lunes, 31 de octubre de 2011

XXXI Semana Reflexiones del evangelio de cada día


XXXI Semana
Lunes
Lucas 14,12-14
“No invites a tus amigos, sino a los pobres”. Esto es lo que el Señor propone al que lo había invitado a comer, para que los pobres lo reciban “cuando resuciten los justos”. San Beda enseña que el Señor “No prohíbe como un delito que se convide a los hermanos, a los amigos y a los ricos, pero manifiesta que, como los otros comercios de la necesidad humana, de nada nos aprovecha para obtener la salvación. Por esto añade: “No sea que te vuelvan ellos a convidar y te lo paguen”. No dice que se pecará. Y esto se parece a lo que dice en otro lugar (Lc 6,36): “¿Y si hacen beneficios a los que se los hacen, en qué consistirán sus méritos?”.
Por esto, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. "Oh ricos —así los exhorta— hagan amigos... a los pobres, acójanlos en sus casas: luego serán ellos, los pobres, quienes los acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna” (ib., p. 29).
Por consiguiente, si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me diste de comer... estaba desnudo, y me vestiste”, recibe, por lo tanto, mi Reino eterno.
Martes
Mateo 5,1-12ª
“Estén alegres y contentos, porque su recompensa será grande en el cielo”. Inicia el Señor su “sermón” proclamando “dichosos” o “bienaventurados” a los pobres en el espíritu, a los que lloran, a los sufridos, a los que tienen hambre y sed de la justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia, por causa del Señor.
El discípulo está llamado a santificarse en Cristo, participando de su misma vida y destino. El discípulo debe aprender del Maestro. Él, que promulgó las Bienaventuranzas, es al mismo tiempo su Modelo supremo. Se santifican aquellos que, escuchando y siguiendo al Señor, asumen las Bienaventuranzas como programa de vida. Por tanto, la fiesta de todos los santos nos recuerda que también a nosotros Dios nos llama a ser santos: “santifíquense y sean santos, pues yo soy santo” (Lev 11,44; ver Mt 5,48).
Ante esta invitación más de uno puede preguntarse con escepticismo: “¿Yo, santo?”. Muchos se dicen a sí mismos: No puedo, siempre caigo en lo mismo”. Otros, envueltos en las múltiples fascinaciones del mundo, no entienden qué pueda tener de atractivo un ideal así: “¿Ser santo? ¡Qué aburrido! ¡Me perdería demasiadas cosas!”.
Lo cierto es que el llamado a ser santo, a ser santa, es un llamado hecho a pecadores. Nadie nace santo. Por más pecador que seas, tú estás llamado a ser santo. ¿Que eres muy frágil y siempre caes en lo mismo? Pues te respondo que santo no es aquel o aquella que nunca cae, sino quien siempre se levanta, quien una y otra vez, tercamente, pide perdón al Señor y vuelve a la batalla, renovándose en sus propósitos. Santo es aquel que a pesar de caer “siempre en lo mismo” jamás se desalienta, y persevera hasta el fin. Podemos ser santos, podemos volver a ponernos de pie, porque contamos con el perdón del Señor, porque contamos con su fuerza y su gracia, que viene en auxilio de nuestra debilidad cuando humildes acudimos a Él. Esta fuerza, no podemos olvidarlo, la encontramos especialmente en la confesión sacramental, en la Eucaristía y en la oración perseverante. Puede, quien tercamente acude al Señor y encuentra en Él su fuerza: “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece” (Flp 4,13). Por tanto, una vez que contamos con la gracia de Dios, para ser santos “no se necesita otra cosa que quererlo” (San Juan Crisóstomo). Y es que, el que quiere el fin, pone los medios.
San Gregorio Magno nos exhorta así: “Busquemos, pues, queridos hermanos, estos pastos [de la vida eterna], para alegrarnos en ellos junto con la multitud de los ciudadanos del Cielo. La misma alegría de los que ya disfrutan de este gozo nos invita a ello. Por tanto, hermanos, despertemos nuestro espíritu, enardezcamos nuestra fe, inflamemos nuestro deseo de las cosas celestiales; amar así es ponernos ya en camino. Que ninguna adversidad nos prive del gozo de esta fiesta interior, porque al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito. No nos dejemos seducir por la prosperidad, ya que sería un caminante insensato el que, contemplando la amenidad del paisaje, se olvidara del término de su camino”.

Miércoles: Día de los fieles difuntos.
Tercera Misa: Lic. 23, 44-46. 50.52-53; 24, 1-6
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.Ayer, la fiesta de Todos los Santos nos hizo contemplar “la ciudad del cielo, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre” (Prefacio de Todos los Santos). Hoy, con el corazón dirigido todavía a estas realidades últimas, conmemoramos a todos los fieles difuntos, que “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz” (Plegaria eucarística I).
Es muy importante que los cristianos vivamos la relación con los difuntos en la verdad de la fe, y miremos la muerte y el más allá a la luz de la Revelación. Ya el apóstol san Pablo, escribiendo a las primeras comunidades, exhortaba a los fieles a “no afligirse como los hombres sin esperanza”. “Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, escribía, del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará con él” (1 Tes. 4, 13-14). También hoy es necesario evangelizar la realidad de la muerte y de la vida eterna, realidades particularmente sujetas a creencias supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos.
En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la “vida bienaventurada”, la felicidad; queremos ser felices. No sabemos bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión “vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib., 12).
Pero, mientras somos peregrinos, hemos de caminar por los caminos de Jesús, para que al fin de nuestra peregrinación podamos exclamar como Él, con gran confianza en el momento de nuestra muerte: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, Tu me has redimido, Señor, Dios de la verdad”. Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero sobre todo afrontando Él mismo a la muerte, viviendo y muriendo en las manos del Padre.
“Cuando morimos pasamos de la muerte a la inmortalidad; y la vida eterna no se nos puede dar más que saliendo de este mundo. No es esa un punto final sino un paso. Al final de nuestro viaje en el tiempo, llega nuestro paso a la eternidad. ¿Quién no se apresuraría hacia un tan gran bien? ¿Quién no desearía ser cambiado y transformado a imagen de Cristo?” (San Cipriano). Por esto hoy la Iglesia nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y a visitar sus tumbas en los cementerios.
Que María, Estrella de la esperanza, haga más fuerte y auténtica nuestra fe en la vida eterna y sostenga nuestra oración de sufragio por los hermanos difuntos.

