lunes, 29 de agosto de 2011

XXII Semana Reflexiones del evangelio de cada día


Vigésima Segunda semana

Lunes: San Juan Bautista, Martirio
Marcos 6, 17-29
Muerte del Bautista. Hoy la tradición cristiana recuerda el martirio de san Juan Bautista, “el mayor entre los nacidos de mujer”, según el elogio del Mesías mismo (cf. Lc 7, 28). Ofreció a Dios el supremo testimonio de la sangre, inmolando su existencia por la verdad y la justicia; en efecto, fue decapitado por orden de Herodes, al que había osado decir que no le era lícito tener la mujer de su hermano (cf. Mc 6, 17-29).
En la encíclica Veritatis splendor, Benedicto, recordando el sacrificio de san Juan Bautista (cf. n. 91), afirmó que el martirio es un “signo preclaro de la santidad de la Iglesia" (n. 93). En efecto, "es el testimonio culminante de la verdad moral” (ib.). Aunque son pocos relativamente los llamados al sacrificio supremo, existe sin embargo “un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios” (ib.). Realmente, a veces hace falta un esfuerzo heroico para no ceder, incluso en la vida diaria, ante las dificultades y las componendas, y para vivir el Evangelio sin cortapisas.
Como auténtico profeta, san Juan dio testimonio de la verdad sin componendas. Denunció las transgresiones de los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas eran los poderosos. Así, cuando acusó de adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el martirio su servicio a Cristo, que es la verdad en persona.
Invoquemos su intercesión, junto con la de María santísima, para que nosotros nos mantengamos siempre fiel a Cristo y testimoniemos con valentía su verdad y su amor a todos.

Martes Santa Rosa de Lima, Virgen
Mt 13, 44-46
Va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre.... va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Ibíd., 13, 44).
San Gregorio nos explica que “El tesoro escondido en el campo significa el deseo del Cielo, y el campo en que se esconde el tesoro es la enseñanza del estudio de las cosas divinas: “Este tesoro, cuando lo halla el hombre, lo esconde”, es decir, a fin de conservarlo; porque no basta el guardar el deseo de las cosas celestiales y defenderlo de los espíritus malignos, sino que es preciso además el despojarlo de toda gloria humana… Compra sin duda el campo después de haber vendido todo lo que posee aquél que renunciando a los placeres de la carne echa debajo de sus pies todos sus deseos terrenales por guardar las leyes divinas”.
Con esta parábola el Señor resalta la necesidad de “venderlo todo” para poder ganar el Reino de los Cielos. ¿Qué tenemos qué vender para hacernos del Reino de los cielos? Puede haber muchos tipos de bienes que hemos de vender. Unos son materiales, otros pueden ser espirituales. Así, pues, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
Miércoles
Lucas 4, 38-44
También a los otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, pues para eso he sido enviado. El Señor manifiesta la razón que le impulsa a tomar esa decisión de abandonar a quienes lo buscan e ir a otros pueblos a predicar también allí: “para eso he venido”. En esta frase el Señor define toda su misión: ha sido enviado por le Padre Dios para anunciar el Evangelio.
San Juan Crisóstomo enseña que Jesús al decir ‘para esto he venido’ “manifiesta el misterio de la Encarnación y el señorío de su divinidad confirmando que había venido al mundo por su voluntad. Y San Lucas dice: “Para esto soy enviado” (Lc 4,43), manifestando la buena voluntad de Dios Padre sobre la disposición de la Encarnación del Hijo».
Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ése es el motivo de su ‘misión’. ‘El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras’. Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los Cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo ‘presente ya en misterio’.
Luego de Él los Apóstoles son los primeros llamados a anunciar el Evangelio de Jesucristo. También San Pablo es un vaso elegido por el Señor. La misión de anunciar el Evangelio la ha recibido directamente del Señor, misión de la que se experimenta absolutamente responsable: «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!». Impulsado por ese celo y sentido del deber San Pablo se hace “todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos”.
Jueves
Lucas 5, 1-11
Dejándolo todo, lo siguieron. La escena del Evangelio se desarrolla a orillas del lago de Genesaret, probablemente en las proximidades de Cafarnaúm, puesto que es allí donde residía Pedro y donde por lo mismo es de suponer que ejercía su oficio de pescador.
Una mañana el Señor Jesús va en busca de Pedro, que con sus compañeros se ha pasado la noche pescando. Sin embargo, por su obediencia se produce una pesca inesperada y tan sobreabundante que reventaba la red. Al llegar a la orilla Simón Pedro no hace sino arrojarse a los pies de Jesús: el asombro se ha apoderado de él y de sus compañeros. El signo realizado por Jesús hace que de Maestro pase a llamarlo “Señor”, como reconocimiento de la divinidad de Jesucristo. Ante esta manifestación de la gloria del Señor Pedro le suplica que se aparte de él, puesto que él es un hombre impuro, pecador.
Jesús conoce bien de qué barro está hecho Pedro, conoce sus pecados, sus miserias y debilidades, sabe perfectamente que no es digno de Él, incluso sabe que lo va a negar y traicionar, pero su mirada va más allá de todo eso: el Señor Jesús mira su corazón, sabe que ha sido formado desde el seno materno para ser “pescador de hombres”, para ser apóstol de las naciones, para ser “Pedro”, la roca sobre la que va a construir su Iglesia, y teniendo todo ello en mente lo alienta a no tener miedo de mirar el horizonte y asumir la grandeza de su vocación y misión.
También a nosotros el Señor, profundo conocedor del corazón humano, nos dice: “¡No tengan miedo!, los haré pescadores de hombre, remen mar adentro. ¡No tengan miedo a descubrir el sentido de su vida y su misión en el mundo!”, a través del matrimonio, el sacerdocio o la vida consagrada. Mejor resolvamos nuestros miedos en un profundo acto de confianza en Dios: “En la confianza estará su fortaleza” (Is 30,15).
Viernes (Lucas 5, 33-39)
Vendrá un día en que les quiten al esposo y entonces sí ayunarán. Jesús de Nazaret es introducido en medio de su pueblo como el Esposo que había sido anunciado por los profetas. Lo confirma él mismo en la página evangélica que hemos escuchado, a la pregunta de los discípulos de Juan: “¿Por qué... tus discípulos no ayunan?” (Mc 2, 18), responde: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Mientras tengan consigo al esposo no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán, en aquel día” (Mc 2, 19-20).
Con esta respuesta, Jesús da a entender que el anuncio de los profetas sobre el Dios-Esposo, sobre “el Redentor, el Santo de Israel”, encuentra en él mismo su cumplimiento. Él revela su conciencia del hecho de ser Esposo entre sus discípulos, aunque al final “les será arrebatado”.
En el Evangelio de hoy, Jesús insiste en que la “alegría” y el cumplimiento de los mandamientos, sea primero. Antes del “ayuno”, antes del sacrificio, hay la alegría de estar “con el Esposo”, con Dios. Jesús quiere indicar, a propósito de la discusión sobre el ayuno que su presencia lleva una alegría que desborda el espíritu de la ley antigua. Con su venida ha empezado la gran fiesta de los esponsales de Dios con la humanidad; hemos de rehuir, pues, la tristeza y vivir en el clima alegre de la nueva alianza, que debe impregnar las necesarias prácticas penitenciales.
Así pues, Jesús es muy claro en la respuesta que da a los discípulos de Juan: está convencido que primero es la justicia y el amor, y que ése es el ayuno primero que Dios quiere: el ayuno de todo lo que estorba para que el Esposo, Jesús, se aposente en nuestro corazón. El ayuno que Él busca es el del corazón, la conversión que Él busca es la del corazón y siempre que nos enfrentemos a esta dimensión de la conversión del corazón.
Sábado (Lucas 6, 1-5)
"¿Por qué hacen lo que está prohibido hacer en sábado”. Los fariseos se entregaban totalmente al estudio de la Ley dada por Dios a Moisés así como de las “tradiciones de los padres”. Sus miembros se daban al riguroso cumplimiento de su propia interpretación de la Ley, especialmente en lo tocante al descanso sabático, a la pureza ritual y a los diezmos.
Según la tradición judía el sábado (shabbat) es el séptimo y último día de la semana, en el que el pueblo recordaba el día en que Dios había descansado luego de la obra creadora, el día que por mandato divino debía ser santificado por el pueblo de Israel mediante el descanso (ver Ex 20,9-11).
Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba. Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos, que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio a Dios o al prójimo que realizan sus curaciones.
El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día, sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios. “El Hijo del hombre es Señor del sábado” (Mc 2, 28).
Nuestro sábado, el primer día en que actuó el Señor, El Domingo, Día del Señor, porque es el Día de su triunfo, el Día grandioso en que el Señor Jesús resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, Día en el que Él hizo todo nuevo, Día por tanto consagrado al Señor.

viernes, 26 de agosto de 2011

XXII Domingo ordinario/A Sobre la seguda lectura


XXII Domingo del Tiempo Ordinario/A (Rom 12, 1-2)
Ofrézcanse ustedes mismos como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto.Estas palabras de San Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios. En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia.
En ese texto, el Concilio vincula la oración, que es la Eucaristía por excelencia, mediante la cual los cristianos dan gloria a Dios, con la ofrenda de sí mismos “como hostia viva, santa y grata a Dios” (cf. Rm 12, 1) y con el testimonio que es preciso dar de Cristo. Así el cristiano hace suyo el culto de Cristo que no es sólo un culto ritual (el culto del Templo), sino la ofrenda de sí mismo en un acto de obediencia con toda su existencia. El culto de Cristo en el cristiano no sólo se realiza, pues, con la celebración de la ofrenda de la eucaristía y con la recepción de los sacramentos, con la oración y acción de gracias, sino mediante el testimonio de una vida santa.
El verdadero culto a Dios no es sólo algo exterior, sino la propia vida; en este sentido la Misa aparece calificada como “nuestra Misa”: no es una ceremonia a la que se asiste, sino un encuentro en el que, quien participa, recibe el don que Cristo hace de sí mismo y queda comprometido a convertirse, él mismo, en un don para glorificar al Padre y servir a los hermanos.
Por tanto, todo lo que hay de auténticamente humano -pensamientos y afectos, palabras y obras- encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. El culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar cualquier aspecto de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf. 1 Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios.
Y precisamente, el Domingo es el día en que el cristiano encuentra esa forma eucarística de su existencia y a la que está llamado a vivir constantemente. Y “Vivir según el domingo” quiere decir vivir conscientes de la liberación traída por Cristo y desarrollar la propia vida como ofrenda de sí mismos a Dios, para que su victoria se manifieste plenamente a todos los hombres a través de una conducta renovada íntimamente. Por tanto, la espiritualidad eucarística no es solamente participación en la Misa y devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera. Por esto, san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos, que estamos meditando, nos invita a vivir el nuevo culto espiritual, cambiando el propio modo de vivir y pensar: “Y no se ajusten a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto” (12, 2).
Así, pues, es necesario dar a la Eucaristía toda su verdad en nosotros, en lo cotidiano de nuestras vidas (…). Poner toda la vida en la Misa, incluir la Misa en la vida, ha sido siempre (…) la verdad más práctica predicada por la Iglesia a los fieles en materia de participación eucarística. Siendo miembros de la asamblea litúrgica, nos ofrecemos con Cristo, completando el acto del sacerdocio espiritual interior en el de nuestro sacerdocio bautismal. Y acto seguido damos a nuestra vida, toda su realidad a nuestra Misa, manifestándonos en el testimonio alegre y convencido de nuestra vida cristiana, “… como una ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto.
Que por intercesión de la Virgen Madre, sepamos perseverar en la oración, alabando juntos a Dios, ofreciéndonos a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios.

