jueves, 17 de marzo de 2011

CAPÍTULO SÉPTIMO: Algunas cuestiones de ética sexual, personal y familiar. título de la obra: 2Creo en el perdón de los pecados"


CAPÍTULO SÉPTIMO
Algunas cuestiones de ética sexual, personal y familiar

El panorama mundial es muy interesante: en la política hay una vuelta a posiciones moderadas y a una economía conservadora; en la ciencia ha tenido lugar un despliegue monumental, ya que los avances en tantos campos han dado un giro copernicano brillante y con resultados muy prácticos; el arte se ha desarrollado también de forma exponencial, pero ya es imposible establecer unas normas estéticas: hemos llegado a un eclecticismo evidente en el que cualquier dirección es válida, todos los caminos contienen una cierta dosis artística; igualmente, en el mundo de las ideas y su reflejo en el comportamiento se ha producido un cambio sensible, que es lo que pretendemos analizar a continuación.
Las dos notas más peculiares son, desde mi punto de vista, el hedonismo y la permisividad, ambas enhebradas por el materialismo. Esto hace que las aspiraciones más profundas del hombre vayan siendo gradualmente materiales y se deslicen hacia una decadencia moral. Aunque, “las creencias permanecen, “ya no se perciben como valores capaces de influir en la vida personal y social. Ya se trate de elecciones diarias o de orientaciones de la existencia, de ética o de estética, la referencia habitual, pública, en particular la difundida por los medios de comunicación social, ya no está inspirada en la visión cristiana del hombre y del mundo. Como suele decirse, la religión se ha privatizado, la sociedad se ha secularizado y la cultura se ha vuelto laica” .
Como ya hemos avanzado, hedonismo significa que la ley máxima de comportamiento es el placer por encima de todo, cueste lo que cueste, así como el ir alcanzando progresivamente cotas más altas de bienestar. Además, su código es la permisividad, la búsqueda ávida del placer y el refinamiento, sin ningún otro planteamiento. Así pues, hedonismo y permisividad son los dos nuevos pilares sobre los que se apoyan las vidas de aquellos hombres que quieren evadirse de sí mismos y sumergirse en un caleidoscopio de sensaciones cada vez más sofisticadas y narcisistas, es decir, contemplar la vida como un goce ilimitado .
Porque una cosa es disfrutar de la vida y saborearla, en tantas vertientes como ésta tiene, y otra muy distinta ese maximalismo cuyo objetivo es el afán y el frenesí de diversión sin restricciones. Lo primero es psicológicamente sano y sacia una de las dimensiones de nuestra naturaleza; lo segundo, por el contrario, apunta a la muerte de los ideales.
Del hedonismo surge un vector que pide paso con fuerza: el consumismo. Todo puede escogerse a placer; comprar, gastar y poseer se vive como una nueva experiencia de libertad. El ideal de consumo de la sociedad capitalista no tiene otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de objetos por otros cada vez mejores. Un ejemplo que me parece revelador es el de la persona que recorre el supermercado, llenando su carrito hasta arriba, tentada por todos los estímulos y sugerencias comerciales, incapaz de decir que no. Esta tendencia hedonista lleva a apartase del compromiso serio en la vida y educa a la pasividad, al egoísmo y al aislamiento .
El consumismo tiene una fuerte raíz en la publicidad masiva y en la oferta bombardeante que nos crea falsas necesidades. Objetos cada vez más refinados que invitan a la pendiente del deseo impulsivo de comprar. El hombre que ha entrado por esa vía se va volviendo cada vez más débil. “El mal uso de las técnicas publicitarias, que estimula la inclinación natural a eludir el esfuerzo, prometiendo la satisfacción inmediata de todo deseo, mientras que el consumismo, unido a ellas, sugiere que el hombre busque realizarse a sí mismo sobre todo en el disfrute de los bienes materiales” .
La otra nota central de esta pseudoideología actual es, como se ha dicho, la permisividad, que propugna la llegada a una etapa clave de la historia, sin prohibiciones ni territorios vedados, sin limitaciones. Hay que atreverse a todo, llegar cada día más lejos. Se impone así una revolución sin finalidad y sin programa, sin vencedores ni vencidos.
Si todo se va envolviendo en un paulatino escepticismo y, a la vez, en un individualismo a ultranza, ¿qué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? Este derrumbamiento axiológico produce vidas vacías, pero sin grandes dramas, ni vértigos angustiosos ni tragedias, “Aquí no pasa nada”, parecen decirnos los que navegan por estas aguas. Es la metafísica de la nada, por muerte de los ideales y superabundancia de lo demás. Estas existencias sin aspiraciones ni denuncias conducen a la idea de que todo es relativo. Así, desde este ámbito, no pocos se deslizan en los senderos ilusorios del mundo “del alcohol y de la droga, en efímeras relaciones sexuales sin compromiso matrimonial o familiar, en la indiferencia, el cinismo y hasta la violencia. Estad alerta contra el fraude de un mundo que quiere explotar o dirigir mal su energía y ansiosa búsqueda de felicidad y orientación” .
El relativismo es hijo natural de la permisividad, un mecanismo de defensa de los que Freud estudió y diseñó de forma casi geométrica. Así, los juicios quedan suspendidos y flotan sin consistencia: el relativismo es otro nuevo código ético. Todo depende, cualquier análisis puede ser positivo y negativo; no hay nada absoluto, nada totalmente bueno ni malo. De esta tolerancia interminable nace la indiferencia pura. Por esto, “hace falta que la formulación fundamental, de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo” .
Estamos ante la ética de los fines o de la situación, pero también del consenso: si hay consenso, la cuestión es válida. El mundo y sus realidades más profundas se someten a plebiscito, para decidir si constituye algo positivo o negativo para la sociedad, porque lo importante es lo que opine la mayoría.
Hablamos de libertad, de derechos humanos, de conseguir poco a poco una sociedad más justa, abierta y ordenada. Por una parte, defendemos esto, y, por otra, nos situamos en posiciones ambiguas que no hacen más humano al hombre ni lo conducen a grandes metas. Es la apoteosis de la incoherencia. Entonces, ¿dónde puede el hombre hacer pie?, ¿dónde irá a buscar puntos de apoyo firmes y sólidos?
Un ser humano hedonista, permisivo, consumista y centrado en el relativismo tiene mal pronóstico. Vive rebajado a nivel de objeto, manipulado, dirigido y tiranizado por estímulos deslumbrantes, pero que no acaban de llenarlo, de hacerlo más feliz. Su paisaje interior está transitado por una mezcla de frialdad impasible, de neutralidad sin compromiso y, a la vez, de curiosidad y tolerancia ilimitada. Este es el denominado hombre cool, a quien no le preocupa la justicia, ni los viejos temas de los existencialistas (Soren Kierkegaard, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre, Albert Camus), ni los problemas sociales ni los grandes temas del pensamiento (la libertad, la verdad, el sufrimiento).
Un hombre así es cada vez más vulnerable, no hace pie y se hunde; por eso, es necesario rectificar el rumbo, saber que el progreso material por sí mismo no colma las aspiraciones más profundas de aquél que se encuentra hoy hambriento de verdad y de amor auténtico. Este vacío moral puede ser superado con humanismo y trascendencia; es decir, “atravesar subiendo”, cruzar la vida elevando la dignidad del hombre y sin perder de vista que no hay auténtico progreso si no se desarrolla en clave moral .
La negación de Dios o la pérdida del sentido vital de su presencia han inducido a muchos contemporáneos nuestros a dar al pecado interpretaciones sociológicas unas veces, otras veces sicológicas, o existencialistas, o evolucionistas; todas ellas tienen en común una característica: la de vaciar al pecado de su seriedad trágica. En cambio, la Revelación, no; sino que lo presenta como realidad espantosa, ante la que resulta siempre de importancia secundaria cualquier otro mal temporal. En efecto, con el pecado el hombre quebranta “la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación” (Gaudium et spes, 13). El pecado marca el fracaso radical del hombre, la rebelión a Dios que es la Vida, un “extinguir el Espíritu” (cf. 1 Tes 5, 19); y por ello, la muerte no es más que la manifestación externa de esta frustración, su manifestación más llamativa.