Jueves
Lucas 15,1-10
“Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”. Las parábolas presentadas quieren expresar con cuánto empeño busca Dios a su criatura humana, que por su pecado se ha “perdido” y alejado de Él. Dios sale en su busca y hace todo lo que está a su alcance para hallarla. La alegría que experimenta el pastor al encontrar su oveja extraviada o la mujer al hallar la moneda perdida es análoga a la alegría que Dios experimenta por un pecador que se convierte.
San Ambrosio dice que “No carece de significado que Lucas nos haya presentado tres parábolas seguidas: La oveja perdida se había descarriado y fue recobrada, la dracma perdida fue hallada; el hijo pródigo que daban por muerto lo recobraron con vida, para que, solicitados por este triple remedio, nosotros curásemos nuestras heridas. ¿Quién es este padre, este pastor, esta mujer? ¿No es Dios Padre, Cristo, la Iglesia? Cristo que ha cargado con tus pecados te lleva en su cuerpo; la Iglesia te busca; el Padre te acoge. Como un pastor, te conduce; como una madre, te busca; como un padre te viste de gala. Primero la misericordia, después la solicitud, luego la reconciliación”
Las parábolas del evangelio de hoy hablan de una realidad presente en la historia de la humanidad, presente en nuestra propia historia personal: el pecado. El pecado “es rechazo y oposición a Dios” (CIgC 386), “es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (CIgC 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.
Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador (CIgC 1465).

Viernes (Lucas 16, 1-8)
“Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz”. El Evangelio que hemos escuchado trae la parábola de un hombre rico que despide a su administrador por haber estado haciendo mal uso de sus bienes. Antes de marcharse, sin embargo, es instado por el dueño de la hacienda a presentarle las cuentas de su gestión.
Los bienes materiales son necesarios a todos. Son queridos por Dios mismo para el hombre, para su subsistencia, su desarrollo y pacífica convivencia. ¿Quién puede subsistir sin ellos? Por tanto, es lícito a todo hombre procurar, poseer, administrar y aumentar, para sí mismo y para sus seres queridos, los bienes materiales: dinero, bienes muebles o inmuebles.
Sin embargo, hay también un enorme peligro con respecto a los bienes materiales, en sí mismos útiles y necesarios como hemos dicho. La posesión de riquezas o la aspiración a poseerlas es capaz de trastornar completamente al ser humano, de volverlo avaro, egoísta, insensible a las necesidades de sus hermanos humanos, astuto para el mal, implacable y cruel. Por dinero, por el afán de “tener”, el ser humano es capaz de robar, engañar, traicionar, cometer fraudes, ir a la guerra, asesinar. En efecto, “por amor a la ganancia han pecado muchos” (Eclo. 27,1).
La recta valoración de los bienes materiales debe producir una actitud de desprendimiento, una conducta que no se afane tanto en las posesiones, en el tener, sino que viva el desapego y se abra a la dimensión solidaria de la comunicación de bienes. Bien enseña el Espíritu a Timoteo: «A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera» (1Tim 6,17-19). Así, el tener queda purificado por el desapego y la comunicación de bienes en el horizonte de la caridad.
Sábado
Lucas 16, 9-15
“Si con el dinero, tan lleno de injusticias no fueron fieles, ¿quién les confiará los bienes verdaderos?”. Sobre ese tema que nos presenta el evangelio de hoy, San Agustín enseña que: «El Señor… nos declara la diferencia que hay entre los bienes que debemos buscar y los bienes que necesitamos consumir en la siguiente sentencia: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura”. El Reino de Dios, en consecuencia, y su justicia son nuestros verdaderos bienes, los cuales debemos nosotros buscar y poner en ellos el fin por el cual debemos hacer todo aquello que hacemos. Mas como nosotros luchamos en esta vida para poder arribar a aquel Reino y esas cosas son indispensables para vivir, el Señor dijo: “Todas estas cosas se os darán por añadidura, pero vosotros buscad primero el Reino de Dios y su justicia”».
Desde esta reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).
A los hombres nos corresponde una tarea primordial: Buscar el Reino de Dios y su justicia (cf. Ibíd. 6, 33). En esto debemos emplear todas nuestras fuerzas, porque ese Reino es como un tesoro escondido en un campo, la perla más valiosa, de que nos habla el Evangelio; y para obtenerlo, debemos hacer todo lo posible, hasta venderlo todo (cf. Ibíd. 13, 44. 45), es decir, no tener otro afán en el corazón.
Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida.