lunes, 22 de agosto de 2011

Vigésima primera Semana Reflexiones al evangelio de cada día


Vigésima primera Semana
Lunes
Mateo 23, 13-22
¡Ay de ustedes, guías ciegos! A los guías espirituales del pueblo elegido les reprocha Jesús su ceguera: “Son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo" (Mt 15,14). Los discípulos no están exentos de incurrir en la misma insensibilidad y hacerse merecedores del mismo juicio. A continuación del reproche a los escribas, Jesús, vuelto hacia Pedro lo amonesta: “¿También ustedes están todavía sin inteligencia?” (15,16). Los discípulos tienen que guardarse de la levadura de los escribas y fariseos, que es la incredulidad y la hipocresía, porque les es igualmente fácil incurrir en ellas. Por eso los ayes de Jesús, pueden tener también algo de advertencia disuasoria para sus propios discípulos: ¡Ay de ustedes escribas y fariseos hipócritas! (...) ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el Santuario que hace sagrado el oro? (...) ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? (...) ¡Guías ciegos que cuelan el mosquito y se tragan el camello!” (Mt 23,13-32; citamos los vv. 13.17.19.24).
En efecto, Los sacerdotes…, padres y madres de familia, profesores y profesoras…, cada cristiano, queremos ser Luz y sin embargo podemos ser tinieblas, y en vez de llevar a nuestros hermanos por el buen camino, los podemos llevar por el despeñadero, empujados por nuestra mala actitud y malos ejemplos, y así nos podemos transformar en ciegos, guiando a otros ciegos por caminos peligrosos, y esto porque nosotros, quizá, no somos capaces de ver cuál es el verdadero camino, que conduce a la santidad, al Reino de los Cielos.
Tratemos entonces de cumplir con la obligaciones de vida apostólica que el Señor nos ha encargado, hagámoslo con consecuencia, con coherencia, y como cristianos que estamos siendo llamados por Dios todos los días a ser luz del mundo, seamos luces verdadera, demos todo de sí, para dar testimonio y ejemplo, para que nuestros hermanos abran su corazón al amor de Dios.
Martes
Mateo 23, 23-26
Esto es lo que tenían que practicar, sin descuidar aquello. Es decir, dar el diezmo, pero sin descuidar lo que es la misericordia, la justicia y la fe. Nos sentimos todos aludidos por estas acusaciones que Jesús hace a los fariseos, Ellos son una posibilidad permanente de nuestro corazón. Es decir, en cada uno de nosotros puede haber un fariseo.
Todos somos fariseos cuando anulamos la Palabra de Dios detrás de las tradiciones, cuando nos limitamos al cumplimiento, a la legalidad, cuando reducimos la religión a una cuestión de prácticas piadosas, cuando pretendemos llegar a Dios pasando por encima del otro. Y lo primero en nuestro diario vivir es la misericordia, la justicia y la fe, como encuentro vivo y personal con Jesús resucitado.
No olvidemos que Dios es Padre de misericordia y de toda consolación, y que quiere que nuestra vida sea un reflejo de Él, por esto ante los legalismos, nos pide misericordia con el hermano. Jesús, al revelarnos la plenitud de la misericordia del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan justo y misericordioso sólo se accede por la experiencia de la misericordia que debe caracterizar nuestras relaciones con el prójimo.

Miércoles San Bartolome, Apóstol
Juan 1, 45-51
Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Estas palabras de Natanael presentan un doble aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado.
Jesús es el verdadero rey de Israel, verdadero rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. Por tanto, en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios, pero es también el verdadero Sacerdote.
Que en esta fiesta de Natanael sepamos responder como él, con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo y viviendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49), o como decimos en el credo: Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Jueves
Mateo 24, 42-51
Estén preparados. Ante el acontecimiento de su venida última y ante la ignorancia sobre la hora o día, el Señor enseña que sólo cabe una actitud sensata: velar y estar preparados en todo momento. Y para insistir más aún en la necesidad de este estar preparados el Señor pone a sus discípulos otra comparación: «si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón estaría vigilando y no lo dejaría asaltar su casa». Del mismo modo, el saber que vendrá y la ignorancia del momento mueven a una persona sensata a mantenerse siempre vigilante.
Jesús, mientras somos peregrinos en este mundo, estemos en permanente conversión, con una fe viva y en permanente vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a Aquel que «es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.
San Gregorio Magno nos dice que “El ladrón mina la casa sin saberlo el padre de familia, porque mientras el espíritu duerme sin tener cuidado de guardarla, viene la muerte repentina y penetra violentamente en la morada de nuestra carne, y mata al Señor de la casa, a quien halló durmiendo. Porque mientras el espíritu no prevé los daños futuros, la muerte, sin él saberlo, le arrastra al suplicio. Mas resistiría al ladrón, si velara, porque precaviendo la venida del Juez, que insensiblemente arrebata a las almas, le saldría al encuentro por medio del arrepentimiento, para no morir impenitente. Quiso, pues, el Señor, que la última hora sea desconocida, para que siempre pueda ser sospechosa; y mientras no la podamos prever, incesantemente nos prepararemos para recibirla”.
Por su parte, santa Teresa de Jesús nos dice: Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin.
Viernes
Mateo 25, 1-13
Ya viene el esposo, salgan a su encuentro. El Señor nos vuelve a insistir en nuestra actitud ante la llegada de Jesús y su Reino. Como ayer, hoy también nos hace un llamado a nuestra responsabilidad personal frente a Dios que nos ama y viene a nuestro encuentro. El nos hace un insistente aviso a velar, a estar alerta.
Y nos relata el Señor que: “El Reino de los cielos es semejante a diez jóvenes, que tomando sus lámparas, salieron al encuentro del esposo.” El Esposo es Cristo; viene de improviso llamar a su banquete eterno a los creyentes, simbolizados en las diez jóvenes vírgenes que velan a la espera de introducidas en la boda. En esta parábola las relaciones entre Dios y el hombre se presentan, como sucede con frecuencia en el Antiguo Testamento— como relaciones nupciales.
Por cierto, nuestra vida es una espera desvelada del Esposo, y debe ser una vida que se ocupe en buenas obras, para este caso, en la parábola están representadas por el aceite que alimenta la lámpara de la fe. Las vírgenes prudentes están bien provistas de él, por lo tanto pueden resistir lo prolongado de la vigilia nocturna y encontrarse prontas para el recibimiento del esposo. En cambio, las vírgenes necias, que representan a los cristianos descuidados el cumplimiento de sus deberes, ven que sus lámparas se apagan sin remedio, llegan luego tarde y llaman inútilmente: “Señor, señor, ábrenos”.
Hagamos de nuestra vida una lámpara encendida que brille con la luz de la fe y permanezcamos en oración, sabedores de que el Señor es el supremo valor, y estemos en permanente deseo de Dios.

Sábado
Mateo 25, 14-30
Porque has sido fiel en cosas de poco valor, entra a tomar parte en la alegría de tu señor. El Evangelio, con la narración de la parábola de los talentos, mientras nos alienta al empleo generoso de todas nuestras energías, nos señala al mismo tiempo la meta final, que es la consecución y la consumación de la alegría perfecta: “Siervo bueno y fiel..., entra en el gozo de tu señor” (cf. Mt 25, 21-23).
Ante esta parábola nos podemos preguntar: ¿Cómo debemos vivir en la espera de la vuelta de Jesús? La respuesta nos la da Jesús: todo lo que somos y todo lo que tenemos debemos emplearlo y ponerlo al servicio del Señor y de nuestro prójimo, porque lo que somos y tenemos Dios nos ha dado no sólo para beneficio personal, sino para ponernos al servicio de los demás.
Por consiguiente, ante Dios, llevaremos sólo lo que hayamos dado y no lo que hayamos acumulado, porque lo que damos lo ponemos en el banco del amor. Por este motivo Jesús alaba a los dos hombres que supieron negociar con los talentos recibidos: es precisamente lo que hicieron los santos, con la lógica divina del amor y del don total de sí.
Por otro lado, vemos el trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: “Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos” (Mt 25, 26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca “sembrar” y “recoger”. Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo que tenemos.

