sábado, 14 de mayo de 2011

Cuarto domingo de pascua

TERCER DOMINGO DE PASCUA
Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros.
En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1 P 1, 19). Por su parte, el apóstol san Pablo afirma en la carta a los Gálatas que “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). Esta libertad tiene un precio muy alto: la vida, la sangre del Redentor. ¡Sí! La sangre de Cristo es el precio que Dios pagó para librar a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. La sangre de Cristo es la prueba irrefutable del amor del Padre celestial a todo hombre, sin excluir a nadie.
El Beato Juan XXIII, devoto de la Sangre del Señor desde su infancia, elegido Papa, escribió una carta apostólica para promover su culto (Inde a primis, 30 de junio de 1959), invitando a los fieles a meditar en el valor infinito de esa sangre, de la que "una sola gota puede salvar a todo el mundo de cualquier culpa" (Himno Adoro te devote).
El tema de la sangre, unido al del Cordero pascual, es de primaria importancia en la Sagrada Escritura. Jesús en la última Cena cuando, ofreciendo el cáliz a los discípulos, dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Y efectivamente, desde la flagelación hasta que le traspasaron el costado después de su muerte en la cruz, Cristo derramó toda su sangre, como verdadero Cordero inmolado para la redención universal.
El valor salvífico de la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha, se afirma expresamente en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Basta citar la bella expresión de la carta a los Hebreos: “Cristo... penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de novillos y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 11-14).
Toda la vida de la Iglesia está inmersa en la Redención, respira la Redención. Para redimirnos, vino Cristo al mundo desde el seno del Padre; para redimirnos, se ofreció a sí mismo sobre la cruz en acto de amor supremo hacia la humanidad, dejando a su Iglesia su Cuerpo y su Sangre “en memoria suya” y haciéndola ministro de la reconciliación con poder para perdonar los pecados.
En efecto, todos los que han respondido a la elección divina para obedecer a Jesucristo, para ser rociados con su sangre y llegar a ser partícipes de su resurrección, creen que la Redención de la esclavitud del pecado es el cumplimiento de toda la Revelación divina, porque en ella se ha verificado lo que ninguna criatura habría podido nunca pensar ni hacer: o sea, que Dios inmortal en Cristo se inmoló en la Cruz por el hombre y que la humanidad mortal ha resucitado en El. Creen que la Redención es la suprema exaltación del hombre, ya que lo hace morir al pecado con el fin de hacerlo partícipe de la vida misma de Dios. Creen que cada existencia humana y la historia entera de la humanidad reciben plenitud de significado solamente por la inquebrantable certeza de que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 51. 54). Este ha sido nuestro tema: Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Que la Virgen María, quien al pie de la cruz, junto al apóstol san Juan, recogió el testamento de la sangre de Jesús, nos ayude, al participación en esta Eucaristía, a reavivar nuestra fe, para que, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, experimentemos cada vez más plenamente su amor infinito.