1. LA IGNORANCIA RELIGIOSA,
ENEMIGA DEL HOMBRE Y DE LA FAMILIA
Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones.
La ignorancia religiosa o la deficiente asimilación vital de la fe dejan a los bautizados inermes frente a los peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia religiosa, con el consiguiente riesgo de perder la profunda religiosidad del entorno parroquial y de la Iglesia particular, que tiene hermosas expresiones en las valiosas y sugestivas manifestaciones cristianas de la piedad popular.
El primer obstáculo para vivir la fe, los valores humanos y cristianos, que encuentra la vida cristiana, en nuestro ambiente, es la ignorancia religiosa, una vida de creyentes no practicantes, que no pocas veces les da lo mismos vivir con Dios, que vivir al margen de Él, aunque en el fondo se tenga hambre y sed del amor de Dios. Uno de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo es la ausencia del primer enuncio de Jesús, como encuentro vivo y personal con Él, y la consiguiente ausencia de la continuidad en la catequesis, en todos los niveles de nuestros fieles, en pro de una vida cristiana de peso completo, que se manifiesta en las virtudes humanas y cristianas.
“Caldo de cultivo” de la pérdida del gusto por las virtudes humanas y cristianas y morales es la ignorancia religiosa, madre de muchos vicios y sufrimientos. El papa san Pío X afirmaba al respecto: “Si es cosa vana esperar cosecha en tierra que no se ha sembrado, ¿cómo pueden esperarse generaciones adornadas de buenas obras si oportunamente no han sido instruidas en la doctrina cristiana? De donde justamente inferimos que, si la fe languidece en nuestros días a punto de que en muchos sujetos parece casi muerta, es que se ha cumplido descuidadamente, o se ha omitido del todo, la obligación de enseñar las verdades contenidas en el catecismo (...) El bautizado recibe la fe en germen; pero necesita de la enseñanza de la Iglesia para que esta fe pueda nutrirse y desarrollarse y dar fruto. Por lo cual escribía el Apóstol: La fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo.” (Rom 10, 14) .
“Donde quiera que la inteligencia está bloqueada por las densas tinieblas de la ignorancia, es imposible encontrar ni recta voluntad, ni buenas costumbres, porque si caminando con los ojos abiertos puede apartarse el hombre del buen camino, el que padece de ceguera está en peligro cierto de extraviarse. Añádase que en quien no está enteramente apagada la antorcha de la fe, todavía queda esperanza de que se enmiende y sane la corrupción de costumbres; mas cuando la ignorancia se junta a la depravación, ya no queda espacio para el remedio, sino abierto el camino de la ruina” .
La sociedad está enferma: ¡Y qué enfermedad! El Papa San Pío X en el inicio del siglo XX hacía ese diagnóstico “Nuestro mundo sufre un mal: la lejanía de Dios. Los hombres se han alejado de Dios, han prescindido de él en el ordenamiento político y social. Todo lo demás son claras consecuencias de esa postura”.
El santo Papa Pío X tuvo la percepción fina de los hombres que pulsan de cerca las conciencias: nuestros pueblos pierden la fe porque una plaga corroe los fundamentos en que se apoya: la ignorancia religiosa. Es necesario enseñar el catecismo.” El Papa quiere que se dé a cada bautizado desde la niñez un profundo conocimiento de Cristo y de su santa Ley para poder hacer frente a las fuerzas anticristianas”. En efecto, durante tres siglos “el esfuerzo del mal por desenraizar del corazón de los hombres el pensamiento de Dios ha sido titánico. Se ha acostumbrado a los pueblos a pasar sin Él. La sociedad contemporánea recoge los frutos de siembra satánica. Crece la intranquilidad, crece la injusticia. Es absurdo buscar la justicia y la paz lejos de Dios. Donde falta Dios, reina la injusticia, y apartada la justicia la paz se desploma”.
Para remediar la crisis espiritual y social actual que causa la dislocación de la familia y de la sociedad; para proteger a los jóvenes contra los vicios y las sectas ¿Qué solución tiene la Iglesia católica? Enseñar a los hijos y a los padres el “Catecismo de la Iglesia Católica” que contenga el conjunto integral de la fe, de la moral y del culto católico.
Veamos ahora lo que dicen la Sagrada Biblia, el Magisterio de la Iglesia y los santos acerca de la necesidad y utilidad de una sólida formación religiosa:
La Biblia enseña que la ignorancia de las cosas de Dios es el peor de los males: ¿De dónde viene que “la mentira y la maldición, el homicidio y el robo, el adulterio lo inunden todo; y que una maldad alcanza a otra, sino de que no hay ciencia de Dios sobre la tierra”? (Os 4, 1). Dios mismo se queja diciendo: “Mi pueblo perece por falta de conocimiento” (Os 1, 6).
El niño instruido en la ciencia de Dios e inclinado a la práctica de la virtud desde sus tiernos años, rara vez olvidará en lo restante de su vida los principios grabados en su corazón (Prov. 22, 6).
En el bautismo, el niño recibe la fe en germen. Es preciso durante su niñez y juventud explicarle esa misma fe sistematizada en el Catecismo en cuatro partes:
 Todas las verdades que Dios nos reveló (el dogma).
 Los mandamientos que debemos guardar (la moral).
 Los medios de santificación que son los sacramentos y la oración (el culto).
En estos últimos años hemos presenciado un gran crecimiento de las sectas en toda América Latina. ¿Responde esto a un crecimiento normal de las religiones? Creemos que no. Creemos que en gran parte ello obedece a un plan fríamente elaborado para destruir o debilitar la Iglesia Católica y su influencia en cada región, aprovechando nuestra ignorancia religiosa. Algunas de estas sectas son financiadas por los grandes grupos económicos de USA, verdaderas transnacionales proselitistas que invierten millones en propaganda, vendiendo o distribuyendo revistas, libros y folletos. Pasan de casa en casa, convidan a personas poco iniciadas en la Biblia y bajo pretexto de orar con ellos les arrebatan su mayor tesoro que es la fe católica. Por eso no podemos permanecer pasivos ante esta realidad y vamos a dar aquí un vistazo a algunas de las principales sectas o religiones que vemos a nuestro alrededor, no con el afán de polemizar, sino con el único objetivo de dar una orientación a quienes la necesitan. Por lo demás, todo el mundo tiene derecho a saber quién es quién.
Digamos primero que Jesús quiere una sola Iglesia. Esto es precisamente lo que El le pidió al Padre en su oración sacerdotal: “Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti” (Jn. 17, 21). Y si Cristo quiso la unidad de todos sus seguidores ¿qué podemos pensar de los que siembran la división? ¿Qué podemos pensar de aquellos que, con el correr de los siglos, han querido enmendar la página al Señor creando nuevas religiones? ¿No será que con esta actitud entorpecen el plan de Dios y en lugar de construir la unidad colaboran a la división?
Nada se adelanta con discutir con los de las sectas. Ellos dicen textos y más textos y no escuchan a nadie. Y recuerden siempre que si piden orar con ustedes o comentar la Biblia, no tienen otro interés que el de arrebatarles su Fe Católica. Con un evangélico respetuoso y educado se puede orar y dialogar, pero en este caso, es necesario haber estudiado bien la Fe Católica, conocer la Biblia y pedir la ayuda de Dios.
Por tanto, volvemos a lo mismo: necesitamos conocer la religión católica para amarla, vivirla, defenderla y difundirla. En realidad estudiamos poco el Catecismo, tanto los niños como los adultos: ilusionándose haberlo estudiado, no continúan su instrucción. Y así se observa una ignorancia religiosa increíble: personas que conocen la ciencia y han leído multitud de libros, no saben nada del Catecismo, en el cual viven; jamás han leído siquiera el Evangelio completo, confunden un entierro de la tarde con una Misa...
Sin decir nada de tanta gente que frecuenta la Iglesia y se cree hasta piadosa y a veces carece de ideas religiosas, cree tener fe y tan sólo experimenta un poco de ternura sensible y busca en la piedad no la voluntad de Dios sino impresiones, sentimientos y vagas emociones; ignoran la verdadera devoción y practican una multitud de devocioncillas ligadas a ciertas fórmulas y números cabalísticos y llenos de superstición.
De los pequeños se dice: “Son aún muy chiquitos, es muy pronto para enseñarles la religión”. Una madre preguntaba a un educador cuándo debería empezar la instrucción de su pequeño de dos años, y este le respondió: “¡Estás retrasada por lo menos en tres años!” Quería decir con esto que los pequeños son capaces de impresiones religiosas desde los primeros instantes de la vida.
Y otro educador escribía que ningún hombre en cuatro años de universidad aprende tanto como en los primeros cuatro años de la vida; tan decisivas e imborrables son las primeras impresiones recibidas.
Algunos dicen con Rousseau: quiero respetar la libertad de mi hijo, no quiero imponerle ninguna enseñanza religiosa. A los veinte años él escogerá. Pero, ¿pensarán estos padres que en realidad todo lo han impuesto a los hijos? De hecho para ponerlos al mundo no se les preguntó; y lo mismo del alimento, del vestido, de la escuela, etcétera.
Por otra parte, ¿quién se pondría a los veinte años a estudiar la religión? ¡Veinte años! La edad de los exámenes para cualquier estudiante, la edad del trabajo, del oficio, de la oficina, del empleo; la edad sobre todo de las pasiones, de las diversiones, de las dudas. ¿Quién tendrá voluntad o tiempo de examinar todas las religiones de este mundo, para ver cuál es la verdadera y la mejor?
Además los padres no esperan que la enfermedad haya entrado en el cuerpo del hijo para arrojarla a fuerza de medicinas; al contrario, hacen todo lo posible por evitarla antes de que llegue. Otro tanto se debe hacer con el alma: aprender el catecismo, el temor de Dios, a fin de que los vicios no entren; no esperar que las malas pasiones se hayan adueñado para tener el consuelo de arrojarlas con la religión.
Pero, dicen, nuestro chico debe trabajar, debe estudiar. Es verdad, pero en primer lugar debe trabajar para ser bueno, debe prepararse contra las tentaciones del mañana. No se impide el acceso a las pasiones con la tabla de multiplicar de Pitágoras o con las herramientas del carpintero o con un diploma.
Mañana las mujeres, el periódico, el cine, el bar, se disputarán al joven. Enviarlo al camino del mundo sin catecismo, es lo mismo que enviar a la guerra al soldado sin armas, y hacer de él un derrotado y un infeliz.
Los mayores se excusan diciendo: ¡ya hemos estudiado el catecismo!, yo ya estoy viejo (…) Jamás como hoy se ha sentido mayor necesidad del Catecismo. “El catecismo es luz que ilumina las inteligencias y las guía por los caminos del recto vivir; la bandera y programa de Jesucristo y de su Iglesia; la teología del evangelio en pequeño compendio; el más eficaz instrumento para la buen educación; la base y fundamento, sólido y firme, sobre el que se ha de asentar la vida cristiana; la verdadera clave para hallar la solución de todas las cuestiones sociales; el código de la sana moral; el conjunto de verdades y preceptos que como precioso eslabón nos une con Dios”.