sábado, 20 de agosto de 2011

XXI Domingo ordinario/A Sobre la segunda lectura


XXI Domingo del Tiempo Ordinario/A
(Rom 11, 33-36)
Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por Él y todo está orientado hacia Él. Dios, y sólo Dios, es la fuente de la vida, una fuente viva, activa, abundante y desbordante. Él lo ha creado todo, lo penetra todo con su soplo de vida; él conserva todo en la vida y al final lleva todo a la plenitud de la vida. "En él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28).
Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por Él, es lo mismo que decimos en el credo: ‘Creador del cielo y de la tierra’, y confesar a Dios como ‘Creador del cielo y de la tierra’, quiere decir, que todo el mundo, la realidad entera que me envuelve y me hace estar enclavado en el tiempo y en el espacio, es creación divina, obra de sus manos. Buena, por tanto: “Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno” (Gén 1,4.10.12.18.21.31). Buena, y querida por Dios. Este mundo ha brotado de la bondad y del amor de Dios: “Tú has creado el universo; por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Ap 4,11). “Porque El es bueno, existimos”, sintetiza San Agustín.
Dios crea para dar amor al ser creado, es decir, para hacer felices a las criaturas que salen de sus manos. Por eso, la creación es un acto de amor que sólo desde el amor puede funcionar correctamente. Cuando se rompe el vínculo del amor, se introduce el mal y se arruina la creación. Por ese amor la sostiene en la creación. Ese amor se manifiesta a través de la divina providencia, que actúa a veces misteriosamente en medio del dolor.
Dios es amor y, por lo tanto, todo lo hace desde el amor y por amor. En el amor está, pues, la causa, la motivación de la Creación. Dios crea el mundo que conocemos, “lo visible y lo invisible” -incluidos los ángeles, que también son criaturas de Dios-, por amor.
“…y todo está orientado hacia Él”. La creación, en el plan de Dios, desde el comienzo, está orientada a la plenitud. Al acabar la obra de los seis días, Dios descansó, creando el descanso. La corona de la creación es el sábado. Toda la creación está orientada a la glorificación de Dios, a entrar en la libertad de los hijos de Dios, en la gloria de la plenitud del Reino de Dios (Rom 8,19-24). La primera creación lleva ya en germen su tensión hacia el nuevo cielo y la nueva tierra (Cfr. Is 65,17; 66, 22; Ap 21,2). Alcanzará su plenitud cuando Dios sea “todo en todo” (1Cor 15,28).
En el centro está Cristo, como cúspide o piedra angular de la creación y de la historia: “El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de El fueron creadas todas las cosas celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por El y para El. El es anterior a todo, y todo se mantiene en El” (Col 1,15-17).
Cristo es nuestro futuro y, como escribíó el´Papa en la carta encíclica Spe salvi, su Evangelio es comunicación que “cambia la vida”, da la esperanza, abre de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y del universo (cf. n. 2).
Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor. Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra ‘sombra’. Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.
Que por intercesión de la Madre de Dios y Madre nuestra, esta reflexión sobre la creación nos conduzca al descubrimiento de que, en el acto de la fundación del mundo y del hombre, Dios ha sembrado el primer testimonio universal de su amor poderoso, la primera profecía de la historia de nuestra salvación; y de que “Dios no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 27-28).

lunes, 15 de agosto de 2011

Semana Vigésima Reflexiones del evangelio de cada día


Vigésima semana
Lunes: La asunción de la Santísima Virgen María
Lucas 1, 39-56
Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes. La Virgen es el ejemplo perfecto de esta verdad evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este mundo y enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52). La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la Reina del mundo, Reina y Señora y Madre nuestra. Por esto, ella es la primera que pasó por el ‘camino’ abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica.
Santa María asunta a los Cielos es para nosotros, hijos de la Iglesia peregrinante, un signo de esperanza que brilla intenso en el horizonte, signo que nos atrae, nos alienta y anima a seguir sus huellas y caminar juntos y confiadamente hacia donde Ella se encuentra gloriosa junto a su Hijo resucitado.
“… la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (CIgC 966).
Por consiguiente, la fiesta de la Asunción de la Virgen María constituye para todos los creyentes una ocasión propicia para meditar sobre el sentido verdadero y sobre el valor de la existencia humana en la perspectiva de la eternidad. El cielo es nuestra morada definitiva. Desde allí María, con su ejemplo, nos anima a aceptar la voluntad de Dios, a no dejarnos seducir por las sugestiones falaces de todo lo que es efímero y pasajero, a no ceder ante las tentaciones del egoísmo y del mal que apagan en el corazón la alegría de la vida.
¡Virgen Madre de Cristo, vela sobre nosotros! Haz que un día también nosotros podamos compartir tu misma gloria en el Paraíso, donde “hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas para siempre” (Antífona de entrada de la misa vespertina de la vigilia).
Martes
Mateo 19, 23-30
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los cielos. El tener bienes terrenales implica un grave riesgo para la vida eterna. La afición a los bienes, la ambición de bienes, son pesada carga de la que es muy difícil librarse, salvo con la fuerza de Dios. No es que los bienes sean necesariamente malos, ciertamente no lo son, sino que aficionarse a ellos, depender de ellos, estar esclavizados a ellos ansiándolos y venerándolos como ídolos ése es el mal. “No se puede servir a Dios y a las riquezas”.
San Ambrosio enseña que “Aun cuando en la abundancia de las riquezas hay muchos alicientes para pecar, también hay muchos medios para practicar la virtud. Aunque la virtud no necesita opulencia, y la largueza del pobre es más laudable que la liberalidad del rico, sin embargo la autoridad de la sentencia celeste no condena a los que tienen riquezas, sino a los que no saben usar de ellas. Porque así como el pobre es tanto más laudable cuanto más pronto es el afecto con que da, así es tanto más culpable el rico que tarda en dar gracias a Dios por lo que ha recibido, y se reserva sin utilidad la fortuna que le ha sido dada para el uso de todos. Luego no es la fortuna, sino el afecto a la fortuna, el que es criminal; y aunque no hay mayor tormento que amontonar con inquietud lo que ha de aprovechar a los herederos, sin embargo, como los deseos de amontonar de la avaricia se alimentan de cierta complacencia, los que tienen el consuelo de la vida presente pierden el premio eterno”.
Miércoles
Mateo 20, 1-16
¿Es que tienes envidia porque yo soy bueno? De la parábola del evangelio, que hemos escuchado, llama la atención la reacción de los jornaleros, que protestan porque a los últimos se les paga lo mismo que a los que trabajaron desde la mañana. Se quejan porque consideran injusto que a ellos, habiendo trabajado más, se les pague igual. El dueño de la viña pone de manifiesto lo que en realidad se esconde detrás del reclamo aparentemente justo: “¿Has de ser tú envidioso porque yo soy bueno?” (Mt 20,15).
La envidia es la tristeza experimentada ante el bien o prosperidad del prójimo, así como también el gozo ante el daño o mal que sufre. San Agustín calificaba la envidia como el “pecado diabólico por excelencia”, y San Gregorio Magno afirmaba que “de la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia”. ¡Cuántos llevados de la envidia inventan historias, divulgan o exageran defectos del prójimo, dañan o destruyen su buena imagen o reputación!
La envidia surge con especial intensidad frente a las personas a las que guardamos algún resentimiento, o también frente a aquellos con quienes entramos en competencia y rivalidad. También se da entre amigos o hermanos. No pocas veces escuchamos a los niños protestar llorosos o airados ante sus padres: “¿Por qué a él/ella sí y a mí no? ¡Qué injusto! ¡Yo merezco más!” ¡Cuántas veces reclamamos también nosotros de la misma manera ante todo lo que juzgamos como una “injusticia” que se nos hace!
La protesta surge ante todo lo que pueda ser interpretado como un favoritismo para con el otro. La soberbia nos lleva a querer estar siempre por encima de los demás, ser mejores que el otro, y por lo tanto nos creemos con el derecho de merecer más que él. Y cuando no es así, la envidia dispara nuestras protestas.
La envidia produce numerosas heridas, rencores, resentimientos, que van envenenando el propio corazón y van difundiendo ese veneno por doquier. Se da frente a todos los que han sido más favorecidos que yo. El reclamo será a “la vida” que a mí no me ha dado las oportunidades que a otros, o a Dios que no me ha dado estos u otros dones, talentos, capacidades, constitución física, inteligencia, etc. que tal o cual poseen.
El envidioso se encierra cada vez más en su propio egoísmo. El estar mirándose primero a sí mismo lo vuelve mezquino, lo hace incapaz de alegrarse cuando el otro progresa o recibe beneficios que él no. Como está siempre centrado en sí mismo y en su propio interés, no en el de los demás, percibe todo don hecho al hermano como una afrenta e injusticia para consigo. En efecto, es propio de los envidiosos quejarse de lo que se da a otros como si se les quitara a ellos.
¿Cuál es el remedio a este terrible mal, a este pecado diabólico que sin duda a todos nos afecta, en mayor o menor medida? He aquí la recomendación de Fray Luis de Granada: “si quieres una muy cierta medicina contra este veneno, ama la humildad y aborrece la soberbia, que ésta es la madre de esta peste. Porque como el soberbio ni puede sufrir superior ni tener igual, fácilmente tiene envidia de aquellos que en alguna cosa le hacen ventaja, por parecerle que queda él más bajo si ve a otros en más alto lugar”
Y si quieres asemejarte más aún al Señor, pon por obra también este otro sabio consejo de aquel mismo maestro espiritual: “no te debes contentar con no tener pesar de los bienes del prójimo, sino trabaja por hacerle todo el bien que pudieres, y pide a nuestro Señor le haga lo que tú no pudieres”.




