lunes, 4 de abril de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Cuarta semana de Cuaresma


Cuarta semana
Lunes
Jn 4, 43-54
Vete, tu hijo ya está sano. En Caná, donde Jesús había hecho el primer milagro del agua convertida en vino, hace otro ‘milagro’ curando al hijo del funcionario real de Cafarnaúm. Y en este hecho aparece un extranjero con mayor fe que los judíos, pues el evangelio nos dice que el hombre creyó en las palabras de Jesús y se puso en camino.
Jesús no necesita bajar a Cafarnaún. El comunica vida con su palabra, que es palabra creadora y llega a todo lugar. Jesús dice al funcionario que se ponga en camino y vea la realidad de lo sucedido.
San Juan subraya que el hombre creyó en la palabra, sin poderla verificar... Se fue. No tenía ninguna prueba. Tenía solamente “la Palabra” de Jesús. En este hecho vemos las verdaderas condiciones de la fe: su confianza en la persona de Cristo, suficientemente firme para resistir los reproches de Jesús y para aceptar volver a casa sin ningún signo visible, únicamente con las incisivas palabras: “anda, tu hijo está curado”.
Siempre, pero de modo especial en este tiempo, hoy, Jesús nos quiere devolver la salud, como al hijo del funcionario real, y liberarnos de toda tristeza y esclavitud, y perdonarnos todas nuestras faltas. Si tenemos fe. Si queremos de veras que nos cure (cada uno sabe de qué enfermedad nos tendría que curar) y que nos llene de su vida. A los que en el Bautismo fuimos sumergidos en la nueva existencia de Cristo -ese sacramento fue una nueva creación para cada uno- Jesús nos quiere renovar en esta Pascua.

Martes
Jn 5, 1-3. 5-6
Al momento el hombre quedó curado. En el evangelio de hoy, Jesús cura a un paralítico, cerca de la piscina. Es el tema del agua viva, agua que vive y da la Vida.
Así como en los tiempos de Jesús había muchos enfermos, que necesitaban de médico, hoy también existimos muchos enfermos de todo tipo. En efecto, el hombre está enfermo y necesita ser sanado. Entonces, el amor de Dios viene al mundo hecho hombre, como un médico. Encuentra al mundo convertido en un gran hospital; pasa por entre los enfermos y los observa a todos. No todos tienen la enfermedad de modo visible en su cuerpo, pero sí que todos están, por lo menos, espiritualmente enfermos. El paralítico del evangelio de hoy es una imagen de la realidad de nuestro hombre de hoy, está enfermo de muerte.
“Los enfermos, dice Cristo, son los que tiene necesidad de médico” (Lc 5-31). No hay por qué hacer distinción entre enfermedad y salud del cuerpo por un lado y enfermedad y salud del alma por el otro. La verdadera enfermedad del hombre es la que le aparta de Dios, el pecado, y éste ataca a todo el ser, tanto al cuerpo como al alma; ambos precisan por igual de la acción salvífica de Dios.
Cuaresma, oportunidad maravillosa de gracia, de purificación. Tiempo especial de encuentro con la salvación de Dios. A los cristianos no nos está permitido “echar en saco roto esta gracia”. Necesitamos que Jesús nos cure y compartir nuestra vida purificada con quienes esperan nuestra ayuda. Esa es la mejor contraseña para anunciar “que ha sido Jesús quien a sanado nuestra vida enferma”.
Miércoles (Jn 5, 17-30)
Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así el Hijo da la vida a quien él quiere dársela. Jesús “es la vida” porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Y la vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu Santo.
Jesús ha venido para dar la respuesta definitiva al deseo de vida y de infinito que el Padre celeste, creándonos, ha inscrito en nuestro ser. En la culminación de la revelación, el Verbo encarnado proclama: “Yo soy la vida” (Jn 14, 6), y también: “Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10). ¿Pero qué vida? La intención de Jesús es clara: la misma vida de Dios, que está por encima de todas las aspiraciones que pueden nacer en el corazón humano (cf. 1 Co 2, 9). Efectivamente, por la gracia del bautismo, nosotros ya somos hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1-2).
Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida, cumple la misión recibida del Padre: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Por tanto, el hombre, que es una criatura, puede “tener vida”, la puede incluso “dar”, de la misma manera que Cristo “da” su vida para la salvación del mundo (cf. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este “dar la vida” se expresa como verdadero hombre
Así, La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una “vida en el Espíritu”. En efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4, 6), se transforma en nosotros y para nosotros en “fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4, 14).