CUARTO DOMINGO DE PASCUA
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas
Las lecturas del día de hoy nos hablan de Jesús, el Buen Pastor, y de nosotros, sus ovejas. San Pedro en su primera carta, llama al Señor Jesús ¡pastor y obispo –guardián- de nuestras almas! (1 P 2, 25). El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, nuestro hermano y redentor, que nos conduce a las fuentes del agua de la vida, porque Él da la vida por las ovejas (Jn 10, 11); sólo Él nos guía y conduce por caminos seguros; sólo Él nos defiende del mal.
San Pedro llama al propio Cristo obispo –obispo de las almas-. Es decir, el “vigilante”, que ve desde lo alto, desde la altura de Dios, a partir de Dios, Cristo tiene una visión de conjunto, desde Dios se ven los peligros y también las esperanzas y las posibilidades. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es evitar que el alma del hombre se haga miserable, es evitar que el hombre pierda su esencia, la capacidad para la verdad y para el amor. Hacer que llegue a conocer a Dios; que no se pierda en callejones sin salida; que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto a lo demás. Jesús, el “obispo de las almas” es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Ser obispo, ser sacerdote significa, en esta perspectiva, asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y actuar a partir de su posición elevada. A partir de Él, estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.
En su carta san Pedro también nos dice que ‘andaban descarriados como ovejas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus vidas’. Cómo nos recuerda cuando Jesús veía aquellas multitudes que lo seguían en el evangelio y sentía lástima porque los veía como ovejas sin pastor y los enseñaba y prodigaba sus milagros, como cuando multiplicó los panes en el desierto para alimentarlos a todos.
No podemos andar solos, “como ovejas descarriadas”, tal como lo dice San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe 2, 20-25), pues corremos el riesgo de ser devorados por los lobos que están siempre al acecho.
Tenemos, entonces, que reconocernos dependientes -totalmente dependientes de Dios- como son las ovejas con su pastor. Así, como ellas, podemos y debemos ser totalmente obedientes a su Voz y a la Voluntad de Jesucristo, el Buen Pastor.
El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, en su obra admirable de salvación, no quiere estar y actuar solo, sino que quiere asociar colaboradores, hombres elegidos entre los hombres en favor de otros hombres (cf. Heb 5, 1), a los que llama con “vocación” particular de amor, les concede sus poderes sagrados y los envía como Apóstoles al mundo, para que continúen, siempre y por todas partes, su misión salvífica hasta el fin de los siglos.
Así, desde Cristo, la tarea del pastor consiste en apacentar, en cuidar la grey y llevarla a buenos pastos. Apacentar la grey quiere decir encargarse de que las ovejas encuentren el alimento necesario, de que sacien su hambre y apaguen su sed. Sin metáfora, esto significa: la Palabra de Dios es el alimento que el hombre necesita. Hacer continuamente presente la Palabra de Dios y dar así alimento a los hombres es tarea del buen pastor. Y este también debe saber resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad de la grey.
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas: la carta nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (cf. 1 P 1, 9). Para san Pedro, aunque nos sorprenda, la verdadera enfermedad de las almas es la ignorancia, es decir, no conocer a Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (cf. 1 P 1, 14).
Como el pastor guía a las ovejas hacia lugares en que pueden encontrar alimento y seguridad, así el pastor de las almas debe ofrecerles el alimento de la palabra de Dios y de su santa voluntad (cf. Jn 4, 34), asegurando la unidad de la grey y defendiéndola de toda incursión hostil.
Sigamos al Buen Pastor, permanezcamos unidos a Él, como el sarmiento que, permaneciendo en la vid, da fruto. Cristo, el Buen Pastor, quiere que demos fruto, mucho fruto. Por eso quiere que permanezcamos en El como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Y si el Buen Pastor busca a cada oveja perdida, lo hace para protegerla de los peligros y al mismo tiempo para que no se separe nunca jamás de la vid vivificante, nuestro último destino, nuestro destino feliz.

Homilía del cuarto domingo de cuaresma, segunda lectura

TERCER DOMINGO DE PASCUA
Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Hoy, Domingo 3 de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa, pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a nosotros.
En la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar, leemos que fuimos rescatados “no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1 P 1, 19). Por su parte, el apóstol san Pablo afirma en la carta a los Gálatas que “para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). Esta libertad tiene un precio muy alto: la vida, la sangre del Redentor. ¡Sí! La sangre de Cristo es el precio que Dios pagó para librar a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. La sangre de Cristo es la prueba irrefutable del amor del Padre celestial a todo hombre, sin excluir a nadie.
El Beato Juan XXIII, devoto de la Sangre del Señor desde su infancia, elegido Papa, escribió una carta apostólica para promover su culto (Inde a primis, 30 de junio de 1959), invitando a los fieles a meditar en el valor infinito de esa sangre, de la que "una sola gota puede salvar a todo el mundo de cualquier culpa" (Himno Adoro te devote).
El tema de la sangre, unido al del Cordero pascual, es de primaria importancia en la Sagrada Escritura. Jesús en la última Cena cuando, ofreciendo el cáliz a los discípulos, dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Y efectivamente, desde la flagelación hasta que le traspasaron el costado después de su muerte en la cruz, Cristo derramó toda su sangre, como verdadero Cordero inmolado para la redención universal.
El valor salvífico de la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha, se afirma expresamente en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Basta citar la bella expresión de la carta a los Hebreos: “Cristo... penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de novillos y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 11-14).
Toda la vida de la Iglesia está inmersa en la Redención, respira la Redención. Para redimirnos, vino Cristo al mundo desde el seno del Padre; para redimirnos, se ofreció a sí mismo sobre la cruz en acto de amor supremo hacia la humanidad, dejando a su Iglesia su Cuerpo y su Sangre “en memoria suya” y haciéndola ministro de la reconciliación con poder para perdonar los pecados.
En efecto, todos los que han respondido a la elección divina para obedecer a Jesucristo, para ser rociados con su sangre y llegar a ser partícipes de su resurrección, creen que la Redención de la esclavitud del pecado es el cumplimiento de toda la Revelación divina, porque en ella se ha verificado lo que ninguna criatura habría podido nunca pensar ni hacer: o sea, que Dios inmortal en Cristo se inmoló en la Cruz por el hombre y que la humanidad mortal ha resucitado en El. Creen que la Redención es la suprema exaltación del hombre, ya que lo hace morir al pecado con el fin de hacerlo partícipe de la vida misma de Dios. Creen que cada existencia humana y la historia entera de la humanidad reciben plenitud de significado solamente por la inquebrantable certeza de que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 51. 54). Este ha sido nuestro tema: Ustedes han sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin mancha
Que la Virgen María, quien al pie de la cruz, junto al apóstol san Juan, recogió el testamento de la sangre de Jesús, nos ayude, al participación en esta Eucaristía, a reavivar nuestra fe, para que, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo, experimentemos cada vez más plenamente su amor infinito.