sábado, 29 de octubre de 2011

XXXI Domingo O/A Homilía sobre la segunda lectura


XXXI Domingo del Tiempo Ordinario/A (1Tes 2, 7b-9.13)
“Queríamos entregarles no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestra propia vida”. Las Lecturas de hoy se refieren muy especialmente a aquéllos que tienen responsabilidad dentro de la Iglesia, quienes con su ejemplo y su predicación deben guiar al pueblo de Dios; y nosotros hoy tomaremos a san Pablo como modelo de evangelizador, que entrega el evangelio y la vida. En san Pablo vemos cuál ha de ser el trato que el Apóstol ha dado a aquéllos a quienes sirve. Más allá del servicio, les habla de una ternura maternal y hasta de entregar la propia vida por ellos.
La EN 79 nos dice que “La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza. Un modelo de evangelizador como el Apóstol San Pablo escribía a los tesalonicenses estas palabras que son todo un programa para nosotros: “Así, llevados de nuestro amor por ustedes, queremos no sólo darles el Evangelio de Dios, sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinieron a sernos”.
La obra de la evangelización que san Pablo había llevado a cabo se apoya en el hecho de que anunció las enseñanzas de Dios. Y no sólo las enseñanzas de Dios. El estaba también dispuesto a entregar su misma vida movido por el amor que sentía por aquéllos a los que había sido enviado.
El Evangelio es proclamado por medio de palabras vivas, de gestos de vida. Y especialmente es proclamado mediante el testimonio de una donación total a Dios. Compartir la misión de Cristo supone una actitud esponsal de correr su suerte arriesgando todo por El. La participación en el apostolado de la Iglesia, en su misión universal, nace del “amor esponsal por Cristo, que se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como Pueblo de Dios, por la Iglesia que es a la vez Esposa y Madre” (RD 15).
El Evangelio representa la belleza de la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo. Es capaz de suscitar por sí mismo la fe, una fe que tiene su fundamento en la potencia de Dios. Es la Verdad. Por esto, merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia vida. Esta es la enseñanza y el ejemplo de san Pablo: “Queríamos entregarles no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestra propia vida”.
Sin embargo el Evangelio no agrada siempre a los hombres. No puede gustarles siempre. Porque no puede ser falsificado con vanas lisonjas, ni se puede buscar en él ninguna ventaja personal, ni tipo alguno de fama o celebridad. A los oyentes les parecerá “palabras duras”, y quien lo anuncia y lo confiesa se convertirá en “signo de contradicción”. Pues esta verdad divina, esta buena noticia encierra de hecho una fuerte tensión en su interior. En ella se condensa la oposición entre aquello que viene de Dios y aquello que viene del mundo. Cristo dice: “Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no son del mundo, sino que yo los escogí del mundo, por esto el mundo los aborrece” (Jn 15, 19). Y también: “Sapan que me aborreció a mí primero que a ustedes” (ib., 15, 18).
En lo más íntimo del corazón del Evangelio, de la buena noticia, está impresa la cruz. En ella se entrecruzan las dos grandes corrientes: la una, que partiendo de Dios se dirige hacia el mundo, hacia los hombres que están en el mundo, una corriente de amor y de verdad; la segunda, que discurre a través del mundo: “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y orgullo de la vida” (1 Jn 2, 16). Todo esto no viene “del Padre”.
Pero nosotros sabemos que el Evangelio que, se nos ha dado para vivirlo y anunciarlo a los demás, es el Evangelio de la verdad. Una verdad que hace libres y que es la única verdad que procura la paz del corazón; esto es lo que la gente va buscando cuando le anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo. Verdad difícil que buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo repetimos una vez más, ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores.
Que la Virgen María nos enseñe a tener como único regla de vida el Evangelio, que nos salva y nos libera de todo lo que puede oprimir nuestro ser en el tiempo y en la eternidad.

miércoles, 19 de octubre de 2011

XXX Semana Reflexiones al Evangelio de cada día


XXX Semana
Lunes
Lucas 13, 10-17
“¿No era bueno desatar a esta hija de Abrahán de esa atadura, aun en día de sábado?”. El Evangelio refiere la curación en sábado de la mujer encorvada, que provocó la indignación del jefe de la sinagoga; Jesús reprende a los que lo criticaban diciéndoles: “¡Hipócritas!” (Lc 13,15). Jesús sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.
“¿No era bueno desatar a esta hija de Abrahán de esa atadura, aun en día de sábado?”. Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10). Con estas palabras, Jesús no sólo condena la actitud de falsedad y el afán de hacerse notar, sino también la presunción de creerse justos, que excluye toda posibilidad de auténtica conversión y de fe en Dios.
Por esto, el comportamiento que, más que ningún otro indignaba a Jesús era la hipocresía. Cuántas veces dijo a sus discípulos: no hagan “como los hipócritas” (Mt 6, 2.5.16), o a los que desacreditaban sus buenas acciones: “¡Ay de ustedes hipócritas!” (Mt 23, 13.15). En efecto, Jesús no soportaba la hipocresía porque ésta es la falsificación de la vida, la perversión del pensamiento, la profanación de la palabra. Al mentir, el hipócrita quiere pensar como habla, y vivir después como piensa, es decir, siempre en contradicción con la verdad.
Por tanto, con esta pregunta que Jesús hace a sus enemigos “¿No era bueno desatar a esta hija de Abrahán de esa atadura, aun en día de sábado?”, les dice a ellos y a nosotros que la ley tiene que desembocar en el amor. El corazón del hombre no está hecho para la ley. Está hecho para el amor. Y una religión que no se traduzca en amor merece un solo nombre: hipocresía.