2. LA INDIFERENCIA RELIGIOSA .
En pocos años ha cambiado profundamente el clima religioso… Los intensos cambios sociales y culturales de estas las décadas están produciendo un debilitamiento de la fe de no pocos cristianos y un deterioro de la vida moral, personal, familiar y social. Son bastantes los que hoy viven su vida al margen de Dios y de cualquier referencia cristiana. No parecen necesitar de El para dar sentido a su existencia. Un tono de indiferencia y desafección religiosa impregna la cultura dominante, el pensamiento, las convicciones más generalizadas, la conducta y el género de vida de no pocos.
Es urgente hoy reavivar vuestra fe y a redescubrir la riqueza de la experiencia cristiana en nuestro ambiente para contrarestar la increencia que nos puede estar trabajando incluso a quienes nos decimos cristianos. Rescatar nuestra de es un reto para todos, la fe en el Dios vivo, tan desprestigiada socialmente, y purificar su imagen tantas veces deformada por el corazón humano Con el evangelio en el corazón hemos de afrontar nuestra tarea de discípulos y misioneros de Jesús para tener vida y luz en Él. No podemos olvidar que la fe se robustece dándola, nos decía el siervo de Dios Juan Pablo II. Hoy no basta con vivir la fe, necesitamos comunicarla.
Al respecto el Vaticano HI, hace más de 40 años, que “Muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. Negar a Dios o la religión, o bien prescindir de ellos, no constituye ya, como en épocas anteriores, un algo insólito e individual”. Es cierto que la mayoría de las gentes sigue creyendo de alguna manera en Dios, pero es fácil observar que la cultura actual divulga entre nosotros una visión del mundo, del hombre y de la historia que imprimen a la vida una orientación no creyente. La ciencia, el arte y la literatura que se produce, los medios de comunicación que invaden los hogares, propagan, por lo general, una cultura que presupone o favorece la increencia.
Lo que percibimos no es tanto un rechazo abierto y sistemático de Dios, cuanto una actitud de indiferencia y falta de sensibilidad ante el planteamiento mismo de la fe en él. En no pocas personas, Dios no suscita apenas interés alguno. Poco a poco se va imponiendo un estilo de vida, sin ningún horizonte de trascendencia, instalado en la contingencia de cada día, sin más atractivo ni valores convincentes y operantes que la felicidad inmediata, fundada sobre todo en la posesión y disfrute de abundantes bienes materiales. Mientras tanto, la fe en Dios que en otros tiempos venía ofreciendo sentido, fundamentación moral y esperanza de salvación, va siendo abandonada como algo desfasado que cada vez tiene menos relevancia. Incluso, cuando su existencia es admitida, Dios no es percibido como Amigo ni Salvador. Dios no es Buena Noticia. No es tampoco coherente el comportamiento de muchas personas indiferentes o alejadas que celebran matrimonio sacramental o presentan a sus hijos para su bautismo y primera comunión. Ese alejamiento de la vida cristiana coexiste, así, con la celebración de algunos sacramentos que quedan empobrecidos de su verdadero significado y con el riesgo de verse reducidos a actos sociales más que religiosos.
Junto a esta indiferencia religiosa, la cultura dominante de carácter racionalista y un estilo de vida pragmático y hedonista van vaciando progresivamente las conciencias de una inspiración cristiana y de todo contenido ético. La producción técnica, la racionalidad económica y la acción política pretenden imponer su propia lógica de eficacia y rendimiento sin permitir apenas intervención alguna de carácter ético.
Se extiende entonces la persuasión de que los valores éticos y particularmente los inspirados en la fe cristiana son un freno para la eficacia y el progreso, o un estorbo para una vida liberada y de disfrute. Al mismo tiempo, no es difícil constatar una creciente «secularización de las conciencias». Dios tiene cada vez menos peso determinante al decidir el propio comportamiento. Son bastantes los que, al adoptar sus pautas de conducta, no sienten necesidad de recurrir a la enseñanza moral transmitida por la Iglesia. En no pocas personas, se puede hablar incluso de un «vacío ético», pues, privadas de criterios sólidos, van cayendo en la insensibilidad moral o se dejan arrastrar por puros intereses individuales o de grupo. No es extraño, entonces, que la llamada a la conversión sea percibida más como mutilación del ser humano que como oferta de vida más plena y liberada.
Pero este hombre de hoy, como los hombres de todos los tiempos, sólo puede alcanzar su plenitud en el encuentro amoroso con el Dios de la gracia y en la acogida de su voluntad salvadora. Por eso, cuando la cultura moderna niega a Dios y olvida la trascendencia, está cerrando al ser humano el único camino que le puede llevar hasta su último y pleno destino: la vida eterna.
No es ésta sólo la convicción fundamental de una Iglesia que “cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse”. Es, al mismo tiempo, una realidad que se puede entrever de diversas maneras en la experiencia misma del hombre contemporáneo.
El hombre de hoy, configurado por el pensamiento científico, se esfuerza por conocerlo y dominarlo todo, pero no puede conocer ni dominar el origen, el sentido y el destino de su existencia. Al contrario, se diría que el progreso científico no hace sino agigantar aún más su necesidad de ser iluminado por otra luz. Al negar a Dios, el hombre actual se queda sin respuesta al misterio de la vida, sin luz para vislumbrar el “desde dónde” y el “hacia dónde” de la existencia. ¿No necesita esa Palabra que es “luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”?
Aun en medio de una profunda crisis de valores morales, no podemos dejar de preguntarnos qué tipo de hombre queremos ver nacer y qué tipo de sociedad queremos configurar. ¿Cómo definir y luchar por objetivos sociales o políticos inmediatos, si no sabemos o no queremos saber cuál es la razón de ser, el sentido o el proyecto humano de la vida de las personas? El hombre de hoy, como el de siempre, necesita conocer cuáles son los valores auténticos que ha de perseguir para caminar hacia la liberación real y plena del ser humano. No basta para ello con dejarnos llevar por valores subjetivos, imprecisos y fluctuantes. No basta tampoco con lograr en cada momento un nuevo consenso social y legal, sin las adecuadas referencias a valores objetivos. En una sociedad guiada por tantos intereses de signo diverso y, atraída por tantas apetencias de carácter hedonista, ¿quedará así asegurada la defensa de toda vida y la dignidad de toda persona? ¿No es necesaria la referencia a algún Valor absoluto? ¿No es necesario Jesucristo como “el camino, la verdad y la vida” del ser humano?
Juan Pablo II, al respecto, expresó que “Esta es la hora de Dios, la hora de la esperanza que no defrauda. Esta es la hora de renovar la vida interior de nuestras comunidades eclesiales y de emprender una fuerte acción pastoral y evangelizadora en el conjunto de la sociedad española”. No hemos de dejarnos llevar por el optimismo fácil, pero menos aún por el pesimismo desesperanzado. La gracia y el amor de Dios están trabajando siempre los corazones de los hombres y mujeres preparando el camino a la conversión y salvación. No es difícil ver en el hombre de hoy actitudes y aspiraciones nobles y valiosas que lo preparan para acoger la fuerza salvadora del Evangelio de Jesucristo.
Todos discípulos y misioneros es la consiga de hoy: hacer presente en la vida de los hombres, en la sociedad, en la historia humana, el anuncio de Jesucristo y la fuerza salvadora que se encierra en El y en su Evangelio. De ahí la necesidad de cuidar los gestos sacramentales donde se nos ofrece de manera eficaz la gracia de Dios. Pero de ahí también la necesidad de realizar signos eficaces de su amor incondicional al hombre. Donde se defiende el valor absoluto de la persona por encima de todo interés político o económico, donde se busca la reintegración de los excluidos a una convivencia más justa y solidaria, donde se trabaja en favor de los más débiles y olvidados, ahí está llegando el Reino de Dios, que hemos de hacer reinar en nuestro corazón y en el corazón del hermano.