CUARTO DOMINGO DE PASCUA
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas
Las lecturas del día de hoy nos hablan de Jesús, el Buen Pastor, y de nosotros, sus ovejas. San Pedro en su primera carta, llama al Señor Jesús ¡pastor y obispo –guardián- de nuestras almas! (1 P 2, 25). El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, nuestro hermano y redentor, que nos conduce a las fuentes del agua de la vida, porque Él da la vida por las ovejas (Jn 10, 11); sólo Él nos guía y conduce por caminos seguros; sólo Él nos defiende del mal.
San Pedro llama al propio Cristo obispo –obispo de las almas-. Es decir, el “vigilante”, que ve desde lo alto, desde la altura de Dios, a partir de Dios, Cristo tiene una visión de conjunto, desde Dios se ven los peligros y también las esperanzas y las posibilidades. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es evitar que el alma del hombre se haga miserable, es evitar que el hombre pierda su esencia, la capacidad para la verdad y para el amor. Hacer que llegue a conocer a Dios; que no se pierda en callejones sin salida; que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto a lo demás. Jesús, el “obispo de las almas” es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Ser obispo, ser sacerdote significa, en esta perspectiva, asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y actuar a partir de su posición elevada. A partir de Él, estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.
En su carta san Pedro también nos dice que ‘andaban descarriados como ovejas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus vidas’. Cómo nos recuerda cuando Jesús veía aquellas multitudes que lo seguían en el evangelio y sentía lástima porque los veía como ovejas sin pastor y los enseñaba y prodigaba sus milagros, como cuando multiplicó los panes en el desierto para alimentarlos a todos.
No podemos andar solos, “como ovejas descarriadas”, tal como lo dice San Pedro en la Segunda Lectura (1 Pe 2, 20-25), pues corremos el riesgo de ser devorados por los lobos que están siempre al acecho.
Tenemos, entonces, que reconocernos dependientes -totalmente dependientes de Dios- como son las ovejas con su pastor. Así, como ellas, podemos y debemos ser totalmente obedientes a su Voz y a la Voluntad de Jesucristo, el Buen Pastor.
El Buen Pastor, Jesucristo, Hijo de Dios y de María, en su obra admirable de salvación, no quiere estar y actuar solo, sino que quiere asociar colaboradores, hombres elegidos entre los hombres en favor de otros hombres (cf. Heb 5, 1), a los que llama con “vocación” particular de amor, les concede sus poderes sagrados y los envía como Apóstoles al mundo, para que continúen, siempre y por todas partes, su misión salvífica hasta el fin de los siglos.
Así, desde Cristo, la tarea del pastor consiste en apacentar, en cuidar la grey y llevarla a buenos pastos. Apacentar la grey quiere decir encargarse de que las ovejas encuentren el alimento necesario, de que sacien su hambre y apaguen su sed. Sin metáfora, esto significa: la Palabra de Dios es el alimento que el hombre necesita. Hacer continuamente presente la Palabra de Dios y dar así alimento a los hombres es tarea del buen pastor. Y este también debe saber resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad de la grey.
Han vuelto ustedes al guardián y pastor de sus vidas: la carta nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (cf. 1 P 1, 9). Para san Pedro, aunque nos sorprenda, la verdadera enfermedad de las almas es la ignorancia, es decir, no conocer a Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (cf. 1 P 1, 14).
Como el pastor guía a las ovejas hacia lugares en que pueden encontrar alimento y seguridad, así el pastor de las almas debe ofrecerles el alimento de la palabra de Dios y de su santa voluntad (cf. Jn 4, 34), asegurando la unidad de la grey y defendiéndola de toda incursión hostil.
Sigamos al Buen Pastor, permanezcamos unidos a Él, como el sarmiento que, permaneciendo en la vid, da fruto. Cristo, el Buen Pastor, quiere que demos fruto, mucho fruto. Por eso quiere que permanezcamos en El como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Y si el Buen Pastor busca a cada oveja perdida, lo hace para protegerla de los peligros y al mismo tiempo para que no se separe nunca jamás de la vid vivificante, nuestro último destino, nuestro destino feliz.