Martes
Lucas 13, 18-21
“Creció la semilla y se convirtió en un arbusto”. En la página evangélica que la liturgia nos propone, Jesús compara el reino de los cielos con un grano de mostaza, una de las semillas más pequeñas que, en cambio, cuando crece, se convierte en un lozano arbusto.
El Señor Jesús ha utilizado muchas veces en sus parábolas la imagen de la semilla, porque expresa bien muchos aspectos del dinamismo del reino de los cielos: se desarrolla por su propia fuerza; tiene que morir antes en la tierra para poder brotar y fructificar; al principio es invisible y oculta, pero luego se manifiesta en la bondad y belleza de sus frutos.
También nosotros, hermanos y hermanas, hemos de convertirnos en semilla que, oculta en la tierra, es decir, en la humildad y en la obediencia a la voluntad divina, brota y produce frutos abundantes de amor y vida eterna.
La semilla está destinada ‘a dar fruto’, por su propia virtualidad interior, sin duda alguna, pero el fruto depende también de la tierra en la que cae (cf. Mt 13, 19-23), es decir, de la respuesta de cada uno de nosotros, y todos los días en nuestra vida diaria, pública u oculta.
Miércoles (Lucas 13, 22-30)
“Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios”. El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones. La misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad.
La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento. Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9,16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del mundo.
En efecto, al decir Jesús que “Vendrán del oriente y del poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios”, nos está diciendo que “(Dios) quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2,4-6). Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos.
Jueves (Lucas 13, 31-35)
“No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”. “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33) (CIgC 557), porque esta ciudad es signo de “la ciudad del Dios vivo”.
Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no han querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón: “Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42) (CIgC 558).
La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Así, Jerusalén nos revelan la ciudad que es meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial, por esto Jesús dijo: “No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”.
Ahora nosotros, “en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8).
Viernes: Santos Simón y Judas Tadeo, Apóstoles
Lucas 6, 12-16
“Eligió a doce de ellos y los nombró apóstoles”. Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia.
Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: ‘piedra’, sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18).
El primer elemento constitutivo del grupo de los Doce es, por consiguiente, la adhesión absoluta a Cristo: se trata de personas llamadas a «estar con él», es decir, a seguirlo dejándolo todo. El segundo elemento es el carácter misionero, expresado en el modelo de la misma misión de Jesús, que predicaba y expulsaba demonios. La misión de los Doce es una participación en la misión de Cristo por parte de hombres estrechamente vinculados a él como discípulos, amigos, representantes.
Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como un lábaro alzado entre todos los pueblos, al comunicar el Evangelio de la paz a todo el género humano, se siente conducida por la esperanza en su peregrinación hacia la meta de la patria celestial

Sábado
Lucas 14, 1. 7-11
“El que se engrandece a sí mismo será humillado; y el que se humilla será engrandecido”. El Señor tiene una intención muy clara cuando contrapone la oración del fariseo a la del publicano: educar a quienes se tenían por justos y despreciaban a los demás. Esta actitud la conocemos con el nombre de soberbia.
Sí, hay en cada uno de nosotros una profunda raíz de soberbia, raíz que debemos arrancar. Y no hay otro modo de vencer la soberbia sino ejercitándonos en la virtud contraria: la humildad.
La humildad es andar en verdad, es reconocer nuestra pequeñez ante Dios, nuestra absoluta dependencia de Él. La humildad es reconocerme pecador ante Dios, necesitado de su misericordia, de su perdón y de su gracia. En cuanto al prójimo, es no creerme más, ni mejor, ni superior a nadie.
San Juan Crisóstomo: «Aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios. Por lo que señala la causa de su sentencia cuando añade (Sal 50,19): “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla, será ensalzado”».
Cristo es el modelo de humildad, y María, la mujer humilde. Que Ella nos ayude a seguir al Señor que dijo: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

XXX Domingo O/A Homilía sobre la segunda lectura


XXX Domingo del Tiempo Ordinario/A (Rom 10, 9-18)
Hay dos hechos muy relevantes en la vida y misión de la Iglesia:
1º.) La celebración del día mundial de las misiones, que nos recuerda, que la Iglesia existe para “evangelizar, es su dicha y su vocación propia, su identidad más profunda Cfr. EN 14). E mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados, llamados a ser “siervos y apóstoles de Cristo Jesús”. Ser cristiano es ser misionero. No se es cristiano si no se es misionero. El anuncio es un deber de la Iglesia y del cristiano. El anuncio respetuoso y pacífico no es proselitismo.
2º.) El lunes pasado Benedicto XVI instituyó el Año de la fe con la Carta Apostólica Porta Fide en forma de Motu proprio que va del el 11 de octubre de 2012 (50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II) y acabará el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo, Rey del Universo. El Año de la Fe “es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo”.
Estos dos hechos: evangelizar para suscitar la fe o despertarla o hacerla crecer, y el año de la fe son iluminados por la Palabra de Dios de este Domingo. El tema que propongo hoy, en el contexto de estas celebraciones, es la afirmación de san Pablo en la segunda Lectura: “La fe viene de la predicación y la predicación consiste en anunciar la palabra de Cristo”. Esta ley enunciada un día por San Pablo conserva hoy todo su vigor.
“El tedio que provocan hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras formas de comunicación, no deben sin embargo disminuir el valor permanente de la palabra, ni hacer prender la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios (70). Por esto conserva también su actualidad el axioma de San Pablo: “la fe viene de la audición”, es decir, es la Palabra oída la que invita a creer” (EN 42).
En efecto, “Cristo llevó a cabo esta proclamación del reino de Dios, mediante la predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá que no admite parangón con ninguna otra: ‘¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad’ (Mc 1, 27); ‘Todos le aprobaron, maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca...’ (Lc 4, 22); ‘Jamás hombre alguno habló como éste’ (Jn 7, 46). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino” (EN 11).
Así, todo discípulo de Jesús, por el hecho de ser seguir del Maestro, está llamado a suscitar la fe por la predicación, a través de su vida íntima con Jesús: en la vida de oración, en la escucha de la Palabra y de las enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida; de tal modo que cada creyente, se convierte en testimonio, provocando la admiración y la conversión de los que viven en su entorno; y así, cada uno se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe la misión de evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto (Cfr. EN 15, 4).
Benedicto XVI en la Carta Apostólica Porta Fide con la que ha instituido el Año de la fe, en el n. 6, dice que la renovación de la Iglesia pasa “a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó”.
Continúa el Papa diciendo el no. 7 que “…hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo» (De utilitate credendi, 1, 2).
La fe sólo crece y se fortalece creyendo y compartiendo lo que se cree. Así el testimonio de vida de los creyentes será cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada (Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum), y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio. (Cf. Ibidem 9).