3. DESVIACIONES
DE LA VERDADERA PRÁCTICA Y DOCTRINA CATÓLICA
La ignorancia religiosa y la deficiente asimilación vital de la fe, que se derivan de una catequesis insuficiente o imperfecta, dejarían a los bautizados inermes frente a los peligros reales del secularismo o del proselitismo de las sectas fundamentalistas, con el consiguiente riesgo de que estos reemplacen las valiosas y sugestivas expresiones cristianas de la piedad popular (...). “Otro fenómeno de nuestra cultura contemporánea es que, mientras continúa avanzando la secularización de muchos aspectos de la vida, se percibe también una nueva demanda de espiritualidad, expresión de la condición religiosa del hombre y signo de su búsqueda de respuestas a la crisis de valores de la sociedad occidental (...)”. Hay que tener presente, sin embrago, que no faltan desviaciones que han dado origen a sectas y movimientos gnósticos o pseudorreligiosos, configurando una moda cultural de vastos alcances que, a veces, encuentra eco en amplios sectores de la sociedad y llega incluso a tener influencia en ambientes católicos. Por eso, algunos de ellos, en una perspectiva sincretista, amalgaman elementos bíblicos y cristianos con otros extraídos de filosofías y religiones orientales, de la magia y de técnicas psicológicas. “Esta expansión de las sectas y de nuevos grupos religiosos que atraen a muchos fieles y siembra confusión e incertidumbre entre los católicos es motivo de inquietud pastoral” .
“Él (Cristo) nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados” (Ef 4, 1-7). Jesús es el Señor de la historia de la salvación, que se manifiesta en la Iglesia (Cf. Colosenses 1, 18) y se realiza en “la sangre de su cruz” (versículo 20), manantial de paz y de armonía para toda historia humana.
Uno de los errores principales que tiene a la vista Pablo cuando escribe estas palabras, es una especie de culto que se tributaba a los elementos fundamentales del cosmos (el agua, la tierra, el fuego y el aire) que se creían animados por espíritus celestes e invisibles. Pablo afirma claramente que nada ni nadie está por encima de Cristo, el Señor. Cristo, por quien y para quien todo ha sido creado, es también el que todo lo conserva y lo salva.
Partiendo de este contexto de las desviaciones religiosas populares supersticiosas, que no solamente son acciones cultuales de superstición, sino prácticas satánicas: como la búsqueda de doctrinas espiritualistas, ángeles y demonios, la sombra de san Pedro, la santa muerte, las cadenas…, que impactan en la vida de los creyentes por su ignorancia religiosa, que despierta una vana esperanza e incluso temor por las amenazas..., queremos presentar en este apartado algunos fenómenos, no siempre homogéneos, que contrastan de modo más o menos abierto con la doctrina y práctica católica. En estas prácticas entran elementos de religiosidad, por ejemplo, devociones, gestos, ritos, comportamientos, etc.; pero también determinados comportamientos profanos o satánicos -a los que se atribuye una función religiosa implícita- que, oponiéndose a la Revelación, tienen un impacto tal que se tornan peligrosos y capaces de contaminar la verdad y la práctica católica en los más débiles.
El hombre con frecuencia concibe a Dios como aquel a quien él puede dar o aportar algo y a quien, por eso, puede arrancar algo. Este es el dios de la superstición, un dios de bolsillo, a quien el hombre intenta manejar, ya que se considera en poder de medios para dominarlo y llevarlo donde él quiera.
En efecto, asistimos actualmente al retorno de un cierto fundamentalismo religioso, en el que se intenta encasillar a Dios: decirle cómo y cuándo debe actuar. Ignorar la gratuidad y la libertad de Dios es un pasaporte para la idolatría, pues fácilmente se cae en representaciones utilitarias de Dios, que no sobrepasan los límites de nuestros intereses. No se respeta la trascendencia de Dios. Se le quiere instrumentalizar al servicio del juego legitimador de los poderes establecidos.
Normalmente en el fondo de estas actitudes se agazapa la religión del temor, propia del integrista. Lo que muchas veces anima su relación con Dios es el temor. Por ello debe alzarse entre él y Dios la fortaleza-Iglesia: institución inamovible, mandada férreamente por una casta sagrada y dotada por una ley intangible, sin misericordia. La intolerancia y las claras condenaciones realizadas por esa Iglesia le deben dar al integrista la certeza de que él es justo, de que no tiene nada que temer, de que la operación supervivencia ante Dios es un éxito, ya que es sobre los demás sobre quienes caerá el castigo divino. Como dice Pablo de los judíos, quizás sean buenos religiosos, pero se equivocan respecto a Dios (Cfr. Rom 10,2).
Esta idiosincrasia de nuestro pueblo e entiende si volteamos a la historia de la evangelización en América latina: al comienzo del siglo XIX las guerras de la independencia y la formación de numerosos Estados latinoamericanos de lengua española dejaron las iglesias casi sin Episcopado y sin Seminarios. Esta carencia de sacerdotes favoreció la ignorancia religiosa y el desarrollo de formas religiosas libres, de una religiosidad casi natural, inspirada, más que nada, en motivaciones biológicas y cosmológicas. El aislamiento cultural y espiritual del clero rural llevó a una pastoral bastante primitiva y centrada en una visión sacral-mágica del mundo y de la religión. La inmobilidad de la sociedad rural y la ausencia de contactos culturales importantes (aislamiento rural) impidió a las masas una transmisión más perfecta y abundante de los valores evangélicos. Tengamos en cuenta que hasta 1925, entre el 85 y el 90% de la población era rural. Ya en esta década de 1990 más del 70% viven en la ciudad.
En la urbanización de la población no hubo un factor secularizante de relieve, porque muchas veces no fue acompañada de la industrialización y produjo por ello marginalidad y desarraigo social en los barrios, causando no pocas veces el aumento de la religiosidad puramente sacral y poco cristiana y hasta más degradada que la rural, tentadoramente abierta a la invasión de ideologías y sectas de todo tipo. Desde esta perspectiva vemos que nuestro mundo popular católico tiende a ser:
Cósmico: acudir a Dios (o a los espíritus o santos “protectores”) es, para muchos (en todos los estratos sociales, pero especialmente en el mundo rural o en la marginación urbana) una forma de enfrentarse a los elementos naturales, para combatirlos y entenderlos. De este modo Dios pasa a convertirse en la respuesta a las incógnitas y a las necesidades humanas y será el tapa-agujeros de la metafísica popular.
Fatalista: Dios es el origen de todo, tanto del bien como del mal. Por eso se tiene una concepción fatalista de la vida: “¡Dios lo quiere!”, “¡es preciso resignarse a la voluntad de Dios!” Consecuencia: pasividad ante la vida y la construcción del mundo, lo que impide el crecimiento en el proceso humanizador.
Sacramentalista: práctica masiva (por costumbre, por imperativo de la propia sociedad) de algunos sacramentos, especialmente del bautismo y de la primera comunión, que tiene más repercusiones sociales (compadrazgo) que una verdadera influencia en la vida cristiana. A veces estos sacramentos se reciben para evitar males o maleficios. Se llega así a atribuir efectos mágicos a algunos sacramentales, como escapularios, ramos benditos, etc.
Devocionista: es una religiosidad de votos y promesas, de peregrinaciones y de un sin número de devociones, con casi nula participación en la vida de la comunidad.
Milagrera: muy accesible a lo maravilloso. Espera el milagro, tiene hambre de milagro y, por ello, fácilmente ve milagro donde no lo hay.
Santeristas: los santos son absolutizados por muchos y se transforman en ídolos, y, su culto, en idolatría. En esta devoción hay prácticas vacías y extravagantes, con oraciones absurdas y ridículas, de lo que veremos algunos ejemplos más adelante.
Ritualista: a esta forma le es fundamental la noción de bendición. La bendición (que espera de Dios, de Cristo, de María, de los Santos, de la Iglesia, de los Sacerdotes) aleja las adversidades, protege contra los peligros, trae suerte y prosperidad, cura enfermos, expulsa demonios, ahuyenta a los espíritus malos y se convierte en protección general para la vida.
Individualista y privatizaste: las relaciones entre el hombre y Dios o los Santos es un asunto privado que prescinde de la comunidad y de la mediación de la Iglesia. Los problemas que pretende resolver mediante la religión son los de amor, de la salud o de la subsistencia.
Contractualista: caracterizada por las relaciones del tipo “do ut des” (te doy para que me des), que establecen con Dios y con los Santos, es decir, en forma de contrato entre las partes con vistas a la obtención del beneficio deseado (promesas, novenas de petición y de acción de gracias). De este modo tenemos en los centros de peregrinación a los pagadores de promesas.
Sincretista: el que carece de una profundización personal en el contenido de la doctrina cristiana y acepta y mezcla fácilmente principios o prácticas ajenas y claramente no cristianas (por ejemplo, la reencarnación) sin darse cuenta de su incompatibilidad con la fe católica.
A veces se adoran imágenes de santos no como modelos para imitar, sino como potencias especializadas para manipular. En ellos se descargan con suprema irresponsabilidad obligaciones que habría que enfrentar directamente. A veces los sacramentos y los ritos se consideran como analgésicos tranquilizadores o como “pólizas” que aseguran la salvación. Fruto de todo ello es una peligrosa actitud fatalista ante la vida. En el fondo del conformismo yace siempre un ídolo. Hay gente que “acaricia”, aun inconscientemente, imágenes cómodas de Dios para justificar su apatía por dar un sentido de cambio a sus vidas. La idolatría implica el detenimiento de la historia.
Una de las cosas que el hombre más busca en la superstición es la posibilidad de establecer su relación con Dios por así decir “inmediatamente”, y al margen de su relación con los demás hombres. A Dios se le reza, se le visita, se le da incienso, se le levantan templos..., y de este modo se dispensa el hombre de cambiar su conducta ante los hermanos. Construir a Dios un gran templo puede ser que sea la mejor forma de dispensarse de buscarlo en sus únicos templos verdaderos, que son los hombres. Realizar la consagración verbal de un país a cualquier advocación religiosa puede ser para un dictador la mejor manera de “consagrar” sus arbitrariedades...
Estamos ante una vida católica debilitada, viciada y abierta a todo tipo de superstición y de credulidad. Exige un paciente trabajo de pedagogía pastoral, en la que el catolicismo popular sea asumido, purificado, completado y dinamizado. Esto es lo que no ha movido a escribir esta obra, dinamizar y fortalecer la fe, para que las obras y el culto sean según Dios, en la verdad y en el bien.

4. PECADOS QUE ATENTAN
CONTRA EL MATRIMONIO O/Y LA CASTIDAD
Resumiendo algunos puntos anteriores, decimos que en el aspecto religioso se constata una mentalidad secularista que va llevando, poco a poco, a las personas hacia el relativismo moral y hacia el indiferentismo religioso. El Papa Juan Pablo II señala, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: “¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia?” (No. 36).
El progresivo indiferentismo religioso lleva a la pérdida del sentido de Dios y de su santidad, lo cual a su vez se traduce en una pérdida del sentido de lo sacro, del misterio y de la capacidad de admirarse, como disposiciones humanas que predisponen al diálogo y al encuentro con Dios. Tal indiferentismo lleva casi inevitablemente a una falsa autonomía moral y a un estilo de vida secularista que excluye a Dios. De la pérdida del sentido de Dios se sigue la pérdida del sentido del pecado, el cual tiene su raíz en la conciencia moral del hombre. Éste es otro gran obstáculo para la conversión.
Por consiguiente, tanto el indiferentismo como el secularismo minan la moral porque dejan el compromiso humano sin fundamento para su valor ético, y por eso fácilmente caen en el relativismo y el permisivismo que caracterizan a la sociedad de hoy. Así hay quienes viven en el pecado, pero no lo reconocen como tal; por ejemplo, las relaciones prematrimoniales, la masturbación; los pecados contra la salud y la integridad familiar, como la embriaguez, la drogadicción; las prácticas anticoncepción, el faltar a Misa dominical y no confesarse al menos una vez al año, etc. De esto hablaremos a continuación, y la vez con ello cerramos esta obra: “Creo en el perdón de los pecados”.
a) Las ofensas a la dignidad del Matrimonio son las siguientes
El adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (convivencia, concubinato) y el acto sexual antes o fuera del matrimonio.
1) El adulterio.
En el programa del pasado lunes estábamos hablando del adulterio, y decíamos que es la relación sexual entre un hombre y una mujer, de las que una o las dos están casadas con otra persona. La razón del pecado es doble: 1º. Porque tal relación sexual se realiza fuera del matrimonio entre ambos, dando lugar a un pecado grave contra la castidad. 2º. Se comete también uno o dos pecados graves contra la justicia de una o dos de las personas que están casadas con los adúlteros, porque sus derechos son violados por quienes cometen el adulterio.
El Antiguo Testamento castiga tanto el adulterio del hombre como el de la mujer. Respecto al primero, el libro de los Proverbios enseña: “Líbrate de la esposa ajena... (...). El que hace adulterar a una mujer es un mentecato; un suicida es el que lo hace; encontrará golpes y deshonra. Porque los celos enfurecen al marido y no tendrá piedad el día de la venganza” (Prov. 6 24-34).
En relación al adulterio de la mujer, el Eclesiástico sentencia: “La mujer que ha sido infiel y le ha dado un heredero: primero, ha desobedecido la ley del Altísimo; segundo, ha fallado a su marido; tercero, ha cometido adulterio y de otro hombre le ha dado hijos... (...). Dejará un recuerdo que será maldito y su oprobio no se borrará” (Eclo 23,22-26).
2) El divorcio
Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados:
Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios (FC 84).
3) Separación de los esposos
Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, s i es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83; CIC, can. 1151-1155).
Las causas justas de separación, son todas las actitudes que lesionan gravemente los principios que deben caracterizar la vida conyugal:
a) El adulterio, que atenta contra el deber que tienen los esposos de guardarse fidelidad (cfr. CIC, c. 1152).
Ya que el acto conyugal es el modo de expresarse los esposos como una sola carne, el adulterio es un atentado contra el cónyuge inocente, y puede ser causa de separación perpetua.
b) El grave daño, corporal o espiritual, del otro cónyuge o de los hijos, porque impide el mutuo perfeccionamiento a que deben tender los esposos (cfr. CIC, c. 1153).
Esta es una causa de separación temporal, que dura sólo mientras permanece la causa, pues al cesar ésta se debe restablecer la convivencia conyugal.
Para que pueda darse la separación es necesario que la situación que provoca ese daño grave a la vida familiar, sea culpable, porque si se trata de situaciones desgraciadas sin culpa, no sólo no son motivos de separación, sino que son ocasión para que, la ayuda mutua, se manifieste con más extensión y profundidad.
c) Puede también darse el caso de que, por mutuo consentimiento de los esposos se dé la separación del lecho, ya sea temporal o perpetua, porque haya razones que lo aconsejen (por ejemplo, una enfermedad grave contagiosa, demencia agresiva, etc.)
En este caso no puede hablarse propiamente de separación que supone la suspensión de los derechos y deberes conyugales, sino simplemente de un no cohabitar.
Basta el peligro, sin culpa para uno de los cónyuges, para que desaparezca el deber de vivir juntos. A veces, incluso, no vivir juntos puede llegar a ser un deber. De cualquier forma ha de haber razones proporcionadas de gravedad, porque si su duración es larga, no es aconsejable este tipo de separación.
Como es lógico, el vínculo permanece y no se puede contraer nuevo matrimonio, porque sería inválido.
La estabilidad de la vida familiar es un bien muy importante para la sociedad. Por esto, aunque a veces puedan existir situaciones en las que la separación canónica e incluso el divorcio civil, sean lícitas para el cónyuge inocente, éste debe poner antes todos los medios a su alcance, sobrenaturales y humanos para que cambien las circunstancias y no sea necesario llegar a tales extremos, que siempre originan otros males.
b) Otras ofensas a la dignidad del matrimonio
1) La poligamia
…es un hombre con varias esposas
La poligamia es contraria a la ley divina (Gen 2:24; Ef 5:31). Según la ley natural, la poligamia sucesiva (como existe en sociedades que legalizan el matrimonio después del divorcio) es dañina. Dificulta la educación de los hijos y el amor mutuo entre los esposos.
En El Antiguo Testamento se llegó a tolerar la poligamia por algún tiempo (Abraham, Jacob, David, Salomón, etc.) porque la plenitud de la verdad y del amor no se había aún revelado. Con la Nueva Alianza la poligamia ya no tiene lugar. El matrimonio fue restaurado a su integridad original (Mt 19; 3-9; Marcos 10; 1, 12; Lucas 16:18).
La tradición católica siempre ha interpretado la enseñanza de Cristo como una prohibición absoluta de la poligamia. Dicha prohibición fue definida por el Concilio de Trento (Dezinger 1802).
La poligamia está condenada por el Sexto Mandamiento. En la sección sobre ese Mandamiento, el Catecismo enseña:
“Es comprensible el drama del que, deseoso de convertirse al Evangelio, se ve obligado a repudiar una o varias mujeres con las que ha compartido años de vida conyugal. Sin embargo, la poligamia no se ajusta a la ley moral, pues contradice radicalmente la comunión conyugal. La poligamia ‘niega directamente el designio de Dios, tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo’ (FC 19; cf GS 47, 2). El cristiano que había sido polígamo está gravemente obligado en justicia a cumplir los deberes contraídos respecto a sus antiguas mujeres y sus hijos (CIgC 2387).

