lunes, 21 de marzo de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día


Segunda semana de Cuaresma
Lunes
Lc 6, 36-38
Perdonen y serán perdonados. El camino que Jesús muestra a los que queremos ser sus discípulos es este: “No juzguen..., no condenen...; perdonen y serán perdonados...; den y se les dará; sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36-38). En estas palabras encontramos indicaciones muy concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.
Esto es difícil de realizar por nosotros mismos, sólo con la gracia de Dios podemos vivir estos mandatos de Jesús: El Espíritu Santo inspira la generosidad del perdón por las ofensas recibidas y por los daños sufridos; y capacita para ello a los fieles a quienes, como Espíritu de luz y de amor, hace descubrir las exigencias ilimitadas de la caridad.
Nuestra “oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de las ofensas. La oración es fuerte cuando está llena de la fuerza de Dios” (Exposición 4, 14-16), y desde esta fuerza podremos perdonar y ser perdonados.
Los cristianos, perdonados y dispuestos a perdonar, nos convertimos en testigos creíbles de la esperanza. En este tiempo de cuaresma la Iglesia nos ofrece el don del perdón y la reconciliación, como presupuesto para llegar bien dispuestos a la Pascua.
Pongamos especial atención en la celebración del sacramento de la penitencia. En la recepción frecuente de este sacramento, el cristiano experimenta la misericordia divina y, a su vez, se hace capaz de perdonar y amar.
Y no olvidéis que nadie es capaz de perdonar a los demás, si antes no ha hecho a su vez la experiencia de ser perdonado. Así, la confesión se presenta como el camino real para llegar a ser verdaderamente libres, experimentando la comprensión de Cristo, el perdón de la Iglesia y la reconciliación con nuestros hermanos.
Martes
Mt 23, 1-12
Los fariseos dicen una cosa y hacer otra. Los obispos, sacerdotes, profesores, padres y madres de familia que dicen y no hacen, nos asemejan a los escribas y fariseos, de quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: “En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, les digan, guárdenlas y háganlas todas; pero no hagan conforme a sus obras”.
El predicador, los padres, que no traten de confirmar con su ejemplo la verdad que predican destruirán con una mano lo que edifican con la otra. Muy al contrario, los trabajos de los pregoneros del Evangelio, y de todos los hombres constituidos en autoridad, que antes de todo hemos de atender seriamente a nuestra propia santificación, Dios los bendice largamente.
Por tanto, nuestra condición de seguidores de Cristo no ha de inducirlos a llevar como dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida espiritual, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida secular, es decir, la vida de la familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso apostólico. Al contrario, hemos de esforzarse para que la coherencia entre vida y fe sea un elocuente testimonio de la verdad del mensaje cristiano, y no seamos como los fariseos, que dicen una cosa y hacer otra.
Miércoles
Mt 7, 17-20
Lo condenarán a muerte. Cristo predicaba entonces en la provincia de Galilea y sabiendo que los judíos le preparaban ya la cruz, dijo a sus discípulos: Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los letrados y lo condenarán a muerte (Mt 20, 18). De esta forma fue a la muerte de cruz no violentamente sino de buena gana y, una vez que Pilato pronunció la sentencia, no apeló ni se excusó sino que, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera” (Jn 19, 17).
Sabemos que todo mal, tanto de las almas, como es el pecado de ignorancia y las malas inclinaciones, cuanto el mal de los cuerpos, como la enfermedad, sufrimientos, trabajos y por último la muerte, todo procede del pecado de Adán y Eva. Cristo vino a reparar todos los males, tanto del alma como del cuerpo. Por eso dicen las antiguas historias de los griegos que el leño de la cruz era del mismo tronco del árbol del que Adán recibió el fruto. Así que cuando Cristo estuvo colgado en el árbol de la cruz es cuando el fruto fue devuelto al árbol y se repararon todos los males que se siguieron del pecado de Adán.
Así el Triduo pascual nos hace participar sacramentalmente en el misterio de Aquel que, por nuestra salvación, se hizo “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8), y se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que lo siguen (cf. Hb 5, 9). Además, nos impulsa a hacer de nuestra vida una existencia pascual, caracterizada por la renuncia al mal y por gestos de amor, hasta la última meta: la muerte física, que para el cristiano es la consumación de su vivir diariamente el misterio pascual con la esperanza de la resurrección.