lunes, 17 de octubre de 2011

XXIX Semana Reflexiones del Evangelio de cada día


XXIX Semana
Lunes (Lucas 12, 13-21)
“¿Para quién serán todos tus bienes?”. El hombre vive contemporáneamente en el mundo de los valores materiales y en el de los valores espirituales. En esta relación la primacía corresponde a los valores espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de servirse de los bienes terrenos y materiales.
Un hombre que centra su seguridad en sus posesiones y que no tiene en cuenta la caducidad de esta vida sólo puede ser calificado de necio, poco inteligente. La expresión usada por el Señor busca despertar y hacer salir de la ilusión a quien cree que lo más importante es atesorar para sí, poner en los bienes materiales y riquezas su gozo y confianza, cuando éstos son incapaces de asegurarle la Vida eterna.
Es sabio quien pone su confianza en Dios y encuentra su seguridad en Él, consciente de que la muerte le puede sobrevenir en cualquier momento. Para lo que hay que estar preparados es para el encuentro final con Dios, que puede llegar ese mismo día. Entonces cada uno se encontrará cara a cara ante Dios, y la riqueza entonces no se medirá por los bienes temporales que uno haya acumulado en el terreno peregrinar, sino por el amor y la caridad vivida en el compartir.
San Ambrosio enseña que “En vano amontona riquezas el que no sabe si habrá de usar de ellas; ni tampoco son nuestras aquellas cosas que no podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud es la que acompaña a los difuntos. Únicamente nos sigue la caridad, que obtiene la vida eterna a los que mueren”.
Martes: San Lucas, el Evangelista (Lucas 10, 1-12)
“La mies es abundante y los obreros son pocos”. La primera reacción del Señor al ver a la muchedumbre “como ovejas sin pastor” es la de invitar a sus discípulos a rogar “al dueño de la cosecha que mande trabajadores a recogerla”, dado que “la cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos”.
Ante la abundancia de la cosecha han de pedirle al “dueño”, es decir, a Dios que envíe más obreros para ayudar en la recolección de la mies. La oración de petición es fundamental. También Moisés, siglos atrás, había elevado a Dios esta oración: “Que el Señor… ponga un hombre al frente de esta comunidad, uno que salga y entre delante de ellos y que los haga salir y entrar, para que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor” (Núm 27, 15-17).
Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (CIgC 463).
“Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia”, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, “que es como el alma de todo apostolado” (CIgC 464).
Miércoles
Lucas 12, 39-48
“Al que mucho se le da, se le exigirá mucho”. A la pregunta de Pedro si la parábola la había dicho sólo por ellos o por todos, el Señor responde con otra parábola. En ella se refiere a un administrador. De éste se espera que sea “fiel y solícito”, que cumpla cabalmente con lo que su señor le confía mientras éste se ausenta.
La parábola es un llamado a la vigilancia, una vigilancia que implica cumplir fielmente, día a día, con las propias responsabilidades y deberes delegados por su señor. Cuando vuelva el dueño de la hacienda, el administrador deberá responder por la fidelidad con la que cumplió su gestión. Lo mismo hará el Señor con sus apóstoles y con todos aquellos a quienes les confía un puesto de gobierno en su Iglesia: “A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más”.
El criado que conoce la voluntad de su señor, pero no está preparado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. En cambio, el que, sin conocer esa voluntad, hace cosas reprobables, recibirá un castigo menor. A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más.
Por tanto, todos y cada uno de nosotros tenemos un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos con fidelidad.
Que por intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra cultivemos un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.
Jueves
Lucas 12, 49-53
“No he venido a traer paz, sino más bien división”. En el evangelio, que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. Sin embargo, el evangelio de Cristo es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, "es nuestra paz" (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz.
Entonces, ¿A qué se refiere el Señor cuando dice que ha venido a traer la “división”. Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
La paz que Jesús nos ha venido a traer no es una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, interceda por nosotros para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
Viernes
Lucas 12, 54-59
“Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente?”. El concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de Jesús mismo, designa como “signos de los tiempos” (ib., 4) los indicios significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios en la historia.
La advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte y saludable también para nosotros hoy: “Saben interpretar el aspecto del cielo y no pueden interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás” (Mt 16, 3-4).
Jesús invita al discernimiento con respecto a las palabras y las obras que atestiguan la llegada inminente del reino del Padre. En Jesús crucificado se da una especie de transformación y concentración de los signos: él mismo es el ‘signo de Dios’, sobre todo en el misterio de su muerte y resurrección. Para discernir los signos de su presencia en la historia es preciso liberarse de toda pretensión mundana y acoger el Espíritu de Jesús que “todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios” (1 Co 2, 10).
Jesús hoy nos pide a nosotros que acojamos la fuerza del Espíritu Santo, para ser sus testigos en donde cada uno de nosotros vivimos, nos movemos y somos, para convertirnos en signos del Hijo de Dios, crucificado y resucitado (cf. 1 P 1, 19-21). Durante el arco de toda nuestra vida, se presenta ante nosotros, la invitación a “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” para irnos “llenando hasta la total plenitud de Dios” (Ef 3, 19). El secreto de este camino es el Espíritu Santo, que nos guía “hasta la verdad completa” (Jn 16, 13).
Sábado
Lucas 13, 1-9
“Si no se arrepienten, perecerán de manera semejante”. Hemos escuchado en el Evangelio que en medio de aquel diálogo con sus discípulos que algunos traen la dramática noticia de la masacre de los galileos en el Templo. El Señor sale inmediatamente al paso de lo primero que se les puede venir a la mente: la muerte violenta de aquellos hombres se trataría de un “castigo divino”, debido a la maldad de sus pecados. El Señor afirma categóricamente que aquellos galileos no eran “más pecadores que los demás galileos” por haber padecido esa muerte terrible, y advierte a sus oyentes: “si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”.
La misma advertencia la hace por segunda vez a propósito del accidente en el que dieciocho hombres murieron aplastados al desplomarse la torre de Siloé: “si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera”. Así pues, a decir del Señor, si de justicia pura se tratara, incluso aquellos que se creían buenos merecerían igual muerte, dado que todos eran igualmente pecadores. Por tanto, la muerte violenta sufrida por aquellos hombres no era un castigo divino.
La grave y repetida advertencia del Señor: «si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera», es una seria invitación al cambio. Quien se obstina en el mal camino y no se convierte al Señor de corazón camina hacia la propia y definitiva destrucción, a la muerte eterna. Es de esta “segunda muerte” (ver Ap 20,6.13-15; 21,8) de la que advierte el Señor. Por tanto esta exhortación de Jesús: “Si no se arrepienten, perecerán de manera semejante”, es una exhortación a la conversión del corazón y a la esperanza. Pidamos a María, la gracia de una conversión profunda, de modo que podamos morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.