2) Incesto
Incesto es la relación carnal entre parientes dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio (cf Lv 18, 7-20). Incesto es la relación sexual entre madre e hijo, padre e hija, entre hermano y hermana. Por extensión, a las relaciones sexuales entre tío y sobrina, tía y sobrino, padrastro e hija, madrastra e hijo, madre y yerno, padre y nuera.
San Pablo condena esta falta particularmente grave: ‘Se oye hablar de que hay inmoralidad entre ustedes... hasta el punto de que uno de ustedes vive con la mujer de su padre... en nombre del Señor Jesús... sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de la carne...’ (1 Co 5, 1.4-5). El incesto corrompe las relaciones familiares y representa una regresión a la animalidad.
Se puede equiparar al incesto los abusos sexuales perpetrados por adultos en niños o adolescentes confiados a su guarda. Entonces esta falta adquiere una mayor gravedad por atentar escandalosamente contra la integridad física y moral de los jóvenes que quedarán así marcados para toda la vida, y por ser una violación de la responsabilidad educativa.

3) Unión libre
La unión libre es un pecado grave. Nada en la enseñanza católica apoya esta forma de vida negando la santidad del matrimonio y de paso a Dios. Quien se casa por lo civil está en unión libre. El que está en unión libre o casado por lo civil ni siquiera puede confesarse ni comulgar, so pena de tragarse su propia condenación, tal como enseña la Biblia.
Querido hermano, sólo hay un matrimonio: el que se hace bajo la Iglesia. Si no estás casado conforme ella, entonces NO estás casado, como bien recuerda el Código de Derecho Canónico:
“Solamente son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar o el párroco, o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y ante dos testigos, de acuerdo con las reglas establecidas en los cánones que siguen, y quedando a salvo las excepciones de que se trata en los can. 144, 1112, § 1 , 1116 y 1127, § § 1 y 2” (Código de Derecho Canónico, canon 1108).
Eso significa que aquellos que se casan mediante "matrimonio civil" también están en unión libre. Ante la Iglesia, el "matrimonio civil" es inexistente ( leer más sobre el "matrimonio civil" ante la Iglesia).
El matrimonio no es un contrato. Es una alianza ante Dios. Ten presente que Jesucristo mismo lo advierte "...lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6)
¿Que el matrimonio es una institución humana? Quien dice eso niega a Jesucristo.
“La tradición cristiana siempre ha defendido, contra numerosas herejías surgidas ya al inicio de la Iglesia, la bondad de la unión conyugal y de la familia. Querido por Dios en la misma creación, devuelto por Cristo a su primitivo origen y elevado a la dignidad de sacramento, el matrimonio es una comunión íntima de amor y de vida entre los esposos intrínsecamente ordenada al bien de los hijos que Dios querrá confiarles. El vínculo natural tanto para el bien de los cónyuges y de los hijos como para el bien de la misma sociedad no depende del arbitrio humano” (Vademecum para los Confesores sobre algunos temas de moral conyugal, documento del Pontificio Consejo para la Familia)
Dice el cardenal López Trujillo:
"...la comunidad cristiana ha vivido desde el principio la constitución del matrimonio cristiano como signo real de la unión de Cristo con la Iglesia. El matrimonio ha sido elevado por Jesucristo a evento salvífico en el nuevo orden instaurado en la economía de la Redención, es decir, el matrimonio es sacramento de la nueva Alianza, aspecto esencial para comprender el contenido y alcance del consorcio matrimonial entre los bautizados. El Magisterio de la Iglesia ha señalado también con claridad que «el sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la Creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio»" (clic aquí para ir al documento fuente de esta cita)
Cuán horrible es el error de los que creen que es grato a los ojos de Dios la unión libre. Incluso he escuchado a personas en grupos de oración que afirman que estar unidos sin la bendición de la Iglesia no es estar alejados de Dios. Hay quienes, aún estando en tal situación, creen que pueden recibir la Sagrada Comunión (el que come el cuerpo de Cristo indignamente se traga su propia condenación, advierte San Pablo en 1 Co 11, 29).
Explica el catecismo sobre la unión libre:
"Hay unión libre cuando el hombre y la mujer se niegan a dar forma jurídica y pública a una unión que implica la intimidad sexual. La expresión en sí misma es engañosa: ¿qué puede significar una unión en la que las personas no se comprometen entre sí y testimonian con ello una falta de confianza en el otro, en sí mismo, o en el porvenir?
Esta expresión abarca situaciones distintas: concubinato, rechazo del matrimonio en cuanto tal, incapacidad de unirse mediante compromisos a largo plazo (Cf. FC 81). Todas estas situaciones ofenden la dignidad del matrimonio; destruyen la idea misma de la familia; debilitan el sentido de la fidelidad. Son contrarias a la ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sacramental." (Catecismo, núm. 2390)
La unión libre quebranta tu relación con la Iglesia.
"Huyan de las relaciones sexuales prohibidas. Cualquier otro pecado que alguien cometa queda fuera de su cuerpo, pero el que tiene esas relaciones sexuales peca contra su propio cuerpo. ¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo que han recibido de Dios y que está en ustedes? Ya no se pertenecen a sí mismos." (1 Co 6, 18-19)
Pero si además uno de los dos en la unión libre es además casado, o separado civilmente en matrimonio católico, entonces ha incurrido en el gravísimo pecado del adulterio.
Para que no tengas dudas sobre el hecho de que el separado civilmente (hombre o mujer) no puede volver a unirse con nadie, lee el segundo párrafo del canon 2384 del Código de Derecho Canónico:
"Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra."

4) ‘Unión a prueba’
No pocos postulan hoy una especie de ‘unión a prueba’ cuando existe intención de casarse. Cualquiera que sea la firmeza del propósito de los que se comprometen en relaciones sexuales prematuras, éstas ‘no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra los vaivenes y las veleidades de las pasiones’ (CDF, decl. "Persona humna", 7). La unión carnal sólo es moralmente legítima cuando se ha instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. El amor humano no tolera la ‘prueba’. Exige un don total y definitivo de las personas entre sí (cf FC 80).

5. LA MASTURBACIÓN
El vicio solitario (masturbación) consiste en abusar del propio cuerpo excitando los órganos genitales para procurarse voluntariamente el placer hasta el orgasmo. A veces, se comienza por mera curiosidad; pero si no se corrige esta inclinación se convierte en un vicio obsesivo que esclaviza a la persona y le desinteresa por todo lo demás: como le pasa al drogadicto.
La masturbación puede llegar a ser algo obsesivo en la persona. Hace del placer sexual algo egoísta, cuando Dios lo ha hecho para ser compartido dentro del matrimonio. Conozco casos de matrimonios fracasados porque uno de los dos, esclavizado por la masturbación, se negaba a las naturales expresiones de amor dentro del matrimonio.
Quien se deja esclavizar del vicio de la masturbación puede arruinar la armonía sexual de su matrimonio. Una mujer joven se quejaba en la consulta de un médico de que su marido tenía con ella muy pocas relaciones sexuales. Él reconoció, delante de ella, que prefería masturbarse.
Quien tiene la desgracia de verse esclavizado de esta mala costumbre debe poner el mayor esfuerzo en corregirse cuanto antes. Este vicio encadena fuertemente, cada vez es más difícil desligarse de él, y cuando tiene esclavizada a una persona, la envilece, la embrutece, anula su voluntad, destroza su carácter, perturba el desarrollo de su personalidad, debilita la fe, produce desequilibrio nervioso, hace egoístas e incapacita para amar a otra persona.
La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 29 de diciembre de 1975, en su Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual, dice que «Con frecuencia se pone hoy en duda, o se niega expresamente, la doctrina tradicional según la cual la masturbación constituye un grave desorden moral. Se dice que la psicología y la sociología demuestran que se trata de un fenómeno normal de la evolución de la sexualidad, sobre todo en los adolescentes, y que no se da culpa verdadera sino en la medida en que el sujeto ceda deliberadamente a una auto-satisfacción cerrada en sí misma (ipsación); entonces sí que el acto es radicalmente contrario a la unión amorosa entre personas de sexo diferente, siendo tal unión, a juicio de algunos, el objetivo principal del uso de la facultad sexual.
Tal opinión contradice la doctrina y la práctica pastoral de la Iglesia Católica. Sea lo que fuere de ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a veces los teólogos, tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado. La razón principal es que el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales se opone esencialmente a su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine. Le falta, en efecto, la relación sexual requerida por el orden moral; aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero. A esta relación correcta debe quedar reservada toda actuación deliberada de la sexualidad. Aunque no se puede asegurar que la Sagrada Escritura reprueba este pecado bajo una denominación particular del mismo, la tradición de la Iglesia ha entendido, con justo motivo, que está condenado en el Nuevo Testamento cuando en él se habla de ‘impureza’, de ‘lascivia’ o de otros vicios contrarios a la castidad y a la continencia.
Las encuestas sociológicas pueden indicar la frecuencia de este desorden según los lugares, la población o las circunstancias que tomen en consideración; y de esta manera se constatan hechos. Pero los hechos no constituyen un criterio que permita juzgar del valor moral de los actos humanos . La frecuencia del fenómeno en cuestión ha de ponerse indudablemente en relación con la debilidad innata del hombre a consecuencia del pecado original, pero también con la pérdida del sentido de Dios, con la depravación de las costumbres engendrada por la comercialización del vicio, con la licencia desenfrenada de tantos espectáculos y publicaciones, así como también con el olvido del pudor, custodio de la castidad.
La psicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en el tema de la masturbación para formular un juicio equitativo sobre la responsabilidad moral y para orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de esa edad, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído pueden influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no haya siempre culpa subjetivamente grave. Sin embargo, no se puede presumir como regla general la ausencia de responsabilidad grave; eso sería desconocer la capacidad moral de las personas».
En conclusión “Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado’; o como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (2396): “Entre los pecados gravemente contrarios a la castidad se deben citar la masturbación, la fornicación, las actividades pornográficas y las prácticas homosexuales”.

