miércoles, 20 de abril de 2011

Sema santa, semana de plena


SEMANA SANTA
Lunes
Jn 12, 1-11
Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura. El Evangelio nos conduce a Betania, donde Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro (cf. Jn 12, 1). Este banquete en casa de los tres amigos de Jesús se caracteriza por los presentimientos de la muerte inminente: los seis días antes de Pascua, la insinuación del traidor Judas, la respuesta de Jesús que recuerda uno de los piadosos actos de la sepultura anticipado por María, la alusión a que no lo tendrían siempre con ellos, el propósito de eliminar a Lázaro, en el que se refleja la voluntad de matar a Jesús.
El gesto de María es la expresión de fe y de amor grandes por el Señor: para ella no es suficiente lavar los pies del Maestro con agua, sino que los unge con una gran cantidad de perfume precioso que, como protestará Judas, se habría podido vender por trescientos denarios; y no unge la cabeza, como era costumbre, sino los pies: María ofrece a Jesús cuanto tiene de mayor valor y lo hace con un gesto de profunda devoción.
Jesús comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya se acerca su "hora", la "hora" en la que el Amor hallará su expresión suprema en el madero de la cruz: el Hijo de Dios se entrega a sí mismo para que el hombre tenga vida, desciende a los abismos de la muerte para llevar al hombre a las alturas de Dios, no teme humillarse "haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2, 8).
San Agustín, en el Sermón en el que comenta este pasaje evangélico, dice: “Toda alma que quiera ser fiel, únase a María para ungir con perfume precioso los pies del Señor... Unja los pies de Jesús: siga las huellas del Señor llevando una vida digna. Seque los pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, dalas a los pobres, y habrás enjugado los pies del Señor” (In Ioh. evang., 50, 6).
Martes
Jn 13, 21-23. 36-38
Uno de ustedes me entregará. No cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces. Jesús abiertamente les dice que uno de ellos le va a entregar, es decir, a la muerte. Estas predicciones, en el momento de esta cena, fue motivo de turbación profunda. La consternación era general. ¿Quién sería capaz de algo así? ¿“Seré yo acaso”?, le preguntaban uno tras otro los confundidos discípulos. Otros, consternados por el anuncio, querían saber de quién se trataba preguntándole quién era. La respuesta y el gesto no fueron lo suficientemente evidentes para dejar en claro de quién se trataba. El Señor no quiso exponer su identidad.
Una vez que Judas salió del Cenáculo, otro anuncio debió perturbarlos más aún: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir, os digo también ahora a vosotros» (Jn 13,33). El Señor se refiere a su Pascua. Él partirá al encuentro del Padre por medio de su muerte en Cruz.
Finalmente, al preguntarle Pedro a dónde va y luego de asegurarle que está dispuesto a dar la vida por Él, el Señor le anuncia que lo negará tres veces.
La traición de Judas y la negación de Pedro, nos pueden ayudar para ponernos ante Jesús y revisar nuestra vida…
Miércoles
Mt 26, 14-25
¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Este juicio que Jesús pronuncia contra Judas es muy severo. Sin embargo, a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.
Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? Para responder a este interrogante se han hecho varias hipótesis. Algunos recurren al factor de la avidez por el dinero; otros dan una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país.
Sin embargo, los hombres indicados nominalmente por los Evangelios, al menos en parte, son históricamente los responsables de esta muerte. Lo declara Jesús mismo cuando dice a Pilato durante el proceso: “El que me ha entregado a ti tiene mayor pecado” (Jn 19, 11). Y en otro lugar: “El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero, ¡ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! “Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mc 14, 21; Mt 26, 24; Lc 22, 22). Jesús alude a las diversas personas que, de distintos modos, serán los artífices de su muerte: a Judas, a los representantes del sanedrín, a Pilato, a los demás... También Simón Pedro, en el discurso que tuvo después de Pentecostés imputará a los jefes del sanedrín la muerte de Jesús: “Ustedes le mataron clavándole en la cruz por mano de los impíos” (He 2, 23).
Pero en definitiva, Jesús llevó nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas (cf. Is 53, 5). Nosotros, nuestros pecados hicieron morir a Jesús: el proceso y la pasión de Jesús, los renueva cada persona que, cayendo en el pecado, prolonga el grito: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.