viernes, 14 de octubre de 2011

XXIX Domingo O/A sobre la segunda lectura


XXIX Domingo del Tiempo Ordinario/A (1Ts 1,1-5)
San Pablo en la segunda lectura dice a los de Tesalónica: “Recordamos su fe, esperanza y caridad”. Este es el tema que les voy a proponer, las virtudes teologales: La fe, la esperanza y la caridad, que son como tres estrellas que brillan en el cielo de nuestra vida espiritual para guiarnos hacia Dios. Estas tres virtudes nos ponen en comunión con Dios y nos llevan a él.
1. LA FE
Hablemos de la fe. La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado… Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo (...) vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).
Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la “obediencia de la fe” (Rm 1, 5; 16, 26) como de la primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1, 18-32). Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él (CIgC 2087).
El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos [...] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo [...] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33) (CIgC 1816).
2. LA ESPERANZA
La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo (CIgC 1817). En otras palabras, decimos que la esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios.
La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad (CIgC 1818).
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En este punto santa teresa de Jesús nos dice: “Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin” (Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)
3. LA CARIDAD
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12) (CIgC 1822-1823). El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad.
En el vértice de las tres virtudes teologales está el amor, que san Pablo compara casi con un lazo de oro que une en armonía perfecta a toda la comunidad cristiana: “Y por encima de todo esto, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Estas son las tres virtudes teologales, que nos disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Fueron infundidas por Dios en nuestra alma para hacernos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna.

lunes, 10 de octubre de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. XXVIII Semana


XXVIII Semana
Lunes (Lucas 11, 29-32)
“A la gente de este tiempo no se le dará otra señal que la del profeta Jonás”. El signo de Jonás es una imagen profética pascual que el mismo Jesús utilizó para anunciar su muerte y su resurrección. Este profeta escapista, desconforme, quejumbroso, pero finalmente fiel, puede ayudarnos en nuestro peregrinar diario de muerte y resurrección. Por tanto, la advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte y saludable también para nosotros hoy: “Ustedes saben interpretar el aspecto del cielo y no pueden interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás” (Mt 16, 3-4).
Jonás no sólo es prefiguración del Resucitado, sino también signo del desafío que la fe plantea a todo creyente. La señal del profeta indicada por Cristo como símbolo de su resurrección, lo es también de la vida nueva del cristiano que ha renacido en el bautismo. Sólo la fuerza del resucitado puede cambiar nuestros corazones y hacernos triunfar sobre el poder del pecado. Sólo la gracia de Dios puede crear en nosotros un corazón nuevo. Sólo su amor puede cambiar nuestro “corazón de piedra” (Ez 11,19) y hacernos capaces de construir, en lugar de demoler. Sólo Dios puede hacer nuevas todas las cosas.
Así, Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40). Esta es la gran y única señal, que ha de conducir y transformar nuestra vida de cada día, la muerte y resurrección de Jesús, misterio, que da luz esperanza a nuestros gozos y alegrías, a nuestras angustias y tristezas, a la slaud y a la enfermedad, a lo próspero y la adverso de nuestra vida.
Martes (Lucas 11, 37-41)
“Den limosna de lo que tienen, y todo lo de ustedes quedará limpio”. El Espíritu dará al corazón la pureza que conviene en el ejercicio de la limosna y la oración. Así se cumplirla palabra: “El alzar de mis manos es como una ofrenda de la tarde” (ps.140, 2), y esta otra: "Las manos de los poderosos distribuyen riquezas" (Prov.10,4) Y san León Magno dice que “Junto al razonable y santo ayuno, nada más provechoso que la limosna, denominación que incluye una extensa gama de obras de misericordia, de modo que todos los fieles son capaces de practicarla, por diversas que sean sus posibilidades”.
La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros.
Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría. El Padre celestial recompensa nuestras limosnas con su alegría. Y hay más: San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad –escribe– cubre multitud de pecados” (1P 4,8). Por eso hoy Jesús, en el evangelio nos ha dicho: “Den limosna de lo que tienen, y todo lo de ustedes quedará limpio”.
San José Benito Cottolengo solía recomendar: “Nunca cuentes las monedas que das, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo” (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201).
Miércoles (Lucas 11, 42-46)
“¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley!”. El Evangelio relata la controversia del Señor Jesús con los fariseos doctores de la ley. Los fariseos formaban el grupo más observante y más religioso de Israel. Los escribas, también fariseos, eran los “letrados” que sabían leer y escribir, muy instruidos en la Ley de Moisés y los profetas. Por su parte, los doctores de la ley, conocían mejor que nadie la Palabra de Dios, la Ley y los Profetas, pero no vivían lo que conocían. Por esto Jesús hoy en el Evangelio les reprocha: “¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley!”. Con estas represiones que Jesús les hace a estos grupos, busca descubrir la maldad de éstos, algo que ellos disimulaban con engañosas apariencias de bondad.
El corazón de los fariseos y doctores de la ley se hallaba lejos de Dios, porque su corazón no sintonizaba con el corazón misericordioso del padre. Su corazón estaba cerrado a la justicia y a la misericordia: cumplían la Ley a su modo, pero en realidad estaban lejos de su corazón, por su falta de misericordia, algo que continuamente les reclama el Señor, como en el caso que nos ocupa: “¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley!”.
A nosotros también nos puede pasar como a los fariseos y doctores de la ley: ¡Nos ocupamos tanto en cuidar lo exterior, la apariencia, estar limpios, bien vestidos y peinados, perfumados, etc.! Sin embargo, ¿nos empeñamos igualmente en tener y mantener un corazón limpio y puro, cerca de Dios, que sintonice con Él?
La incoherencia entre lo que creo como católico y lo que vivo día a día es un gravísimo mal que nos afecta a todos. Es la misma hipocresía que denuncia el Señor ante quienes se preocupan por guardar las formas externas de la moralidad pero no purifican debidamente el propio corazón: «Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío…”».
Jueves
Lucas 11, 47-54
“Les pedirán cuentas de la sangre de los profetas, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías”. Desde el principio la sangre de los justos clamó al cielo, en efecto, Dios dijo a Caín, homicida de su hermano: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí” (Gén 4,10); de los acompañantes de Noé se dice: “Pediré cuentas de vuestra sangre de vuestras vidas, de la mano de todas las fieras” (Gén 9, 5). Y también: “Será derramada la sangre de quien derramare la sangre de un hombre” (Gén 9,6).
Y en el Evangelio de hoy, hemos escuchado de parte del Señor, a los que habrían de derramar su sangre: “Se pedirá cuenta de toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías (Lc 11,50-51), con lo cual quería decir que él recapitularía en la suya propia el derramamiento de la sangre de todos los justos y profetas desde el principio, y que él mismo pediría cuenta de la sangre de ellos. En efecto, la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor.
El martirio por confesar la fe, por ser fieles a Dios, no es solo para algunos, todos los seguidores de Cristo, tanto en el AT como en el NT, estamos llamados a ser mártires, testigo en las cosas grandes y pequeñas, en privado y en público. Pero en todo, como en los mártires de todos los tiempos, Dios está de nuestro lado, no sólo para fortalecernos, sino también para darles el premio eterno de los cielos. Sin miedo, sigamos siendo fieles a Dios.