Jueves
Mateo 22, 1-14
Conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren. El Señor en el Templo, a los ya alterados sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, les vuelve a hablar con una nueva parábola: un rey, que celebraba la boda de su hijo, manda a sus siervos para avisar a los invitados, pero estos “no quisieron ir”. Rechazan la invitación porque, según su criterio, tienen otras cosas más importantes que hacer, como cuidar sus negocios o trabajar sus tierras. Al estar pendientes de sus propios asuntos no les interesa la invitación del rey a participar de su alegría ni de las bodas de su hijo.
En esta nueva alegoría el rey representa también a Dios Padre. El “banquete preparado” es el Reino de los Cielos, presente y establecido ya en la tierra por la presencia de Jesucristo, el Hijo del Padre que ha venido a sellar una nueva Alianza con su pueblo por medio de su propio sacrificio en el Altar de la Cruz. Con Él han comenzado los tiempos mesiánicos, con Él ha llegado ya “la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4): todo está listo para “la boda” del Hijo.
San Gregorio Magno, enseña que “El [Padre] ha enviado a sus criados para invitar a sus amigos a las bodas. Los envió una primera vez y una segunda vez, es decir, primero por los profetas, luego por los Apóstoles, para anunciar la encarnación del Señor. (…) “Pero ellos no hicieron caso, y se fueron unos a su campo y otros a su negocio” (Mt 22,5). Ir a su campo significa dedicarse sin reserva a las tareas de aquí abajo. Ir a sus negocios es buscar ávidamente el provecho propio en los asuntos de este mundo. Los unos y los otros se olvidan de pensar en el misterio de la encarnación del Verbo y de configurar sus vidas según este misterio. Aun más grave es el comportamiento de aquellos, que, no contentos con despreciar el favor de quien los invita, lo persiguen”.
Y San Juan Crisóstomo dice: “Aun cuando parece que los motivos son razonables, aprendemos, sin embargo, que incluso cuando sean necesarias las cosas que nos detienen, conviene siempre dar la preferencia a las espirituales: y a mí me parece que cuando alegaban estas razones, daban a conocer los pretextos de su negligencia”.
Viernes
Mateo 22, 34-40
Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo. El Señor sitúa por encima de todos los demás mandamientos el precepto del amor a Dios sobre todas las cosas: “Este mandamiento es el principal y primero”. Sin embargo, añade inmediatamente: “El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Este segundo mandamiento también estaba contenido en la Torá (Cfr. Lev 19,18). Al decir “semejante” quiere decir “de igual valor”, de igual importancia, de igual peso y necesidad de obediencia. Ambos preceptos, profundamente entrelazados, inseparables el uno del otro, forman para Él el “máximo” mandamiento que está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33).
Concluye el Señor afirmando solemnemente que “estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.” La Torá y la enseñanza de los Profetas “penden” o “se sostienen” de estos dos preceptos, del mismo modo que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la suprema importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios fundamentales y vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza divina.
San Agustín enseña que “Amando al prójimo y preocupándote por él, progresas sin duda en tu camino. Y ¿hacia dónde avanzas por este camino sino hacia el Señor, tu Dios, hacia aquel a quien debemos amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Aún no hemos llegado hasta el Señor, pero al prójimo lo tenemos ya con nosotros. Preocúpate, pues, de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a aquel con quien deseas permanecer eternamente”.
Sábado
Mateo 23, 1-12
Los fariseos dicen una cosa y hacen otra. Al escuchar las acusaciones que Jesús hace a los escribas y fariseos, en el evangelio que hemos escuchado, las palabras del Señor nos cuestionan profundamente y nos obligan a preguntarnos sobre nuestra coherencia como cristianos: ¿Me esfuerzo realmente en vivir de acuerdo a lo que creo? La coherencia es la unión que debe existir entre la fe y la vida, entre aquello que decimos creer y nuestro cotidiano obrar. Los que dicen y no hacen, se asemejan a los escribas y fariseos, de quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, os dijeren, guárdenlas y háganlas todas; pero no hagn conforme a sus obras.
Un cristiano coherente es aquel que refrenda con sus obras lo que afirma de palabra. No hay diferencia entre lo uno y lo otro. Se descubre en él o en ella una total unidad entre la fe que profesa con sus labios y su conducta en la vida cotidiana: su fe pasa a la acción, se muestra en sus actos. En él la fe se convierte en «principio operativo del cristiano. Recordemos la palabra de San Pablo, que es el quicio de su doctrina: “el justo vive de la fe” (Gál 3,11; Heb 10,38; Rom 1,17).
Un cristiano incoherente, en cambio, es aquél cuyas obras contradicen abiertamente lo que sostiene con sus palabras. Es, por ejemplo, aquel que dice: “soy creyente, pero no practicante”, no sólo porque no va a Misa los Domingos, sino porque no pone en práctica su fe. Son aquellos a quienes el Señor reclama: “¿Por qué me llamáis: “Señor, Señor”, y no hacéis lo que digo?” (Lc 6,46). El incoherente es un bautizado que, aunque dice que cree actúa del mismo modo como lo hace quien no cree en Dios: “profesan conocer a Dios, mas con sus obras le niegan” (Tit 1,16).
San Beda dice que “Debe entenderse que cree verdaderamente aquel que realiza en sus hechos aquello que él cree”.

sábado, 13 de agosto de 2011

XX Domingo ordinario/A Segunda lectura


XX Domingo del Tiempo Ordinario/A
(Rom 11, 13-15.29-32)
Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección. Continuamos con el tema del Domingo pasado: En la Segunda Lectura (Rm 11, 13-15.29-32) de San Pablo, vemos que el Apóstol se dirige especialmente a los no-judíos, lamentándose de los judíos, los de su raza, que han rechazado a Cristo. Decíamos que los Judíos no aceptaron el Evangelio, y no pocos aun se opusieron a su difusión. Ello no obstante, según el Apóstol, los Judíos continúan todavía siendo muy amados de Dios a causa de sus Padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación.
También el domingo decíamos que nosotros... ¡cuántas veces no hemos rechazado a Cristo! ¡Cuánto tiempo estuvimos rechazándolo y dándole la espalda! ¡Cuántas veces nos hemos comportado como paganos! ¡Cuántas veces al más mínimo silencio de Dios nos empecinamos más en nuestro mal! ¡Cuántas veces, porque Dios no nos complace nuestro capricho o nos hace esperar un rato, le protestamos y nos alejamos de El! ¡Qué diferente nuestra fe a la de la mujer cananea del Evangelio!
El pecado es un mal y es causa de condenación para los que no desean arrepentirse y que terminan por no arrepentirse. Pero, si reconocemos a tiempo nuestra rebeldía para con Dios, se manifiesta su perdón, su misericordia infinita. Y si perseveramos hasta el final, obtenemos la salvación, que vino Cristo a traer y que prometió a todos los que aman a Dios. Es decir, a todos los que -como nos dice Isaías en la Primera Lectura- crean en Él, lo sirvan y lo amen, le rindan culto y cumplan su alianza: a todos los que hagan su Voluntad.
Por esto el Beato Juan Pablo II enseñaba que (“la reconciliación y la penitencia” en el n 10) Dios es fiel a su designio eterno de salvación, incluso cuando el hombre, empujado por el Maligno y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a reconocer y obedecer a su Señor y Padre; continúa siéndolo incluso cuando el hombre, en lugar de responder con amor al amor de Dios, se le enfrenta como a un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con el buen Padre Dios que lo creó.
A pesar de esta prevaricación del hombre, Dios permanece fiel al amor. Ciertamente, la narración del paraíso del Edén nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo del Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de la armonía entre hombre y mujer, entre hermano y hermano. También la parábola evangélica de los dos hijos -que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos- es significativa. El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad…
Pero nosotros sabemos que Dios "rico en misericordia" a semejanza del padre de la parábola, no cierra el corazón a ninguno de sus hijos. Él los espera, los busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros del aislamiento y de la división, los llama a reunirse en torno a su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación.
Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de la Iglesia.
En efecto, según nuestra fe, el Verbo de Dios se hizo hombre y ha venido a habitar la tierra de los hombres; ha entrado en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí. Venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho "reconciliación" para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo.
La Iglesia, continuando el anuncio de reconciliación que Cristo hizo resonar por las aldeas de Galilea y de toda Palestina, no cesa de invitar a la humanidad entera a convertirse y a creer en la Buena Nueva. Ella habla en nombre de Cristo, haciendo suya la apelación del apóstol Pablo que ya hemos mencionado: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros. Por eso os rogamos: reconcíliense con Dios”.
Por tanto, todos -cada hombre, cada pueblo- hemos sido llamados a gozar de los frutos de esta reconciliación querida por Dios, que no se arrepiente de sus dones ni de su elección. Pero Dios que te creo sin ti no te salvará sin ti.

martes, 9 de agosto de 2011

Apologética católica: Católico, conoce, vive, defiende y difunde tu fe.


APRENDE A DEFENDER TU FE
¡Ser discípulos misioneros!