6. LA HOMOSEXUALIDAD
La homosexualidad es una aberración duramente castigada en la Biblia. Es el caso de Sodoma y Gomorra. Y por eso a los homosexuales se les llama sodomitas.
“La legalización jurídica de parejas homosexuales va en contra de la naturaleza humana, y revela una corrupción grave de la conciencia moral ciudadana” ha dicho D. Elías Yanes, Presidente de la Conferencia Episcopal Española. Equiparar las “uniones homosexuales” al matrimonio es una aberración contra la ley natural. Se hace responsable de los graves efectos negativos que tendría para la sociedad la legitimación de un mal moral. Permitir que esas personas adopten niños es atentar contra los derechos de estos niños que el día de mañana, cuando caigan en la cuenta de la realidad, sufrirán taras psíquicas al compararse con el resto de sus compañeros. Según el ABC de Madrid del 4 de Septiembre de 1994 (pg. 52) destacados científicos están en contra de la adopción de niños por parejas homosexuales, por los traumas psíquicos que esto sería para el niño.
La homosexualidad es una anormalidad, pero no es pecado, a no ser que se ejerza. Si se ejerce y además hay corrupción de menores, constituye peligrosidad social. No es lo mismo el homosexual por vicio, que el que nace así, o sufrió el impacto de una desgraciada experiencia de su infancia.
El homosexual de nacimiento que domina su tendencia y no es corruptor del ambiente, pervertidor de menores o escandaloso público, no hay por qué considerarlo como peligro social. La peligrosidad social no depende de lo que la persona es, sino de lo que hace. El homosexual de nacimiento es tan responsable de su tendencia, como lo puede ser de su defecto el miope o el tartamudo. Por lo tanto, al homosexual que domina su inclinación no hay que considerarlo corruptor, perverso ni degradante; si domina su inclinación, puede alcanzar notable virtud. En este caso, se ha de poner todo su empeño en dominarse. Y que confíe en Dios que le ayudará. Él lo ve todo y es justo.
Ser comprensivo con los homosexuales, que luchan por dominarse, no es justificar su actuación homosexual. El homosexual tiene que dominar su tendencia lo mismo que el heterosexual, que no puede irse con todas las mujeres que le apetecen. El homosexual tiene que dominar su tendencia desordenada lo mismo que el cleptómano tiene que dominar su tendencia a apropiarse de lo ajeno.
Pero este respeto que debemos tener hacia el homosexual que no es peligro social porque no atenta contra el bien común, no significa que consideremos al homosexual como una persona normal que tiene derecho a ejercer su tendencia de acuerdo con su inclinación. Si el homosexual tiene derecho a vivir como él es, y no como debe ser, lo mismo podríamos decir del ladrón y del asesino. El hombre debe acomodar su conducta a los auténticos valores humanos.
El Papa Juan Pablo II, en respuesta al Parlamento Europeo que equiparaba la unión homosexual al matrimonio natural, ha dicho: “La Iglesia rechaza la discriminación de los homosexuales, pero considera moralmente inadmisible la aprobación jurídica de la práctica homosexual. Ser comprensivo con quien peca no equivale a aprobar el pecado. Cristo perdonó a la adúltera, pero le dijo que no pecara más”.
La Comisión Permanente del Episcopado Español publicó una nota el 24 de junio de 1994 donde se dice: “El homosexual, como persona humana que es, es digno de todo respeto inherente a la persona humana (n 18); pero la inclinación homosexual, aunque no sea en sí misma pecaminosa, debe ser considerada como objetivamente desordenada; ya que es una tendencia, más o menos fuerte, a un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral” ( n 7 ).
En 1983 el Vaticano ha publicado un documento sobre la educación sexual donde dice: “No hay ninguna justificación moral a los actos homosexuales. (...) Los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y no pueden recibir aprobación en ningún caso” .
Concluimos el No. 2357 de Catecismo de la Iglesia Católica: “Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que ‘los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados’ (CDF, decl. "Persona humana" 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso”.

7. Pecados contra la salud y/o la integridad familiar o personal
La gula es el deseo desordenado por el placer conectado con la comida o la bebida. Este deseo puede ser pecaminoso de varias formas:
1- Comer o beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita.
2- Cortejar el gusto por cierta clase de comida a sabiendas que va en detrimento de la salud.
3- Consentir el apetito por comidas o bebidas costosas, especialmente cuando una dieta lujosa está fuera del alcance económico
4- Comer o beber vorazmente dándole mas atención a la comida que a los que nos acompañan.
5- Consumir bebidas alcohólicas hasta el punto de perder control total de la razón. La intoxicación injustificada que termina en una completa pérdida de la razón es un pecado mortal.
a) La embriaguez
Una de las actividades sociales más comunes y ordinarias en nuestra vida es la de beber. Lo hacemos en diversas ocasiones y por diversos motivos. Brindamos por la salud y la felicidad de los recién casados, por el éxito en un negocio o la apertura de una nueva empresa, por el hecho de encontrarnos reunidos en familias o con amigos. Por el gusto de acompañar con un buen vino una buena comida. Para relajarnos y pasar un momento agradable en un antro o en casa.
La satisfacción de los sentidos nunca ha sido considerada como pecado en la moral católica. No se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal. Se trata más bien de conocer los medios por los cuales el cuerpo puede subsistir, desarrollarse y ayudar a la consecución del bien integral de la persona.
No se condena el uso, sino el abuso. Podemos comer hasta saciar nuestro apetito. De ello se seguirá una buena salud que nos permitirá cumplir con nuestros deberes y llevar una vida sana. Se condena el abuso en la comida, el pecado de la gula, de la glotonería, que es comer más allá de las propias posibilidades, más allá de lo que es necesario para la subsistencia. La embriaguez o borrachera es opuesta al amor a uno mismo, ya que la privación momentánea del uso de la razón no se justifica por experimentar los placeres de la bebida. Es cierto que por motivos de salud se justifica la privación voluntaria del uso de la razón, como en el caso de la anestesia para una intervención quirúrgica, pero nunca para experimentar un placer, como lo es en el caso del alcohol.
Beber para pasar un rato agradable con los amigos, para degustar una buena comida, para celebrar un acontecimiento feliz nunca será pecado. Su abuso es lo que constituye una ofensa a Dios. ¿Podemos establecer un límite y saber con precisión “hasta dónde es pecado y hasta dónde no lo es?” Las palabras claves en este caso son las de la privación voluntaria del uso de la razón. Cuando después de beber se experimentan los síntomas de la pérdida de la razón, entonces podemos hablar de pecado. ¿Cuáles son esos síntomas de la privación del uso de la razón? Pueden ser el no recordar cuanto se hizo o se dijo bajo los efectos del alcohol, o bien el realizar o decir cosas inusuales o que no haríamos en un estado normal.
La embriaguez como tal es pecado grave en su especie, como consta del Apóstol 1Cor 6, donde dice: que los borrachos no poseerán el reino de Dios, quiere decir que emborrace es pecado mortal; porque la embriaguez es una violenta, y voluntaria privación del uso de la razón y de la voluntad; lo que sin duda causa grave detrimento al embriagado; y por consiguiente el que se emborracha, no solamente pecará contra la templanza o sobriedad, sino también contra la caridad propia, por el perjuicio que se causa a sí mismo.
La embriaguez voluntaria no solamente es pecado grave, sino que también se le imputarán al embriagado cuantos daños y pecados de ella se sigan, por serle voluntaria in causa. Entiéndase esto cuando son antes previstos; y entonces se creerán haberlo sido, cuando en otras embriagueces ha experimentado incurrir en ellos. Por el contrario, no se deberán imputar como previstos aquellos males, que no tienen conexión alguna con la embriaguez, sino que acontecen casualmente, o por malicia de otros.
El que se embriaga no previendo el peligro de la embriaguez, como sucedió a Noé, no peca gravemente; lo que no puede excusar a los que muchas veces incurrieren en ella; porque ya están instruidos del peligro por su misma experiencia.
La embriaguez tiene varios grados, así como son también varios los temperamentos de los sujetos; y por esto la bebida que es moderada para unos, puede ser para otros excesiva; mas siempre que se verifique embriaguez, o peligro de ella, ya sea por beber mucho o poco, puede ser leve o grave, según el caso.

b) Drogadicción
“En la base del abuso de la droga (….) suele haber un vacío existencial debido a la ausencia de valores y a una falta de confianza en uno mismo, en los demás y en la vida en general. La plaga de la droga, favorecida por fuertes intereses económicos y a veces también políticos, se ha difundido por el mundo entero” .
“Drogarse - afirma el papa - siempre es ilícito, porque implica una renuncia injustificada e irracional a pensar, a querer y a actuar como personas libres. (….) No se puede hablar de la ‘libertad de drogarse’ ni del ‘derecho a la droga’ porque el ser humano no tiene el derecho de dañarse a sí mismo ni tampoco puede ni debe abdicar nunca de la dignidad personal, que le viene otorgada por Dios. Estos fenómenos -siempre hay que recordarlo- no solamente perjudican el bienestar físico y psíquico, sino que frustran a la persona precisamente en su capacidad de comunión y de donación. Esto es particularmente grave en el caso de los jóvenes. En efecto, es durante este período de edad cuando el joven se abre a la vida; es la edad de los grandes ideales, el tiempo del amor sincero y oblativo” .
La droga no se vence con la droga; la droga es un mal y al mal no se le hacen concesiones. En efecto, el fenómeno de la droga es un mal particularmente grave. Numerosos jóvenes y adultos han muerto o van a morir por causa de ella, mientras que otros se hallan disminuidos en su ser íntimo y en sus capacidades. La toxicomanía tiene que considerarse como el síntoma de un malestar existencial, de una dificultad para encontrar su lugar en la sociedad, de un miedo al futuro y de una fuga hacia una vida ilusoria y ficticia.
El incremento del mercado y del consumo de drogas demuestra que vivimos en un mundo sin esperanza, carente de propuestas humanas y espirituales vigorosas. Como consecuencia de ello, numerosos jóvenes piensan que todos los comportamientos son equivalentes, pues no llegan a distinguir el bien del mal y no tienen el sentido de los límites morales.
El abuso prolongado de la droga lleva a la destrucción física y psíquica. Droga y desorden sexual se encuentran a menudo juntos. La situación psicológica y el contexto humano de aislamiento, abandono y rebelión, en que viven los drogados, crean condiciones tales que llevan fácilmente a abusos sexuales.