Viernes
Lucas 12, 1-7
“Todos los cabellos de su cabeza están contados”. El Señor nos pide que confiemos en su Divina Providencia, pues El está pendiente de todo:
“…no teman, hasta los cabellos de sus cabezas están contados. … ustedes valen más que los pajaritos” (Mt 10, 30-31).
“No anden preocupados por su vida con problemas de alimentos, ni por su cuerpo con problemas de ropa. ¿No es más importante la vida que el alimento y más valioso el cuerpo que la ropa?” (Mt 6, 25).
“Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero Yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen!” (Mt 6, 28).
Dios no quiere directamente ningún mal físico, entendido como privación de algún bien físico (por ejemplo, una enfermedad). Tampoco quiere directamente ninguna carencia, como una privación injusta de la libertad, una situación económica difícil, pero permite estos llamados “males” para obtener mayores bienes. Estos llamados “males” pueden resultar “bienes” cuando los aprovechamos como lo que son: gracias de privación, de sufrimiento, de dolor, para crecer en nuestra vida espiritual.
De allí que San Agustín enseñe: “El Dios Omnipotente no habría permitido que hubiese mal en sus obras si no fuese tan Omnipotente y Bueno que consiga sacar bien del propio mal”.

Sábado
Lucas 12, 8-12
“El Espíritu Santo les enseñará lo que convenga decir”. El Espíritu les enseñará toda la verdad, dijo Jesús a sus apóstoles, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo.
Desafortunadamente, Nuestro tiempo está desorientado y confundido; a veces, incluso, parece que no conoce la frontera entre el bien y el mal; aparentemente, rechaza a Dios, porque lo desconoce o porque no lo quiere conocer. Por esto es una urgencia permitir que el Espíritu de Dios nos lo enseñe todo, poniéndonos en una actitud de docilidad y humildad a su escucha, a fin de aprender la “sabiduría del corazón” (Sal 90, 12) que sostiene y alimenta nuestra vida.
Creer es ver las cosas como las ve Dios, participar de la visión que Dios tiene del mundo y del hombre, de acuerdo con las palabras del Salmo: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10). Esta «luz de la fe» en nosotros es un rayo de la luz del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo da al cristiano -cuya vida, de otro modo, correría el riesgo de quedar sujeta únicamente al esfuerzo, a la regla e incluso al conformismo exterior- la docilidad, la libertad y la fidelidad. En efecto, él es “Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11, 2).