I. DIOS NOS HABLA EN LA BIBLIA COMO SU AUTOR
¿De qué cosas y cómo nos habla Dios en la Biblia? Cómo se fue componiendo la Biblia. Dios habla a través de la Sagrada Escritura, que es la respuesta efectiva y plena a todos los problemas y preocupaciones de la humanidad. Dios es la respuesta a cada planteamiento, que se hace el hombre.
1. Dios nos habla en la Escritura como autor principal de ella
La Biblia es la “Palabra de Dios”. Es su pensamiento expresado a través de sonidos humanos. Es su estilo de hablar a la humanidad. Dios escogió un pueblo, el pueblo de Israel, en el cual, a través de una larga historia, fue manifestando sus designios de salvación, por medio de los acontecimientos y las obras que Él fue disponiendo. Pero no solamente Dios habla a un grupo a través de su palabra; habla también al individuo, nos habla a cada uno de nosotros, para comunicarnos su mensaje de amor, de vida y de salvación personal. El Señor que nos invita, nos llama, se acerca a nosotros porque quiere comunicarnos algo: una enseñanza, un consejo, una frase de aliento o un regaño cuando no sabemos comprender su bondad. Pero siempre es la palabra de Dios que se preocupa por sus hijos, porque busca su bien y su felicidad.
2. ¿De qué cosas nos habla Dios en la Biblia?
Es muy difícil concretar la riqueza de su mensaje. Pero, en líneas generales abarca los siguientes temas:
a) Nos habla de sí mismo. En la Biblia, todas las páginas nos hablan de Dios. Pero no precisamente de un Dios lejano, estirado, juez, como pareciera a primera vista cuando leemos frases como: “Yo soy el que soy”, “El Dios de poder”, “El Señor de los ejércitos”, etc., se trata de un Dios personal, vivo, cercano, providente, amoroso. Se trata, en una palabra de un Dios Padre que se preocupa por nosotros y rige nuestros destinos en orden a nuestra felicidad temporal y eterna.
b) Nos habla del hombre, y nos dice que Él mismo lo creó formándolo “a imagen y semejanza suya”. La palabra “imagen y semejanza” en hebreo significa, más que retrato, “reproducción”. El hombre es imagen y semejanza de Dios porque participa de las bondades y cualidades divinas”, como dice el salmo 8, poco menos que Dios, lo has coronado de gloria y honor, le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies”. Todo eso es la esencia de la naturaleza humana. Claro que el hombre, a pesar de su grandeza y señorío, está revestido de carne débil; tiene inclinaciones que le invitan al pecado, al rebajamiento, al barro; y se rebaja, dando al traste con su grandeza. Entonces rompe las relaciones con Dios, se torna infiel a su amor. Pero el Señor no cesa de invitarle a que rehaga las relaciones perdidas. Ese es el drama humano a grandes rasgos que la Biblia nos muestra.
c) Nos habla de la naturaleza: “al principio creó Dios los cielos y la tierra”. El mensaje no intenta dar de la creación una descripción científica, sino una información popular. Pero a pesar de esa intención sencilla, resulta todo un poema elocuente de la grandeza del Creador. En las primeras páginas de la Biblia el autor va descubriendo con pinceles maravillosos la obra creadora del mundo, para que veamos ya en esos párrafos el punto de partida del plan divino y de la historia de la Salvación.
d) Nos habla de la historia de la Salvación. Podríamos decir que toda la Biblia es fundamentalmente “la historia de salvación”. La historia de un pueblo que el mismo Dios escoge, para que a través de él vaya transmitiendo el mensaje salvador a toda la humanidad.
e) Nos habla de Jesucristo, el enviado de Dios al mundo, cuya misión principal es reconciliarnos con el Padre. El mismo Jesús le dirá a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Único, para que todos los que crean en Él no perezcan, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16). El Antiguo Testamento es una promesa de esta venida; el Nuevo Testamento nos manifiesta el cumplimiento de esta promesa. Por eso ambos Testamentos están íntimamente ligados entre sí.
f) Nos habla del Reino de Dios. “He aquí, que ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Mt 12, 28). Toda la misión salvífica de Jesús se concentra en la idea del Reino de Dios. Cristo viene a traernos ese Reino, que se hace presente en el mundo como un grano de mostaza (Mt 13, 31), como una levadura (Mt 13, 33), pero que llegará a su plenitud poco a poco al final de los tiempos. Más aún: Ese Reino no sólo está presente en el mundo, sino que “Ya está dentro de nosotros” (Lc 17, 21).
g) Nos habla también de la religión, de la gran lucha entre el bien y el mal, de las virtudes teologales y cardinales, del comportamiento del hombre, de la felicidad matrimonial, de la buena convivencia entre los hombres, etc. Cada libro de la Biblia plantea un tema distinto, interesante y apremiante. Pero no es un tema suelto o independiente de los demás.
3. ¿Cómo nos habla Dios en la Biblia?
Primero, Dios nos habla a través de los hombres. Dice el autor de la Carta a los Hebreos: “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; pero en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (1, 1-2).
Segundo, expresando su mensaje en el lenguaje propio de los hombres para que puedan entenderlo. Es decir, Dios, al hablar a la humanidad, no emplea un lenguaje rebuscado. Su mensaje no surtiría ningún efecto. Emplea un lenguaje simple, de manera que hasta los menos cultos puedan captarlo. Por eso se sirve de las maneras de hablar, modismos y géneros literarios que los escritores y las gentes usaban en el tiempo en que Dios le comunicó su Palabra.
4. Cómo se fue componiendo la Biblia
¿Cómo se compusieron los libros de la Biblia? Los acontecimientos que el Pueblo de Dios fue viviendo desde sus orígenes se transmitían de viva voz por el mismo pueblo.
Se fueron completando con más interpretaciones con el correr del tiempo, para descubrir su verdadero sentido. Esta interpretación se hizo siempre a la luz de la fe.
Al principio, se ponían ocasionalmente por escrito. Pasado el tiempo, alguien recopiló los diversos escritos, las tradiciones orales y los otros documentos existentes, formando así una herencia común redactada para todo el pueblo. Esta redacción se convirtió finalmente en el libro definitivo que ahora conocemos.
Los textos no siempre quieren presentar reportajes en directo, ni narraciones históricas o científicas. Son reflexiones de la fe sobre las grandes cuestiones del hombre o sobre los problemas que golpean a la vida de la Comunidad en un determinado momento.
Estas reflexiones hacen avanzar la revelación a través de todo el Antiguo Testamento, hasta llegar a la plenitud en el Nuevo. Pero el misterio de todo este proceso está en que siempre actúa la asistencia del Espíritu Santo. Por eso, el libro es fruto de la acción humana y de la acción de Dios.
La Biblia no es un libro caído del cielo, como pretende serlo el Corán, libro santo de los que practican la religión creada por Mahoma: "No hay más Dios que Él, el poderoso, el sabio. Él es quien hizo bajar sobre ti el libro de Él" (Sura 3, 6-7).
La Biblia ha tenido una larga historia, cuya reconstrucción está llena de complejidades: no disponemos de fechas precisas y datos para todos los libros de la Sagrada Escritura.
Por otra parte, no hay que olvidar nunca el dato de la tradición oral: primero la tradición, después la Escritura; es más, la tradición se mantiene como realidad viva que interactúa con los escritos durante todo el periodo de la formación del Antiguo Testamento.
Incluso, después de haber sido puestos por escrito, la mayoría de los textos bíblicos continuaron siendo leídos, actualizados, profundizados: sólo al final, se consideró al Antiguo Testamento como algo finalmente terminado.
5. Etapas de la formación del Antiguo Testamento
Veamos ahora en un breve esquema las etapas de la formación del Antiguo Testamento:
a) El período de los patriarcas. El primer capítulo de la historia de Israel está ligado a tres generaciones (o tribus) de patriarcas arameos: Abraham, Isaac y Jacob (pertenecen al siglo XIX antes de Cristo, aproximadamente).
b) El Éxodo. Para la segunda gran "palabra de Dios" hemos de trasladarnos a los años 1250-1200 antes de Cristo. De un grupo de esclavos, Israel, a través de la gran "Pascua de liberación", pasa a convertirse en pueblo de Dios.
c) El periodo monárquico o de los reyes. Después de casi 200 años de lucha por la ocupación de la tierra de Canaán, sigue la larga experiencia de la monarquía (del año 1000 al año 587 antes de Cristo).
d) El Exilio o Deportación en Babilonia. El año 587 antes de Cristo cae Jerusalén y con ella se desmoronan los fundamentos de la historia de Israel: la dinastía de David, la libertad en la "tierra prometida", el templo de Jerusalén.
e) El período del judaísmo. Se llama así porque sólo un ‘resto’ de los descendientes de Judá (hijo de Jacob y representante del Reino del Sur) vuelve a Jerusalén y a la tierra santa. 5. Fechas de composición
El Antiguo Testamento se escribe durante el largo periodo que va desde el reinado de Salomón, en el siglo X, hasta un siglo antes de Cristo.
El Nuevo Testamento, por su parte, se escribe desde unos veinte años después de la muerte de Cristo, en vida de la primera generación de cristianos hasta la muerte del último apóstol. Es decir, entre los años 50 y 100.
La Santa Biblia fue redactada por Profetas, sabios, poetas y apóstoles, durante catorce siglos, pero todos dirigidos e inspirados por Dios para que no escribieran ningún error espiritual. Los redactores más famosos de la Santa Biblia fueron: Moisés, el rey David, los profetas, Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Los cuatro evangelistas San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan y, por el apóstol San Pablo.
6. El lenguaje usado por los autores bíblicos
Si nos fijamos en nuestro estilo de hablar, veremos que una misma verdad la podemos expresar de múltiples maneras.
Corrientemente, no nos importa el modo, sino que vamos abiertamente a la verdad que queremos expresar. Por ejemplo, esta es la verdad que quiero comunicar: "estoy en una situación difícil que me hace deprimirme". Para expresarlo a un amigo, le digo: "Oye, estoy hecho polvo". No cabe duda que mi amigo me entiende perfectamente.
Otro ejemplo: un niño muere en un accidente. De este accidente son testigos el papá y la mamá que iban con el niño, el policía de tránsito y un señor extraño que pasaba por el lugar del siniestro. Los papás, llevados por la impresión tremenda de que el muerto es su propio hijo, contarán con un realismo quizá exagerado hasta los últimos detalles del accidente. El policía lo hará, probablemente, como quien relata un atentado policiaco. Está tan acostumbrado a presenciar escenas similares, que ya casi, una más, no le impresiona gran cosa. Por su parte, el “señor extraño” que pasaba por allí y no tenía que ver nada con la cuestión, dirá las cosas sin dejarse llevar por la emoción. ¿Cómo la vamos a juzgar nosotros que no presenciamos el accidente?
Si nos referimos a los papás, diremos quizás que al hacer el relato fueron exagerados; del policía diremos que, como no se fijó bien, mintió; y del testigo casual diremos que, al no importarle lo sucedido, confesó cualquier cosa por salir del paso.
Todo esto está diciendo que a la hora de juzgar algo, hay que hacerlo teniendo en cuenta quien lo dice o escribe, e incluso las circunstancias del hecho sucedido.
El Concilio Vaticano II lo dice claramente: “Dios habla en la Escritura por medio de los hombres en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo que Dios quería dar a conocer con dichas palabras. Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios” (La Divina Revelación, 12).
Conclusión: Dios es el autor de la Biblia, Él nos habla en ella, nos da a conocer sus caminos de salvación y nos invita a encontrar la verdad en su Iglesia que Él funda.


