterna.

Jueves
Jn 15, 9-11
Permanezcan en mi amor para que su alegría sea plena. Desde lo alto de la cruz y desde el corazón de su sacrificio salvífico, Cristo continúa diciéndonos: “Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). El amor que nos tiene Cristo arranca del amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso se manifiesta con una máxima expresión: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13).
“Permanezcan en mi amor” (Ibíd., 15, 9). Y ¿cómo es este amor de Cristo? “Hasta dar la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13). Así lo había dicho el Señor cuando se presentó como Buen Pastor: “Yo doy mi vida por mis ovejas” (Ibíd., 10, 15). ¿Qué podría haber más grande para nosotros? Y por eso hemos de tener siempre el deseo de Cristo en nuestro ser: ¡permanezcamos en su amistad! Permanezcamos en El como El permanece en el amor del Padre.
El mandamiento del Señor, necesario para permanecer en él, no es otro que el del amor, que Jesús mismo, al inicio del discurso (cf. Jn 13, 34) califica como ‘nuevo’. “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Por tanto, el amor al prójimo, a todo prójimo, que junto con el amor a Dios sobre todas las cosas, constituye el núcleo de los mandamientos divinos.
Jesús quiere que sus discípulos “permanezcan” en el amor que él les tiene; pero esto sólo es posible si demuestran responder a su amor, cumpliendo todo lo que él les ha enseñado y mandado, “para que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría sea plena” (cf. Jn 15,11).

Viernes
Jn 15, 12-17
Este es mi mandamiento que se amen los unos a los otros. Ayer decíamos que el centro de la enseñanza de Cristo se halla en el gran mandamiento del amor, este es el mandamiento mayor.
La vocación mayor del hombre es la llamada al amor. El amor da incluso el significado definitivo a la vida humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma. San Pablo dirá que es "el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque ?el verdadero amor? lleva en sí la dimensión de la eternidad.
El verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a la vez, amor a Dios. Si Cristo asigna al hombre como un deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que el corazón humano es creado ‘a medida de este amor’. ¿No es acaso ésta la primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta que descansa en Dios?

Sábado
Jn 15, 18-21
Ustedes no son del mundo, pues, al elegirlos, yo los he separado del mundo. el Evangelio no agrada siempre a los hombres. No puede gustarles siempre. Porque no puede ser falsificado con vanas lisonjas, ni se puede buscar en él ninguna ventaja personal, ni tipo alguno de fama o celebridad. A los oyentes les parecerá ‘palabras duras’, y quien lo anuncia y lo confiesa se convertirá en ‘signo de contradicción’. Pues esta verdad divina, esta buena noticia encierra de hecho una fuerte tensión en su interior. En ella se condensa la oposición entre aquello que viene de Dios y aquello que viene del mundo. Cristo dice: “Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece” (Jn 15, 19). Y también: “Sepan que me aborreció a mí primero que a ustedes” (ib., 15, 18).
En lo más íntimo del corazón del Evangelio, de la buena noticia, está impresa la cruz. En ella se entrecruzan las dos grandes corrientes: la una, que partiendo de Dios se dirige hacia el mundo, hacia los hombres que están en el mundo, una corriente de amor y de verdad; la segunda, que discurre a través del mundo: “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y orgullo de la vida” (1 Jn 2, 16). Todo esto no viene #del Padre”.
Ser amigos de Cristo y dar testimonio de Él allí donde nos encontremos exige, además, el esfuerzo de ir contracorriente, recordando las palabras del Señor: estáis en el mundo pero no sois del mundo (cf. Jn 15,19). No tengáis, por tanto, miedo, cuando sea necesario, de ser inconformistas en la familia, entre los amigos o en el trabajo y en todas partes digamos con nuestra vida y nuestras palabras que somos de Jesucristo.