JUEVES SANTO
Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves pertenece a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua.
Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana.
Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí.
Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida.
Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.
La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
La eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que contemplamos hoy, Jueves Santo! (Cfr. Juan Pablo II, Misa “in cena domini” (20 de abril de 2000):
1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión.
San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero” (S. AGUSTÍN, serm. 272)
2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él, para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la consagración sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa (Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei)
En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación suya” (S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4)).
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia (S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1)
Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Se de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (ibíd. 74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73).
3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque ni aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por todos (Cfr. Mc.10:43.45).
El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor.

VIERNES SANTO
Los frutos de la cruz
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer. De esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la muerte está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado», diremos en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con la confianza que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible (…). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María como Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos representados.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more…”

LA VIGILIA PASCUAL
El domingo, día del Señor
En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay muerte. Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los ángeles que había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha Resucitado! Esta será para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de este mundo al Padre; de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso del cristiano de la muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la libertad; de la condición de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo, nuestra Pascua, se inmoló (1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar nosotros al Padre.
¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben, con sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La Iglesia en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la liturgia el Aleluya es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en la cincuentena pascual.
La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual supone que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad, que también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las solemnidades cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia de la Salvación y en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las Escrituras (1 Co 15,4). Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo (Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33, 34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La Resurrección de Jesús, tal como Pedro la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36-43), es el «acontecimiento-síntesis», que abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la «nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp 2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,3-4).
Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las tristezas de los días pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría de la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es la fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del mundo (Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso» (Pregón pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peor de los amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del pecado y siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22).
El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo» (SC 106). Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre (Cfr. S. JERÓNIMO, pasch).
El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106). Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación… la salvación del mundo… la renovación del género humano… en él el Cielo y la Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor” (Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2).

Domingo de la resurrección del Señor
Este Domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que concluirá con Pentecostés, el nombre griego del “día quincuagésimo”.
Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras… pasión inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra esperanza.
El concilio Vaticano II enseña que “la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo’ (SC 106). En efecto, durante el tiempo pascual la Iglesia vuelve a contemplar este inefable misterio con su pensamiento, con su reflexión, y sobre todo con su oración. Más aún, vuelve a ello cada domingo del año, porque cada domingo es una pequeña pascua, que recuerda y representa la muerte y resurrección de Jesús. Así, la Pascua no es un episodio aislado, sino que está unido a nuestro destino y a nuestra salvación. La Pascua es una fiesta muy nuestra que nos afecta interiormente, porque, como dice San Pablo: “Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). Así la suerte de Cristo se convierte en la nuestra, su pasión se convierte en la nuestra y su resurrección en nuestra resurrección.
Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: ‘Sine dominico non possumus’, es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.
¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el pueblo de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para comprender cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano II, después de indicar el origen del domingo, prosigue así: “En este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106).
El domingo fue elegido por Cristo mismo, que en aquel día, “el primer día de la semana”, resucitó y se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2), apareciéndose de nuevo “ocho días después” (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Necesitamos recobrar el valor del Domingo, necesitamos profundizar cada vez más en la importancia del ‘día del Señor’. La Eucaristía es el pilar fundamental del domingo y de toda la vida del cristiano: en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas.
Recuperemos el sentido cristiano del domingo. Ojalá que el ‘día del Señor’, que podría llamarse también el ‘señor de los días’, cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf. PO 6).
Oh Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, tuyos somos y tuyos queremos ser: nosotros y nuestras familias y cuanto tenemos de más querido y precioso, en los ardores de la juventud, en la prudencia de la edad madura, en los inevitables desconsuelos y renuncias de la vejez incipiente y ya avanzada: siempre tuyos.
Y danos tu bendición, y derrama en todo el mundo tu paz, oh Jesús, como lo hiciste al reaparecer por vez primera en la mañana de Pascua a tus más íntimos, y como seguiste haciéndolo en las sucesivas apariciones en el Cenáculo, junto al lago, en el camino: No tengan miedo, Yo estoy con ustedes todos los días.
Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, el domingo, cada domingo, sea para nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que sea el comienzo de una vida de esperanza y de amor, de luz y de salvación.