II. BIBLIA Y REVELACIÓN
Síntesis de la relación entre la Biblia y la Tradición Divina
Así como el Hombre busca, Dios busca al hombre. Y no solo le busca, sino que va mostrándole poco a poco quién es. Se va revelando. Revelar significa mostrar algo que estaba oculto. Cuando se revela una fotografía, se puede ver lo que se plasmó en la película. Revelación significa quitar el velo que cubre algo. Esta Revelación de Dios al hombre está contenida en la “La Biblia”, o Escritura, o Santas Escrituras…
Dios Padre se nos ha revelado totalmente en su Hijo Jesucristo; Él nos enseña con claridad lo que es Dios en sí mismo y lo que es el hombre y lo que espera de nosotros, como hemos dicho en al número anterior. Dios Padre, envía a Su Único Hijo para revelarnos La Verdad, y esa verdad es puesta en manos de los apóstoles y de sus sucesores para transmitirla.
1. ¿Qué es la Revelación?
La revelación es la manifestación que Dios ha hecho a los hombres de Sí mismo y de aquellas otras verdades necesarias o convenientes para la salvación eterna. La religión cristiana se funda en la Revelación sobrenatural histórica, conocible por todos los hombres y creíble con fe sobrenatural para los creyentes.
2. ¿Dónde se encuentra la Revelación?
Las “fuentes de la revelación” son la SAGRADA ESCRITURA y la TRADICION: del verbo latino ‘tradere’, transmisión oral de una doctrina, noticia o costumbre de las generaciones pasadas hasta hoy. “La Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios” (DV 10), en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas.
3. ¿A quién fue confiada la Revelación?
Por Amor, Dios se ha revelado y se ha entregado al hombre. “El depósito sagrado” (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe, contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escritura, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo” (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.
4. ¿Qué es la Sagrada Escritura?
Llamamos Biblia o Sagrada Escritura a la colección de libros que escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales libros inspirados han sido entregados a la Iglesia. De un modo paralelo, también el pueblo hebreo, ya desde varios siglos antes de Jesucristo, tenía la misma convicción de poseer esas Sagradas Escrituras.
Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). “En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (DV 21).
5. ¿Qué es la Tradición?
La Biblia de Jerusalén traduce ‘enseñanza’ como “Tradición”. Los apóstoles enseñaron a personas que enseñaron a otras personas, y esta Tradición tenía autoridad para la iglesia. Mientras la Tradición se transmitía oralmente, también fue puesta por escrito por los apóstoles y enviada a toda la iglesia.
La Tradición es la Palabra de Dios no contenida en la Biblia, sino transmitida por Jesucristo a los Apóstoles y por éstos a la Iglesia. Las enseñanzas de la Tradición están contenidas en los Símbolos o Profesiones de la fe (por ejemplo, el Credo), en los documentos de los Concilios, en los escritos de los Santos Padres de la Iglesia y en los ritos de la Sagrada Liturgia.
En los primeros siglos después de Cristo, se consideraba que la tradición oral y la escrita eran lo mismo. La Iglesia primitiva no era solo Escritura. Ciertamente reconocía la gran autoridad de la Escritura (máxima norma de fe), pero nunca pretendió que todo, absolutamente todo lo referente a doctrina tuviese que estar contenido en las Escrituras, y mucho menos que fuera un aval para no someterse a la autoridad de la Iglesia y a sus pronunciaciones dogmáticas.
En la Iglesia Católica, al contrario, ha habido siempre una conciencia clara sobre la importancia de la Tradición, sin quitar a la Biblia el valor que tiene. Es suficiente escuchar el testimonio de San Ireneo: “En todas las Iglesias del mundo, se conserva viva la Tradición de los apóstoles, pues podemos contar a todos y cada uno de sus sucesores hasta nosotros… La Tradición de esta sede basta para confundir la soberbia de aquellos que por su malicia se han apartado de la verdad; pues, ciertamente la preeminencia de esta Iglesia de Roma es tal, que todas las Iglesias que aún conservan la Tradición apostólica están en todo de acuerdo con sus enseñanzas”.
Y la Dei Verbum, 10 enseña que La Tradición y la Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. (...) El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo”.
6. ¿Quién es el Autor de la Biblia?
El Autor principal de la Biblia es Dios. El autor secundario o instrumental de la Biblia es el escritor sagrado o hagiógrafo. Por ejemplo, Moisés, el profeta Isaías, San Mateo, San Pablo, etc. En efecto, “En la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres, que utilizó usando sus propias facultades y medios, de forma que, obrando El en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que él quería” (DV 11).
Los libros inspirados enseñan la verdad. “Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (DV 11).
7. ¿Qué es la Inspiración bíblica?
La inspiración bíblica es una gracia específica que concede el Espíritu Santo, por la cual el escritor sagrado es movido a poner por escrito las cosas que Dios quiere comunicar a los demás hombres.
8. ¿Cuáles son las propiedades de la Biblia?
- La Unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y entre todas las partes de todos los libros.
- La Inerrancia: no contiene errores en lo que atañe a nuestra salvación, y la Veracidad: contiene las verdades necesarias para nuestra salvación.
- La Santidad: procede de Dios, enseña una doctrina santa y nos conduce a la santidad.
9. ¿Cómo se divide la Biblia?
La Biblia se divide en dos partes: Antiguo y Nuevo Testamento. A su vez los libros del Antiguo y Nuevo Testamento se dividen en: libros históricos, didácticos y proféticos. Y cada libro se divide en capítulos y versículos.
10. ¿Qué contiene el Antiguo Testamento?
El Antiguo Testamento contiene los libros inspirados escritos antes de la venida de Jesucristo. Son 46. Los libros históricos del Antiguo Testamento son 21: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio (que forman el Pentateuco), Josué, Jueces, Ruth, I y II Crónicas o Paralipómenos, I y II Esdras (el 2º llamado también Nehemías), Tobías, Judit, Esther, I y II Macabeos.
Los libros didácticos del Antiguo Testamento son 7: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría y Eclesiástico.
Los libros proféticos del Antiguo Testamento son 18: Los cuatro Profetas Mayores: Isaías, Jeremías (con Lamentaciones y Baruc), Ezequiel, Daniel, y los doce Profetas Menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías.
11. ¿Qué contiene el Nuevo Testamento?
El Nuevo Testamento contiene los libros inspirados escritos después de la venida de Jesucristo. Son 27. Los libros históricos del Nuevo Testamento son 5: Los cuatro Evangelios (según San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan) y los Hechos de los Apóstoles.
Los libros didácticos del Nuevo Testamento son 21: Las 14 Epístolas o Cartas de San Pablo: Romanos, I y II Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, I y II Tesalonicenses, I y II Timoteo, Tito, Filemón y Hebreos.
Las 7 epístolas o Cartas llamadas católicas son: I y II de San Pedro: I, II y III de San Juan, la de Santiago y la de San Judas.
El único libro profético del Nuevo Testamento es el Apocalipsis de San Juan.
12. ¿Qué es el Canon bíblico?
El Canon bíblico es el catálogo de los setenta y tres libros del Antiguo y del Nuevo Testamentos que forman la Biblia y que la Iglesia ha declarado como divinamente inspirados.
13. ¿Qué es la Hermenéutica bíblica?
La Hermenéutica bíblica es la ciencia que trata de las normas para interpretar rectamente los Libros Sagrados. La Iglesia Católica es la única capacitada para interpretar auténticamente (con pleno derecho y sin posibilidad de equivocarse) la Sagrada Escritura porque Dios le confió solamente a Ella la misión de guardar, enseñar y aclarar a los fieles su Palabra.
14. ¿Qué otras Biblias existen?
Además de la Biblia católica, que es la única completa, existen la Biblia Hebrea y las Biblias protestantes:
La Biblia Hebrea sólo contiene treinta y nueve libros del Antiguo Testamento. Por tanto, rechazan siete libros del Antiguo Testamento y todos los del Nuevo Testamento que forman la Biblia católica.
Los protestantes, por su parte, admiten solamente el ‘libre examen’ es decir, que cada uno ha de leer e interpretar la Biblia a su manera, sin necesidad de someterse a la autoridad de la Iglesia. A las Biblias protestantes les suprimieron algunos libros que están en la Biblia católica; además en los libros que conservan, modifican algunas palabras para apoyar sus ideas erróneas. Además, carecen de notas y comentarios, no tienen aprobación de la autoridad de la Iglesia; muchas son editadas por las "Sociedades Bíblicas", algunas dicen: ‘Versión del original llevado a cabo por Cipriano de Valera y C. Reyna’; la mayoría de ellas suprime varios libros del Antiguo Testamento (Sabiduría, Judit, Tobías, Eclesiástico, I y II Macabeos, entre otros) y algunas también suprimen libros del Nuevo (Epístolas de Santiago, de San Pedro y de San Juan).
15. ¿Puede leerse cualquier Biblia?
No. Porque puede contener errores doctrinales o morales. Para evitar esos errores, un católico sólo debe leer Biblias con notas y explicaciones aprobadas por la Iglesia Católica, es decir, que tengan ‘Nihil Obstat’ e ‘Imprimatur’.
16. ¿Cómo leer la Biblia?
La Iglesia recomienda la lectura de la Biblia porque es alimento constante para la vida del alma; produce frutos de santidad, es fuente de oración, gran ayuda para la enseñanza de la doctrina cristiana y para la predicación. El Concilio Vaticano II “exhorta a todos los fieles con insistencia a que, por la frecuente lectura de las Escrituras, aprendan la ciencia eminente de Cristo” (Constitución Dei Verbum, n. 25).
Las disposiciones que se deben tener para leer y estudiar la Biblia son: fe y amor a la Palabra de Dios, intención recta, piedad y humildad para aceptar lo que Dios dice. Es recomendable leer los Evangelios diariamente durante unos cuantos minutos. San Jerónimo dice “Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; es más, nunca abandones la lectura sagrada”.
A la luz de las enseñanzas de la Iglesia, la Biblia nos permite conocer el modo de salvarnos y reconciliarnos, y eso sólo puede lograrse conociendo, amando y encarnando la vida de Jesucristo.