Desde esta perspectiva, sigamos el camino de preparación a la Pascua, que nos recuerda que Cristo se ha convertido en fuente de salvación eterna para los hombres, ofreciéndose personalmente en el altar de la cruz.
Jueves
Lc 16, 10-31
Recibiste bienes en esta vida y Lázaro, males; ahora él goza del consuelo, mientras que tú sufres tormentos. En esta parábola del Evangelio del rico y Lázaro, la Escritura nos dice que rico epulón vive en el lujo y en el egoísmo, y cuando muere, acaba en el infierno. El pobre, en cambio, que se alimenta de las sobras de la mesa del rico, a su muerte es llevado por los ángeles a la morada eterna de Dios y de los santos.
El rico personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta.
Aquí vemos cómo la iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido “en el seno de Abraham”, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba “en el infierno, en medio de los tormentos”. Se trata de una nueva situación inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada. Mientras estamos en este mundo, debemos escuchar al Señor, que nos habla mediante las sagradas Escrituras, y vivir según su voluntad; si no, después de la muerte, será demasiado tarde para enmendarnos.
Que la Virgen María nos ayude a aprovechar el tiempo de Cuaresma para escuchar y poner en práctica esta palabra de Dios. Nos obtenga que estemos más atentos a los hermanos necesitados, para compartir con ellos lo mucho o lo poco que tenemos.

Viernes 25 de marzo, La anunciación de María (Lc 1, 26-38)
Concebirás y darás a luz un hijo. El 25 de marzo se celebra la solemnidad de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María. La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un acontecimiento humilde, oculto, nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen dijo su ‘sí’ al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como “nueva y eterna alianza”.
La anunciación a María inaugura la plenitud de “los tiempos” (Gal 4, 4), es decir el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).
El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es “el Señor que da la vida”, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.
El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es ‘Cristo’, es decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2,8-20), a los magos (cf. Mt 2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará ‘cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder’ (Hch 10, 38).
Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios. En 1854 el Papa Pío IX enseñó que: ...la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (DS 2803).
Hoy es el día de la Anunciación a María, el día en el que recordamos que María, con su ‘sí’, abrió el cielo, de forma que ahora Dios es uno de nosotros. Pidamos que la belleza, la belleza de la gracia de Dios, no cese jamás de atraer nuestros corazones.
Sábado (Lc 15, 1-3.11-32)
Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida. El sacramento de la penitencia encierra en sí la restitución de la vida sobrenatural de gracia o el aumento de ella cuando se trata sólo de pecados veniales. Por eso, el misterio de este sacramento sólo se puede entender plenamente a la luz de la parábola del hijo pródigo: “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lc 15, 32).
El ministro del sacramento de la penitencia es maestro, es testigo y, con el Padre, es padre de la vida divina restituida y destinada a la plenitud. En la reconciliación sacramental el perdón de Dios es fuente de renacimiento espiritual y principio eficaz de santificación, hasta la cima de la perfección cristiana.
El sacramento de la reconciliación no sólo confiere objetivamente el perdón de Dios al pecador arrepentido que lo recibe con las debidas condiciones, sino que también le concede, por el amor misericordioso del Padre, gracias especiales, que le ayudan a superar las tentaciones, a evitar recaídas en los pecados de los que se ha arrepentido, y a hacer, en cierta medida, una experiencia personal de ese perdón.
La cuaresma es una invitación a la conversión es un impulso a volver a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a fiarse de él, a abandonarse a él como hijos adoptivos, regenerados por su amor. La Iglesia, con sabia pedagogía, repite que la conversión es ante todo una gracia, un don que abre el corazón a la infinita bondad de Dios. Él mismo previene con su gracia nuestro deseo de conversión y acompaña nuestros esfuerzos hacia la plena adhesión a su voluntad salvífica. Así, convertirse quiere decir dejarse conquistar por Jesús (cf. Flp 3, 12) y ‘volver’ con él al Padre.