jueves, 6 de octubre de 2011

XXVIII Domingo Ordinario/A sobre la segunda lectura


XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 4, 12-14, 19-20)
Todo lo puede en Aquel que me conforta. Hoy san Pablo en la segunda lectura nos ha recordado que con Dios todo es posible, puesto que nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que pueda imaginarse. Es decir, que en esta vida tenemos todas las fuerzas necesarias venidas de Dios, para soportar cualquier dificultad, o vivir simplemente nuestra vida como Dios manda, porque “Dios, con su infinita riqueza, remediará con esplendidez todas nuestras necesidades”.
En efecto, Jesús es nuestra fuerza. Lo es sobre todo cuando la cruz resulta demasiado pesada y, como le sucedió a él, experimentamos miedo y angustia (cf. Mc 14, 33). Acordémonos entonces de las palabras que dijo a sus discípulos: “Velen y oren” (Mc 14, 38). Velando y orando con él entramos en el misterio de su Pascua: nos da a beber su cáliz, que es cáliz de pasión, pero sobre todo cáliz de amor. El amor de Dios es capaz de transformar el mal en bien, la oscuridad en luz, la muerte en vida.
Mantener encendida la antorcha de la fe en el mundo herido por la cultura de la muerte y envuelto en su oscuridad, constituye un llamado a todo bautizado, quien debe ser siempre consciente que la victoria que vence al mundo es nuestra fe. Ante los obstáculos que se puedan presentar hay que recordar bien las palabras del Apóstol Pablo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. Alguno puede olvidar esta visión que alimenta el ardor y dejarse atenazar por el miedo, quizá disfrazado de molicie. Pero, precisamente el Santo Padre viene recordando con insistencia que hay que escuchar a Dios que nos invita a no tener miedo, a no acobardarse. Por el contrario, hay que acoger el soplo del Espíritu que impulsa a elevar muy en alto la enseña de la esperanza y confiar siempre en las promesas del Señor.
El sufrimiento, en efecto, es siempre una prueba -a veces una prueba bastante dura-, a la que es sometida la humanidad. Desde las páginas de las cartas de San Pablo nos habla con frecuencia aquella paradoja evangélica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de manera particular por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos que participan en los sufrimientos de Cristo. El escribe en la segunda carta a los Corintios: “Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo”. En la segunda carta a Timoteo leemos: “Por esta causa sufro, pero no me avergüenzo, porque sé a quién me he confiado”. Y en la carta a los Filipenses dirá incluso: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (SD 23).
En definitiva, san Pablo, ante el miedo que podemos experimentar, nos invita a confiar en Dios y lanzarnos hacia adelante para conquistar el horizonte que el Señor nos propone: el horizonte de la propia grandeza, el horizonte de ser también nosotros pescadores de hombres, según la vocación particular a la que el Señor te llame: el matrimonio, el sacerdocio o la vida consagrada. El miedo se resuelve en un profundo acto de confianza en Dios: “En la confianza estará nuestra fortaleza” (Is 30,15). “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor” (Sal 40,5).
¡Que el poder de Cristo se manifieste con toda su potencia y esplendor en nuestra propia vida, en una vida nueva, a través de todos tus actos nutridos de fe, esperanza y caridad! ¡Al Señor que sale victorioso del sepulcro abrámosle la mente y el corazón! ¡Brillemos con la luz y el esplendor de Aquel en el que lo podemos todo! ¡Es hora de luchar! ¡Es hora de morir a todo lo que es muerte para triunfar con Cristo! ¡Dejemos atrás nuestros miedos, nuestras cobardías, nuestras mezquindades, nuestras vanidades y soberbias, tus sensualidades, tus odios y rencores, tus amarguras y resentimientos, tus hipocresías y tinieblas, nuestras envidias e indiferencias, nuestras perezas y avaricias! ¡Pidámosle al Señor Jesús que con su fuerza nos ayude a liberarnos de esos pecados que nos atan, que con pesadas aunque invisibles cadenas nos mantienen esclavizado a la muerte!
Así, quien se abre a la fuerza y potencia del Hijo de Dios, quien se deja tocar por Él, quien no abandona la lucha, puede -contando incluso con la propia fragilidad e inclinación al mal- decir perfectamente: “Todo lo puedo hacer con la ayuda de Cristo, quien me da la fuerza que necesito” (Flp 4,13).

sábado, 1 de octubre de 2011

XXVII Domingo ordinario/A sobre la segunda lectura


XXVII Domingo del Tiempo Ordinario/A (Fil 4, 6-9)
En el Evangelio el Señor nos dice que nos ha elegido para que demos fruto y nuestro fruto permanezca (Jn. 15, 16). Él quiere que cada uno de nosotros seamos una viña fructífera que dé buenos frutos. El Señor nos está diciendo que nos da todo, nos da todo lo que nuestra alma necesita para dar frutos de santidad, para dar frutos de caridad, para dar lo que El espera de nosotros.
¿Cuáles son los frutos esperados? Los frutos son todas esas cosas buenas de que nos habla San Pablo, en la carta a los Filipenses, de la segunda lectura, que nos dice: “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8). Obren bien y el Dios de la paz estará con ustedes. Este es nuestro tema de hoy.
En este mismo contexto de las virtudes, que nos presenta san Pablo, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. P in T., I: l.c., 265-266):
La verdad –dijo– será fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros.
La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás.
El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias, y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu.
Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.
Caminando en la vida diaria, en donde cada uno de nosotros vivimos, para agradar a Dios, es el mayor y más noble fin de la vida y la fuente inagotable de las satisfacciones más puras. No olvidemos que desde el momento en que la religión cristiana arraigue en medio de nosotros, desde el momento en que no queramos otra cosa que agradar a Dios con una vida intachable y una práctica ejemplar del Cristianismo, el Dios de la paz estará siempre con nosotros, y si Dios está con nosotros, nada nos puede faltar: tendremos el amor y la paz.
La fe en el Dios que tiene rostro humano, en Cristo Jesús, trae la alegría y la paz a cada hombre y mujer, que le acoge en su corazón. En efecto, el cristianismo es fuente de todo lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia. "Cristo es nuestra paz”. ¡Él es el Príncipe de la paz! Él es el gran artesano de lo verdadero, noble y justo, del orden y la paz en el corazón del hombre, porque es él quien conduce la historia humana y el único que puede inclinar los corazones a renunciar a las malas pasiones que engendran el mal y la mentira, el pecado, que da muerte y quita la paz y del amor del corazón del hombre.
Cristo es la luz, el amor y la paz, y la luz, el amor y la paz no pueden ocultarse o desaparecer del corazón del hombre; sólo pueden iluminar, consolar y fortalecer. Por tanto, que nadie tenga miedo de Cristo y de su mensaje. Y si a lo largo de la historia los cristianos, por ser hombres limitados y pecadores, lo han traicionado a veces con sus comportamientos, esto hace resaltar aún más que la luz es Cristo y que la Iglesia Por consiguiente, los cristianos no tenemos permiso de sentarnos o retroceder en nuestro camino del seguimiento de Cristo. Hay que seguir siempre perfeccionándonos a sí mismos: procurar obrar bien, en paz con Dios y con el prójimo, persuadidos de que sólo así son modernos, completos; sólo así estaremos al día, en una perspectiva que une el tiempo con la eternidad, la criatura con Dios. Una vez más nos habla el Apóstol: “Todo es de ustedes, y ustedes de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Cor. 3, 22). Y de nuevo: "Consideren cuanto hay de verdadero, de digno, de honorable, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Phil. 4, 8), y el Dios de la paz estará con ustedes.
Que por manos de María, entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. “Y todo será bien”, “todo será para bien”: todo será para gloria de Dios y salvación de los hombres.