III. LA BIBLIA Y LA TRADICIÓN
A menudo los hermanos evangélicos, discutiendo con nosotros los católicos, nos dicen: “¿Dónde habla la Biblia del purgatorio? ¿Dónde dice la Biblia que San Pedro fue a Roma? ¿De dónde sacan ustedes los católicos eso de que María es la Inmaculada Concepción y que subió al cielo en cuerpo y alma?”…
Para los evangélicos, la Revelación Divina y la Biblia son lo mismo. Es decir, para ellos solamente en la Biblia se encuentra toda la Revelación de Dios.
Ahora bien: ¿Es correcta esta posición? ¿Es cierto que la Biblia contiene todo el Evangelio de Cristo? ¿Qué dice la misma Biblia al respecto? Además, ¿quién reunió todos los libros inspirados que constituyen la Biblia? ¿Acaso no fue la Iglesia la que recibió el encargo de predicar el Evangelio por todo el mundo, hasta el fin de los tiempos? ¿Qué hubo primero: la Biblia o la Iglesia?
En este Evangelizador vamos a considerar por qué la Revelación Divina no abarca solamente la Biblia, como piensan los evangélicos, sino que la Revelación de Dios se manifiesta en la Tradición Apostólica y en la Biblia. Es un tema un poco difícil, pero fundamental para la comprensión correcta de la fe católica. Es un tema que ha sido causa de muchos malos entendidos entre la Iglesia Católica y las distintas iglesias evangélicas.
1. La Revelación Divina
La Revelación es la manifestación de Dios y de su voluntad acerca de nuestra salvación. Viene de la palabra ‘revelar’, que quiere decir ‘quitar el velo’, o ‘descubrir’.
Dios se reveló de dos maneras:
1) La Revelación natural, o revelación mediante las cosas creadas. Dice el apóstol Pablo: “Todo aquello que podemos conocer de Dios El mismo se lo manifestó. Pues, si bien a Él no lo podemos ver, lo contemplamos, por lo menos, a través de sus obras, puesto que El hizo el mundo, y por sus obras entendemos que El es eterno y poderoso, y que es Dios” (Rom 1,19-20).
2) La Revelación sobrenatural o divina. Desde un principio Dios empezó también a revelarse a través de un contacto más directo con los hombres, mediante los antiguos profetas y de una manera perfecta y definitiva en la persona de Cristo Jesús, el Hijo de Dios. “En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló a nuestros padres, por medio de los profetas, hasta que, en estos días que son los últimos, nos habló a nosotros por medio de su Hijo” (Heb.1,1-2). Jesús nos reveló a Dios mediante sus palabras y obras, sus signos y milagros; sobre todo mediante su muerte y su gloriosa resurrección y con el envío del Espíritu Santo sobre su Iglesia. Todo lo que Jesús hizo y enseñó se llama ‘Evangelio’, es decir, ‘Buena noticia de la Salvación’.
2. ¿Cómo fue transmitida la Revelación Divina?
Para llevar el Evangelio por todo el mundo, Jesús encargó a los apóstoles y a sus sucesores, como pastores de la Iglesia que El fundó personalmente: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días has-ta que se termine este mundo” (Mt 28,18-20).
Aquí notamos cómo Jesús ordenó ‘predicar’ y ‘proclamar’ su Evangelio. Y de hecho los Apóstoles ‘predicaron’ la Buena Nueva de Cristo. Años después algunos de ellos pusieron por escrito esta predicación. Es decir, al comienzo la Iglesia se preocupó de predicar el Evangelio. Por supuesto el Evangelio que Jesús entregó a los Apóstoles no estaba escrito. Jesús no escribió nunca una carta a sus Apóstoles; su enseñanza era solamente oral. Así lo hicieron también los Apóstoles.
3. La Tradición Apostólica
Este mensaje escuchado por boca de Jesús, vivido, meditado y transmitido oralmente por los Apóstoles, se llama ‘la Tradición Apostólica’.
Cuando aquí hablamos de la ‘Tradición’ (con mayúscula), nos referimos siempre a la ‘Tradición Apostólica’. No debemos confundir ‘la Tradición Apostólica’ con la ‘tradición’ que en general se refiere a costumbres, ideas, modos de vivir de un pueblo y que una generación recibe de las anteriores. Una tradición de este tipo es puramente humana y puede ser abandonada cuando se considera inútil. Así Jesús mismo rechazó ciertas tradiciones del pueblo judío: “Ustedes incluso dispensan del mandamiento de Dios para mantener la tradición de los hombres” (Mc.7,8).
La Tradición Apostólica se refiere a la transmisión del Evangelio de Jesús. Jesús, además de enseñar a sus apóstoles con discursos y ejemplos, les enseñó una manera de orar, de actuar y de convivir. Estas eran las tradiciones que los apóstoles guardaban en la Iglesia. El apóstol Pablo en su carta a los Corintios se refiere a esta Tradición Apostólica: “Yo mismo recibí esta tradición que, a su vez, les he transmitido” (1 Cor. 11, 23).
Resumiendo, podemos decir que Jesús mandó ‘predicar’, no ‘escribir’ su Evangelio. Jesús nunca repartió una Biblia. El Señor fundó su Iglesia, asegurándole que permanecerá hasta el fin del mundo. Y la Iglesia vivió muchos años de la Tradición Apostólica, sin tener los libros sagrados del Nuevo Testamento.
4. La Biblia
Solamente una parte de la Palabra de Dios, proclamada oralmente, fue puesta por escrito por los mismos apóstoles y otros evangelistas de su generación.
Estos escritos, inspirados por el Espíritu Santo, dan origen al Nuevo Testamento (NT), que es la parte más importante de toda la Biblia. Está claro que al escribir el NT, no se puso por escrito ‘todo’ el Evangelio de Jesús.
“Jesús hizo muchas otras cosas. Si se escribieran una por una, creo que no habría lugar en el mundo para tantos libros”, nos dice el apóstol Juan (Jn. 21,25).
La Sagrada Escritura, y especialmente el NT, es la Palabra de Dios, que nos manifiesta al Hijo en quien expresó Dios el resplandor de su gloria (Cfr. Heb.1, 3).
Podemos decir que sólo la parte más importante y fundamental de la Tradición Apostólica fue puesta por escrito. Por esta razón la Iglesia siempre ha tenido una veneración muy especial por las Divinas Escrituras.
5. Biblia y Tradición
Después de esto podemos decir que la revelación divina ha llegado hasta nosotros por la Tradición Apostólica y por la Sagrada Escritura. No debemos considerarlas como dos fuentes, sino como dos aspectos de la Revelación de Dios. El Concilio Vaticano II lo describe muy bien: “La Tradición Apostólica y la Sagrada Escritura manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin”. La Tradición y la Escritura están unidas y ligadas, de modo que ninguna puede subsistir sin la otra.
Además, la Sagrada Escritura presenta la Tradición como base de la fe del creyente: “Todo lo que han aprendido, recibido y oído de mí, todo lo que me han visto hacer, háganlo» (Fil.4,9). «Lo que aprendiste de mí, confirmado por muchos testigos, confíalo a hombres que merezcan confianza, capaces de instruir después a otros” (2. Tim 2, 2).
“Hermanos, manténganse firmes guardando fielmente las tradiciones que les enseñamos de palabra y por carta” (2 Tes 2, 15). Está claro que el Apóstol Pablo, para confirmar la fe de los cristianos, no usa solamente la Palabra de Dios escrita, sino que recuerda también de una manera muy especial la Tradición o la predicación oral. Para el Apóstol las formas de transmisión del Evangelio: Sagrada Escritura y Tradición, tienen la misma importancia. En realidad, una vez que se escribió el NT no se consideró acabada la Tradición Apostólica, como si estuviera completa la Revelación Divina. La Biblia no dice eso; en ninguna parte está escrito que el cristiano debe someterse ¡sólo a la Biblia! Esta es una idea que surgió entre los protestantes recién en los años 1550. En la Iglesia Católica hubo siempre una conciencia clara sobre la importancia de la Tradición Apostólica, sin quitar a la Biblia el valor que tiene.
6. ¿Sólo la Biblia?
Es un error creer que basta la Biblia para nuestra salvación. Esto nunca lo ha dicho Jesús y tampoco está escrito en la Biblia. Jesús, reitero, nunca escribió un libro sagrado, ni repartió ninguna Biblia. Lo único que hizo Jesús fue fundar su Iglesia y entregarle su Evangelio para que fuera anunciado a todos los hombres hasta el fin del mundo. Fue dentro de la Tradición de la Iglesia donde se escribió y fue aceptado el N.T., bajo su autoridad apostólica. Además la Iglesia vivió muchos años sin el N.T., el que se terminó de escribir en el año 97 después de Cristo. Y también es la Iglesia la que, en los años 393-397, estableció el Canon o lista de los libros que contienen el N.T.
Por tanto, si aceptamos solamente la Biblia, ¿cómo sabemos cuáles son los libros inspirados? La Biblia, en efecto, no contiene ninguna lista de ellos. Fue la Tradición de la Iglesia la que nos transmitió la lista de los libros inspirados. Supongamos que se perdiera la Biblia, en ese caso la Iglesia seguiría poseyendo toda la verdad acerca de Cristo, la cual hasta la fecha ha sido transmitida fielmente por la Tradición, tal como lo hizo antes de escribir el NT.
Los evangélicos, al aceptar solamente la Biblia, están reduciendo considerablemente el conocimiento auténtico de la Revelación Divina. Guardemos esta ley de oro que nos dejó el apóstol Pablo: “Manténganse firmes guardando fielmente la Tradiciones que les enseñamos de palabra y por carta” (2 Te 2, 15).
7. El Magisterio de la Iglesia
La Revelación Divina abarca la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura. Este depósito de la fe (cf. 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 12-14) fue confiado por los Apóstoles al conjunto de la Iglesia. Ahora bien el oficio de interpretar correctamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia. Ella lo ejercita en nombre de Jesucristo. Este Magisterio, según la Tradición Apostólica, lo forman los obispos en comunión con el sucesor de Pedro que es el obispo de Roma o el Papa.
El Magisterio no está por encima de la Revelación Divina, sino que está a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido. Por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, el Magisterio de la Iglesia lo escucha devotamente, lo guarda celosamente y lo explica fielmente.
Los fieles, recordando la Palabra de Cristo a sus apóstoles: “El que a ustedes escucha, a mí me escucha” (Lc.10, 16), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas. El Magisterio de la Iglesia es un guía seguro en la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura, “ya que nadie puede interpretar por sí mismo la Escritura” (2 Pe 1, 20).
El Magisterio de la Iglesia orienta también el crecimiento en la comprensión de la fe. Gracias a la asistencia del Espíritu Santo, la comprensión de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia cuando los fieles meditan la fe cristiana y comprenden internamente los misterios de la Iglesia. Es decir, el creyente vive la palabra de Dios en las circunstancias concretas de la historia y hace cada vez más explícito lo que estaba implícito en la Palabra de Dios.
En este sentido la Tradición divino-apostólica va creciendo, como sucede con cualquier organismo vivo. Este es precisamente el significado que hay que dar a las definiciones dogmáticas, hechas por el Magisterio de la Iglesia.
Conclusiones
1. La Iglesia no saca solamente de la Escritura la certeza de toda la Revelación Divina.
2. La Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un único depósito sagrado de la Palabra de Dios, en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas.
3. El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, a los obispos en comunión con el Papa.
4. La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan de Dios, están íntimamente unidos, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros. Los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de los hombres.
VISITE LA LIBRERÍA “EL EVANGELIZADOR”
Hay Biblias, libros, novenas, estampas, imágenes, velas, rosarios y llaveros
A la entrada del Templo parroquial de Nuestra Señora de la Soledad
Diariamente de 10 a 2, y de 5 a 8:30

lunes, 8 de agosto de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Décima novena semana del tiempo ordinario (I)