Jueves (Jn 5, 31-47)
El que los acusa es Moisés, en quien ustedes han puesto su esperanza. Jesús en la discusión con los miembros de su pueblo, en el templo de Jerusalén, se refiere al testimonio de Moisés: “Porque si creyeran a Moisés, me creerían a mí: porque él escribió de mí” (Jn 5, 46). El Evangelista san Juan resume con las siguientes palabras la contribución de ambos a la historia de la salvación: “Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1, 17).
Cristo es y se presenta como Salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos (cf. Jn 8, 15). Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables. “No piensen que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que los acusará, Moisés..., pues de mí escribió él” (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
Dos cosas podemos sacar para nuestra vida:
Los judíos ‘creían’ en las escrituras; sin embargo, Jesús les dice que no creen en los escritos de Moisés porque creen a su modo, interpretan a su manera. Igualmente, nosotros no podemos interpretar la Escritura a nuestra manera.
Buscar testimoniar, a imagen de Cristo, nuestra fe en Él con nuestro modo de ver y vivir nuestra vida, como aconsejaba san José María: “Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: “toda la gloria, para Dios” (Forja 1051).
Viernes
Jn 7, 1-2. 10.25-30
Trataban de capturar a Jesús, pero aún no había llegado su hora. Muchas veces, en diversas circunstancias, Jesús recurre al término ‘hora’ para indicar un momento fijado por el Padre para el cumplimiento de la obra de salvación.
Habla de ella ya desde el inicio de su vida pública, en el episodio de las bodas de Caná, cuando su madre le pide que ayude a los esposos que pasan apuros por la falta de vino. Para indicar el motivo por el que no quiere aceptar esa petición, Jesús dice a su madre: “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4).
Se trata, ciertamente, de la hora de la primera manifestación del poder mesiánico de Jesús. Es una hora particularmente importante, como da a entender la conclusión de la narración evangélica, en la que se presenta el milagro como «el comienzo» o ‘inicio’ de los signos (cf. Jn 2, 11). Pero en el fondo aparece la hora de la pasión y glorificación de Jesús (cf. Jn 7, 30; 8,20; 12,23-27; 13, 1; 17, 1; 19, 27), cuando lleve a término la obra de la redención de la humanidad.
La gran hora en la historia del mundo es el tiempo en que el Hijo da la vida, haciendo oír su voz salvadora a los hombres que están bajo el dominio del pecado. Es la hora de la redención. Toda la vida terrena de Jesús está orientada hacia esa hora. En un momento de angustia, poco tiempo antes de la pasión, Jesús dice: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27).
La hora suprema es, en definitiva, el tiempo en que el Hijo va al Padre. En ella se aclara el significado de su sacrificio y se manifiesta plenamente el valor que dicho sacrificio reviste para la humanidad redimida y llamada a unirse al Hijo en su regreso al Padre. Así, ahora nosotros, preparémonos para la hora de la pascua, para la hora final de nuestra pascua eterna, que tarde o temprano llegará.
Sábado
Jn 7, 40-53
¿Acaso de Galilea va a venir el Mesías? El pueblo anda dividido sobre quién es Jesús: “Al oír estas palabras, algunos de la multitud decían: Ciertamente éste es el Profeta. Decían otros: -Éste es el Mesías. Pero aquéllos replicaban: ¿Es que el Mesías va a venir de Galilea? ¿No dice aquel pasaje que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?” (vv. 40-42).
Esta pregunta indica que Nazaret no era muy estimada por los hijos de Israel. A pesar de esto, Jesús fue llamado “Nazareno” (cf. Mt 2, 23), o también “Jesús de Nazaret de Galilea” (Mt 21, 11), expresión que el mismo Pilato utilizó en la inscripción que hizo colocar en la cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Jn 19, 19).
La gente llamó a Jesús “el Nazareno” por el nombre del lugar en que residió con su familia hasta la edad de treinta años. Sin embargo, sabemos que el lugar de nacimiento de Jesús no fue Nazaret, sino Belén, localidad de Judea, al sur de Jerusalén.
De todo esta, nosotros estamos confesemos nuestra fe en Jesús, y proclamemos que Jesús de Nazaret, es el enviado por el Padre, el Salvador del mundo; “el camino, la verdad y la vida”, que nos dice ‘no tengan miedo: sean mis testigos en todas partes, hagan el bien, esa es la señal de que son de los míos’.