c) Anticoncepción
“La Iglesia siempre ha enseñado la intrínseca malicia de la contracepción, es decir de todo acto conyugal hecho intencionalmente infecundo. Esta enseñanza debe considerarse como doctrina definitiva e irreformable...” (Vademecum para los confesores... -12-2-97-; 2, 3). Porque, en realidad, los nuevos productos, instrumentos y vacunas definidos como anticonceptivos, interceptivos, antigestionales, son abortivos, pues impiden la instalación o que continúe la instalación de un óvulo ya fecundado. Entre estos podemos mencionar la espiral, la píldora del día después, el northplant y las vacunas (Evangelium Vitae 13).
El Papa Pablo VI en la carta Encíclica Humanae Vitae, prohíbe cualquier método anticonceptivo porque son contrarios a la naturaleza que Dios ha dado para reproducirnos. En uno de los párrafos señala: “Igualmente Inaceptable, como ha declarado la autoridad magisterial de la iglesia frecuentemente, es la esterilización directa, bien sea perpetua o temporal, bien sea del hombre o de la mujer“. En esta frase está condenada, en conjunto, la ligazón de tubos, vasectomías, el uso de la pastilla anticonceptiva, el DIU, espumas, diafragmas, condones y retracción preorgásmica. Esta doctrina de la Humanae Vitae fue reafirmada por el papa Juan Pablo II, insistiendo en que se deben rechazar todos los métodos artificiales de la regularización de la natalidad.
La estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más en la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y ‘vacunas’ que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.
Una joya tan desconocida. Los métodos naturales unen, hacen crecer, aumentan la comunicación, la complicidad, la intimidad y el placer. Monseñor Peter Elliott, obispo auxiliar de Melbourne, Director del Instituto Juan Pablo II para el estudio del matrimonio y la familia, de Melbourne, en una conferencia sobre Naturaleza y gracia y el método Billings, habla de “la estrecha relación causal entre los métodos naturales y los buenos matrimonios. Los métodos naturales honran el significado nupcial del cuerpo. Los métodos naturales ayudan a las parejas a descubrir o recobrar el entendimiento sacramental de su matrimonio. Ayudan a eliminar los obstáculos para que la gracia reemplace lo que la anticoncepción había hecho”.
Así, Begoña, madre de cuatro hijos, psicóloga, mediadora familiar terapeuta del Proyecto Raquel, en Sevilla, habla de “la maravilla de los métodos naturales”, y de “lo afortunados que fuimos al encontrarnos en nuestro camino con esta joya tan desconocida”. Desde su experiencia, afirma que “los métodos naturales no son sólo conocimientos que se utilizan, sino formas de vida que enseñan a respetar y a valorar la grandeza del don de la fertilidad del hombre y de la mujer”, así como a “valorar más la grandeza del don de la vida. En una sociedad, la nuestra, que promueve la anticoncepción artificial, y donde la responsabilidad de la concepción recae exclusivamente sobre la mujer, los métodos naturales suponen una clara evidencia de que esta grandeza es cosa de dos, hombre y mujer, y que han aprendido a comunicarse mejor, a amarse mejor”.

8. Prácticas religiosas
La Iglesia ha recibido de Jesucristo la misión anunciar la buena nueva a todos los pueblos, ofrecer a los hombres la salvación obrada por Cristo con su vida, su doctrina y su gracia.
Los medios de salvación se resumen en dos: la palabra de Dios y los sacramentos, mediante los cuales Cristo, enviado del Padre por obra del Espíritu Santo, permanece presente en su Iglesia. En nuestro tema, someramente, sólo hablaremos de los sacramentos, que son “como ‘fuerzas que brotan’ del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia” .
Los sacramentos son medios para recibir la gracia, y obtener la salvación, por lo tanto, todos los hombres tienen necesidad de recibir la mayoría de ellos, porque contienen la gracia que nos hace posible la santidad. Especialmente el Bautismo, que es el que nos abre las puertas a todos los demás sacramentos.
En efecto, el sacramento del Bautismo, mediante el cual nos conformamos con Cristo, nos incorporamos a la Iglesia y nos convertimos en hijos de Dios, es la puerta para todos los sacramentos. Con él se nos integra en el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,13), pueblo sacerdotal. Sin embargo, la participación en el Sacrificio eucarístico perfecciona en nosotros lo que nos ha sido dado en el Bautismo.
En la Eucaristía es Cristo mismo quien se hace realmente presente, cuando por las palabras de consagración del sacerdote y la acción del Espíritu Santo un sencillo pan y un poco de vino, son transformados en su propio Cuerpo y Sangre. De este modo llegan a ser para nosotros alimento y bebida que nos nutren y fortalecen en nuestro peregrinar. La Eucaristía nos llena de la fuerza de Cristo, ¡porque nos llena de Cristo mismo! Por ella entramos en comunión con el Señor, pues como Él ha dicho, “el que come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 5-69)
Y si el sacrificio eucarístico es la fuente y cima de la vida de la Iglesia y de nuestro camino personal de santificación (cf. LG 11), la vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la forma. Perder el sentido del Domingo, como día del Señor para santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios. A este respecto, son hermosas las observaciones de Juan Pablo II en la Carta apostólica Dies Domini, a propósito de las diversas dimensiones del Domingo para los cristianos: es dies Domini, con referencia a la obra de la creación; el día del Señor, como día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo que hace el Señor Resucitado; es el día de la Iglesia, como día en que la comunidad cristiana se congrega para la celebración; el día del hombre, como día de alegría, descanso y caridad fraterna .
Por ahora sólo hablaremos de algunas prácticas religiosas, que para algunos les da lo mismo asistir o no a la Misa Dominical, lo mismo se puede decir de la confesión…, siendo que tanto una como otra es una necesidad para a salvación, y por esto, tanto el mandamiento de santificar las fiestas, como el de confesarse al menos una vez al año, obliga bajo grave, como lo veremos en los incisos siguientes.
a. El precepto dominical
Los mandamientos son normas de conducta dictadas por Dios a la humanidad. Estas normas son el camino que ha de conducir al hombre a la felicidad eterna. “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”, dijo Jesucristo. Los mandamientos de la ley de Dios constituyen el programa más completo y más perfecto que se ha dado en el mundo, para conseguir la paz y la tranquilidad a los individuos, a las familias, a los pueblos y a las naciones. En la guarda de ellos está el secreto de abrirse paso dignamente en la vida.
Por ahora solamente nos detenemos en el precepto dominical. El domingo es el día en el cual los cristianos se reúnen para confesar juntos su fe y para nutrirse de la palabra de Dios y de la Eucaristía. Sin la participación en la mesa de la Palabra y en la mesa de la Eucaristía no hay posibilidad de una Iglesia viva. En realidad, en la celebración eucarística dominical, la parroquia alcanza el punto más alto y hermoso de su realidad.
Si faltamos a la misa dominical no nos podemos llamar cristianos, porque poco a poco nos faltaría Cristo: en la misa, en efecto, nos encontramos con Cristo vivo y presente en el misterio de su Cuerpo y de su Sangre, que se nos dona. Nos faltaría además la palabra de Dios, que nutre de verdad y de significado nuestra vida cotidiana. Nos faltaría la relación con la comunidad cristiana, porque sin la misa nos encontramos cada vez más solos y aislados en un mundo secularizado que tiende a ignorar a Dios. Nos faltarían, en fin, la luz y la fuerza de nuestra fe, el sostén de nuestra esperanza, el calor de la caridad.
El incumplimiento del precepto dominical debilita la fe y sofoca el testimonio cristiano. Cuando el domingo pierde su significado fundamental como "día del Señor" y se convierte simplemente en "fin de semana", es decir, simple día de evasión y diversión, queda uno encerrado en un horizonte terreno, tan estrecho que ya no deja ver el cielo (cf. Dies Domini, 4).
Cuando en el año 303 los cuarenta y nueve mártires de Abitinia, pequeña ciudad cercana a Cartago, fueron interrogados y después condenados por el juez por haber asistido el domingo a la misa, respondieron: “Nosotros no podemos vivir sin celebrar el domingo”.
Tampoco nosotros podemos ser cristianos sin reunirnos el domingo para celebrar la Eucaristía. Hay que descubrir de nuevo y acoger en toda su riqueza el sentido del domingo como día del Señor, como día de la alegría de los cristianos.
Los cristianos de los primeros siglos consideraban la misa dominical una necesidad sin la cual no podían vivir. La observancia de la misa dominical era el elemento que distinguía a los cristianos de los demás. San Ignacio de Antioquía, a principios del siglo II, define a los cristianos como “aquellos que celebran el domingo”.
Domingo a domingo, la asistencia a la misa se va convirtiendo en una excelente escuela de vida cristiana y una fuente inacabable de luz y de fuerza para vencer al mal con el bien.
Por esto, “El Domingo en el que se celebra el misterio Pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (Código de Derecho Canónico n. 1246). El domingo los fieles tienen la obligación de participar en la Santa Misa y se abstendrán de trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor y disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo. (CDC).
La expresión “de precepto” significa que asistir es una obligación grave (no ir a Misa es pecado mortal) y que sólo por motivos también graves (enfermedad, accidente, atención de enfermos,... etc.) se puede dejar de cumplir.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave”, Mortal (n. 2118). Esta obligación abarca también a aquellas otras cuatro fiestas (solemnidades) llamadas de “precepto” y que caen en otros días de la semana (1 de enero, Corpus Christi, 12 de diciembre y 25 de diciembre). El precepto de asistir a la Santa Misa puede cumplirse asistiendo el mismo día o el día anterior por la tarde.
Cabe también señalar que el precepto es de participar en la misa entera, o sea, desde la entrada del sacerdote con el canto del coro hasta la bendición final. Quienes se descuidan y llegan tarde, sin una gran razón justificada, están faltando al precepto y perdiéndose las bendiciones de una parte muy importantes de la Eucaristía.
La tradición ha conservado el recuerdo de una exhortación siempre actual: ‘Venir temprano a la iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración... Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la despedida... Lo hemos dicho con frecuencia: este día nos es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos. (Autor anónimo, serm. dom.).
b. Confesarse al menos una vez al año
El cristiano, liberado del pecado por el Bautismo, al estar dotado de libertad, puede volver a pecar y de hecho peca, de forma que su vida se convierte de algún modo en un recomenzar muchas veces, ya que necesita constantemente convertirse a Dios, con el que ha roto sus relaciones por el pecado mortal, o ha hecho que se enfriaran por el pecado venial.
De aquí la solicitud de la Iglesia por los pecadores se manifiesta principalmente en su interés porque se reconcilien con Dios y preceptúa desde antiguo este mandamiento. Busca así animar al pecador para que obtenga con frecuencia el perdón de Dios.
Por tanto, según el mandamiento de la Iglesia “todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al menos una vez al año, los pecados graves de que tiene conciencia” (CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental.
Así, aquel que ha pecado gravemente manifestaría poco aprecio por la gracia santificante si en un tiempo prudencial -que la Iglesia benévolamente determinó en un año-, no busca la reconciliación con dios. Por tanto, pecaría gravemente por el hecho de ser remiso en la búsqueda de la liberación del pecado.
Una vez al año: en el mandamiento se prescribe, en primer lugar, la confesión anual de los pecados mortales. El precepto obliga gravemente, y no cesa la obligación de confesarse aun cuando haya pasado el año; en ese caso hay obligación de hacerlo cuanto antes.
La confesión frecuente es un medio necesario para que el pecador venza al pecado; no sólo es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de los pecados graves cometidos después del Bautismo, sino que es además muy útil para la perseverancia en el bien. Resulta muy difícil que viva alejado de culpa grave quien rara vez se confiesa.
En este sentido, cabe también recordar que aquel que no hubiese cometido pecados mortales, no estaría, en rigor de ley, obligado a confesarse, ya que los pecados veniales se perdonan también por otros caminos, en especial por la recepción devota de la Eucaristía. Sin embargo, la Iglesia recomienda la confesión frecuente de los pecados, aunque no se tengan pecados mortales.
“Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente: con el se aumenta justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo” (Papa Pío XII).
El Concilio Vaticano II nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad, y para alcanzar esa plenitud de vida cristiana hay que recibir con frecuencia los sacramentos: “Es de suma importancia que los fieles (...) reciban con la mayor frecuencia posible aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana” .
Ahora hablemos, en este mismo contexto, aunque sea brevemente, de un pecado que se comete con frecuencia: el sacrilegio: Cuando una persona no se confiesa, teniendo pecados, antes de comulgar, o no los acusa íntegramente… Por tanto, para recibir dignamente a Cristo es menester estar en gracia de Dios, es decir, limpios de pecado mortal. Nadie puede acercarse a comulgar, por muy arrepentido que le parezca estar, si antes no ha confesado los pecados mortales. El pecado venial no impide la comunión, pero es lógico que tengamos deseos de recibir a Jesús con el alma muy limpia; de ahí que la Iglesia aconseja confesarse con frecuencia, aunque no tengamos pecados mortales. Si alguien se acercara a comulgar en pecado mortal, cometería un sacrilegio.
Al respecto, san Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas: “Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos muertos” (1Cor 11,27-29). Atribuye el Apóstol los peores males de la comunidad cristiana de Corinto a un uso abusivo de la comunión eucarística... Esto nos lleva a considerar el tema de la frecuencia y disposición espiritual que son convenientes para la comunión.
“Los Padres sinodales han afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la Reconciliación. Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado, favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental. En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios. Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo…” .
Benedicto XVI, por su parte, nos recuerda que “el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el Sacramento de la Reconciliación”. Vivimos en una cultura marcada por un fuerte relativismo y una pérdida del sentido del pecado que nos lleva a olvidar la necesidad del sacramento de la Reconciliación para acercarnos dignamente a recibir la Eucaristía.
Igualmente, hemos de valorar este regalo maravilloso de Dios y acercarnos a él para renovar la gracia bautismal y vivir, con mayor autenticidad, la llamada de Jesús a ser sus discípulos misioneros.
El sacramento de la reconciliación es el lugar donde el pecador experimenta de manera singular el encuentro con Jesucristo, quien se compadece de nosotros y nos da el don de su perdón misericordioso, nos hace sentir que el amor es más fuerte que el pecado cometido, nos libera de cuanto nos impide permanecer en su amor, y nos devuelve la alegría y el entusiasmo de anunciarlo a los demás con corazón abierto y generoso.
Por tanto, para vivenciar la comunión en la Iglesia es necesario recurrir a la Eucaristía y a la Reconciliación, dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La conversión nace de la Eucaristía y favorezca para ello la confesión individual frecuente. Así, la auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía.
La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!” (2 Co 5, 20). Así pues, si el laico o sacerdote tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico.
Se ha de tener siempre presente que la confesión individual es el único modo ordinario para que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilie con Dios y con la Iglesia, para retornar a la comunión con Cristo y con la Iglesia, que culmina en la Eucaristía.





CONCLUSIONES
“El Símbolo de los Apóstoles, vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a sus apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’ (Jn 20,22-23)” .
El misterio de la redención está, en su misma raíz, unido de hecho con la realidad del pecado del hombre. Por eso, al explicar con una catequesis sistemática los artículos de los Símbolos (credos) que hablan de Jesucristo, en el cual y por el cual Dios ha obrado la salvación, debemos afrontar, ante todo, el tema del pecado, esa realidad oscura difundida en el mundo creado por Dios, la cual constituye la raíz de todo el mal que hay en el hombre y, se puede decir, en la creación. Sólo por este camino es posible comprender plenamente el significado del hecho de que, según la Revelación, el Hijo de Dios se ha hecho hombre ‘por nosotros los hombres’ y ‘por nuestra salvación’.
El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.
En la Biblia, la lamentación que el hombre dirige a Dios cuando se encuentra sumido en el dolor, va acompañada por el reconocimiento del pecado cometido y por la confianza en su intervención liberadora. La confesión de la culpa es uno de los elementos que manifiestan esta confianza. A este propósito, son muy indicativos algunos Salmos que expresan con fuerza la confesión de la culpa y el dolor por el propio pecado (cf. Sal 38, 19; 41, 5). Esta admisión de la culpa, descrita eficazmente en el Salmo 50, es imprescindible para empezar una vida nueva. La confesión del propio pecado pone de relieve, indirectamente, la justicia de Dios: “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces; en la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente” (Sal 50, 6). En los Salmos se repite continuamente la invocación de ayuda y la espera confiada de la liberación de Israel (cf. Sal 88 y 130). Jesús mismo en la cruz oró con el Salmo 22 para obtener la intervención amorosa del Padre en la hora suprema.
Pero al mismo tiempo Jesús ejerce este poder divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber, que el Padre no sólo “ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar” (Jn 5, 22), sino que le ha conferido también el poder para perdonar los pecados. Evidentemente, no se trata de un simple “ministerio” confiado a un puro hombre que lo desempeña por mandato divino: el significado de las palabras con que Jesús se atribuye a Sí mismo el poder de perdonar los pecados -y que de hecho los perdona en muchos casos que narran los Evangelios- , es más fuerte y más comprometido para las mentes de los que escuchan a Cristo, los cuales de hecho rebaten su pretensión de hacerse Dios y lo acusan de blasfemia, de modo tan encarnizado, que lo llevan a la muerte de cruz.
Sin embargo, el “ministerio” del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a sus sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados” (Jn 20, 22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en cuanto a la persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que el Padre le ha comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la unión hipostática; como Hijo del hombre que sufre y muere en su naturaleza humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión mesiánica ha de prolongar su acción salvífica hasta la consumación de los siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados para ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad eterna del Padre, “rico en misericordia” (Ef 2, 4)».
Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). “Consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 18,18; 28,16-20)” [LG 22].
Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del ‘ministerio de la reconciliación’ (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado ‘en nombre de Cristo’, y ‘es Dios mismo’ quien, a través de él, exhorta y suplica: “Déjense reconciliar con Dios” (2 Co 5,20).
En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus apóstoles y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). “Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza (cf Mt 18,18; 28,16-20), recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 16,19)” LG 22).
“Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (LG 11).
Las tareas específicas inherentes a la misión confiada por Jesucristo a los Doce son las siguientes:
a. Misión y poder de evangelizar a todas las gentes, como atestiguan claramente los tres Sinópticos (cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 16-18; Lc 24, 45-48). Entre ellos, Mateo pone de relieve la relación establecida por Jesús mismo entre su poder mesiánico y el mandato que confiere a los Apóstoles: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 18-19). Los Apóstoles podrán y deberán llevar a cabo su misión gracias al poder de Cristo que se manifestará en ellos.
b. Misión y poder de bautizar (Mt 28, 29), como cumplimiento del mandato de Cristo, con un bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28, 29) que, por estar vinculado al misterio pascual de Cristo, en los Hechos de los Apóstoles es considerado también como bautismo en el nombre de Jesús (cf. Hch 2, 38; 8, 16).
c. Misión y poder de celebrar la eucaristía: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19; 1 Co 11, 24-25). El encargo de volver a hacer lo que Jesús realizó en la última cena, con la consagración del pan y el vino, implica un poder muy grande; decir en el nombre de Cristo: “Esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”, es casi identificarse con Cristo en el acto sacramental.
d. Misión y poder de perdonar los pecados (Jn 20, 22-23). Es una participación de los Apóstoles en el poder del Hijo del hombre de perdonar los pecados en la tierra (cf. Mc 2, 10); aquel poder que, en la vida pública de Jesús, había provocado el estupor de la muchedumbre, de la que el evangelista Mateo nos dice que “glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres” (Mt 9, 8).
























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Al cuarto grupo de Obispos de Canadá en Visita “ad Limina”, 9 de octubre de 2006
Mensaje a los jóvenes del mundo con ocasión de la XXII Jornada Mundial de la Juventud
Ángelus, Fiesta de la Conversión de San Pablo, 25 de enero de 2009
Nationals Stadium de Washington, D.C., 17 de abril de 2008
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La profesión de fe, pronunciada 1968

5. OTROS
SAN AGUSTÍN, Contra Faustum manichoeum, 22, 27: PL 42, 418.
SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 14, 28.
San Luis María Grignion de Montfort, Tratado sobre la verdadera devoción a María, 61
P. Jorge Loring, Para salvarte
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