Décima novena semana
Lunes, (con motivo de la concelebración con mis hermanos sacerdotes de ordenación)
Mateo 17, 22-27
Lo matarán, pero resucitará. Los hijos están exentos de impuestos. El Evangelio de Mateo nos dice que al ser solicitado a Jesús y sus discípulos en Cafarnaúm el pago del tributo para el templo, éste ordena a Pedro que pesque un pez, en el cual encontrará la moneda del tributo.
Si nos pusiéramos a contar los sueños irrealizados, los proyectos personales sin concluir, las ideas que no han tomado forma, llenaríamos muchas cajas.
El joven que no concluye sus estudios, la chica que no se decide a formar un hogar, el empresario que no se atreve con un negocio, el profesor que no se actualiza, son ejemplos de personas que no llegan a realizarse en sus vidas.
Y tú, ¿quieres conseguir el ideal que te has propuesto en la vida?, ¿estás dispuesto a pagar el “impuesto” que supone el sacrificio de luchar hasta lograr el objetivo?
Nuestra vocación, a semejanza de la de Pedro, está orientada a pagar un tributo o impuesto por Cristo y por nosotros mismos, ideal que está propuesto en nuestra vida, ser signo y transparencia de Jesús en su ser y hacer de cada día: Muerte y resurrección, con nuestro morir y resucitar de de nuestra vida y misión que se nos ha encomendado.
“Paga por mi y por ti”, no es otra cosa que ser alter Christus y actuar en la persona de Cristo, Sí el sacerdote es, un hombre tomado de entre los hombres, pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios; su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas. Los intereses de Jesús son los del sacerdote, su vida nuestra vida, sus amores nuestros amores.
“Paga por ti y por mí”, es decir, Jesús nos da la potestad sobre su mismo cuerpo, poniéndolo presente en nuestros altares y ofreciéndolo por manos del mismo Jesucristo como víctima infinitamente agradable a la divina Majestad. Admirables cosas son éstas -exclama con razón San Juan Crisóstomo-, admirables y que nos llenan de estupor.
“Paga por ti y por mí”: el sacerdote está constituido dispensador de los misterios de Dios en favor de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, siendo, como es, ministro ordinario de casi todos los Sacramentos, que son los canales por donde corre en beneficio de la humanidad la gracia del Redentor.
“Paga por ti y por mí”, así nos dijo hace treinta años, a nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios, con aquel ministerio de la palabra, de los sacramentos y de la comunidad, que es un derecho inalienable y a la vez un deber imprescindible.
“La gracia y los carismas sacerdotales, por el hecho mismo de ser participación en el sacerdocio de Cristo, tienen relación con María, como la vocación, la consagración sacerdotal y las gracias necesarias para el ejercicio de su ministerio. El Señor ha concedido estas gracias queriendo también la asociación y la intercesión de María. Por esto se puede decir que el grado de configuración sacerdotal con Cristo tiene estrecha relación con el grado de espiritualidad mariana del sacerdote”.
Cristo nos invita a dar lo necesario de nuestra parte, para no quedarnos a medias, entre sueños e ilusiones, sino que nos ofrece el camino de su cruz, que es el sacrificio, para llevar nuestro ideal de vida hasta el fin.
Martes
Mateo 18, 1-5. 10. 12-14
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños. El Señor Jesús amaba a los niños y quería que estuvieran cerca de él. Muchas veces los bendecía e incluso, como en el evangelio de hoy, los ponía como ejemplo a los adultos. Decía que el reino de Dios pertenece a los que se asemejan a los más pequeños (cf. Mt 18, 3). Naturalmente eso no significa que los adultos deban volver a hacerse niños desde todos los puntos de vista, sino que su corazón debe ser puro, bueno, confiado, y estar lleno de amor.
Desde que el Hijo de Dios se hizo niño, todos los pueblos cristianizados han tenido un gran respeto hacia los niños, sobre todo los niños inocentes. Cuántas instituciones han sido creadas por la Iglesia Católica para instruir, proteger y santificar a las niñas y a los niños. La influencia cristiana de 20 siglos acerca del respeto del niño es tan grande, que cuando los pueblos se alejan de la fe católica, el respeto y cariño para los niños subsiste en la opinión pública. Sin embargo, hoy el niño está conducido hacia lo que puede causar su desgracia durante esta vida y su perdición en la eternidad; el niño está siendo afectado en su fe, en su inocencia y en su inteligencia mediante una educación sin Dios, sin valores eternos, sin filosofía sana y realista.
Por esto, los padres tienen una misión muy importante con sus hijos: educarlos y formarlos en la fe para que sean según el corazón de Jesús. Al llevar un día a sus hijos para ser bautizados, se comprometieron a educarlos en la fe de la Iglesia y en el amor a Dios. Los padres son los primeros que tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos, en sintonía con sus propias convicciones. No cedan este derecho a las instituciones, que pueden transmitir a los niños y a los jóvenes la ciencia indispensable, pero no les pueden dar el testimonio de la solicitud y el amor de los padres.
Si quieren defender a sus hijos contra la corrupción y el vacío espiritual, que el mundo presenta con diversos medios e incluso en los programas escolares, rodeados del calor de su amor paterno y materno, denles el ejemplo de la vida cristiana, para crecer “en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).
Miércoles
Juan 12, 24-26
El que me sirve será honrado por mi Padre. En el Evangelio hemos escuchado la parábola del grano que muere y da mucho fruto, del cristiano que muere a sí mismo y se poner al servicio del Reino. Dios ama al que da con alegría. Darse significa que, como el grano de trigo, uno tiene que caer en la tierra y pudrirse para dar fruto. Es imposible darse sin que nos cueste nada. Al contrario, el entregarse verdaderamente a las órdenes de Dios para construir el reino cuesta, pero el que llama a servirle, pone lo que nos hace falta para la entrega total.
Nuestra fe, Jesús resucitado, conocida y aceptado sin condiciones, nos hace ser personas emprendedoras y dinámicas. La fe dinamiza a ser testigos de Cristo en la vida diaria, en la caridad diaria, en el esfuerzo diario, en la comprensión diaria, en la lucha diaria por ayudar a los demás, por hacer que los demás se sientan más a gusto, más tranquilos, más felices. Ahí es donde está, para todos nosotros, el modo de ser testigos de Cristo.
Jesucristo nos dice en el Evangelio que todo aquél que se busca a sí mismo, acabará perdiéndose, porque acaba quedándose nada más con el propio egoísmo, no se realiza en sus dones y carismas, se empobrece, porque la fe se robustece dándola. La riqueza de la Iglesia es su capacidad de entrega, su capacidad de amor, su capacidad de vivir en caridad en cada uno de sus miembros. Una Iglesia que viviera nada más para sí misma, para sus intereses, para sus conveniencias sería una Iglesia que estaría viviendo en el egoísmo y que no estaría dando un testimonio de fe. Y un cristiano que nada más viva para sí mismo, para lo que a uno le interesa, para lo que uno busca, sería un cristiano que no está dando fruto, sería un cristiano a medias. No tengamos miedo, pongámonos al servicio de Dios, que nos dice: El que me sirve será honrado por mi Padre.
Jueves
Mateo 18, 21-35; 19,1-2ª
No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete; es decir, que el cristiano debe estar pronto a perdonar las ofensas recibidas del prójimo, sin limitación ni fin. Y el Divino Maestro enseñaba todavía más:”cuando oren, si tienen alguna cosa contra alguien, perdónenle para que su Padre, que está en los cielos, perdone también a ustedes sus pecados”. Y no basta ni siquiera no devolver mal por mal. “Sabemos, añadía Jesús, que fue dicho: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”. Esta es la doctrina cristiana del amor y del perdón, doctrina que erige a veces grandes sacrificios.
Por esto en la oración del Padre nuestro, la invocación —“como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”— pone una medida clara para nuestra conciencia, y al mismo tiempo constituye una exigencia según la cual nos comprometemos en el dinamismo de la cooperación, dejándonos impulsar por la gracia a hacer concreto el perdón y la reconciliación.
Por si fuera poco, tenemos la parábola del siervo malo que no perdonó a su hermano, que evidencia lo que pasa con aquel que en su engreimiento y ceguera pide perdón para sí por sus ofensas, pero no perdona las ofensas de las que ha sido víctima. Toda susceptibilidad propia que lleve a un tan mezquino proceder debe desvanecerse en el mar inmenso de la misericordia y caridad divinas que alcanza a las propias deudas. Esos dones de Dios invitan a vivir con ardor y perseverancia todo el alcance del perdón. La más intensa concordia fraterna, centrada en la verdad y la caridad, se abre como experiencia de vida.
Nunca debemos olvidar que la iniciativa del perdón viene del Padre que “nos reconcilió por la muerte de su Hijo” y “nos perdonó en Cristo”. Junto a un elemental sentido de equidad y de gratitud, se pone así de manifiesto la unidad indivisible del amor en la Iglesia: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”.
Viernes
Mateo 19, 3-12
Por la dureza de su corazón, Moisés les permitió divorciarse de sus esposas; pero al principio no fue así. Al Mesías acuden los fariseos, y le preguntan si al marido le es lícito repudiar a su mujer. Cristo, a su vez, les pregunta qué les ordenó hacer Moisés; ellos responden que Moisés les permitió escribir un acta de divorcio y repudiarla. Pero Cristo les dice: "Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió Moisés para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre" (Mc 10, 5-9).
Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento.
“De la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo con una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece, además, con ellos para que, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad” (GS 48).
La familia es patrimonio de la humanidad, porque a través de ella, de acuerdo con el designio de Dios, se debe prolongar la presencia del hombre sobre la tierra. En las familias cristianas, fundadas en el sacramento del matrimonio, la fe nos hace ver de modo admirable el rostro de Cristo, esplendor de la verdad, que colma de luz y alegría los hogares que viven de acuerdo con el Evangelio.
Sábado
Mateo 19, 13-15
No les impidan a los niños que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos. El significado de estas palabras lo aclara el mismo Señor, cuando dice: “Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielo” (Mt 18,3; cf. Mt 19,14). Aquí no se refiere a la regeneración (cf. Jn 3,3), sino que nos recomienda imitar la sencillez de los niños.
El niño tiene el alma sincera, es de corazón inmaculado, y permanece en la sencillez de sus pensamientos, el no ambiciona los honores, ni conoce las prerrogativas, entendiéndose esto por el privilegio concedido por una dignidad o un cargo, tampoco teme ser poco considerado, ni se ocupa de las cosas con gran interés. A esto niños ama y abraza el Señor; se digna tenerlos cerca de sí, pues lo imitan. Por esto dice el Señor (Mt 11,29): “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo.