viernes, 29 de abril de 2011

domingo segundo de pascua o de la Misericordia divina


SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA O DE LA MISERICORDIA DIVINA
Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día ‘en que actuó el Señor’, caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús.
Hemos escuchado que Jesús resucitado se aparece en el Cenáculo a los discípulos y les ofrece el don pascual de la paz y de la misericordia. Recordando la página evangélica de hoy, se comprende muy bien que la verdadera paz brota del corazón reconciliado que ha experimentado la alegría del perdón y, por tanto, está dispuesto a perdonar. Hoy día del trabajo, de san José Obrero, de la misericordia divina, y beatificación de Juan Pablo II, abramos el alma al amor de Jesucristo, a su misericordia.
Durante el jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II estableció que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua, se denominara Domingo de la Misericordia Divina. Esto sucedió en concomitancia con la canonización de Faustina Kowalska, humilde religiosa polaca, celosa mensajera de Jesús misericordioso. Y ahora también, coincide la beatificación de nuestro querido Papa.
Recordemos que hace seis años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena, y justamente hoy es proclamado beato.... Hoy la Iglesia nos asegura que al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo, como beato, tengan confianza, nos dice, en la Misericordia divina. Conviértanse día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.
En realidad, la misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta mediante los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación, y mediante las obras de caridad, comunitarias e individuales.
Volviendo al Beato Juan Pablo II, realmente, como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo a su vez apóstol de la Misericordia divina. La tarde del inolvidable sábado 2 de abril de 2005, cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la víspera del segundo domingo de Pascua, y muchos notaron la singular coincidencia, que unía en sí la dimensión mariana, era el primer sábado del mes, y la de la Misericordia divina.
En efecto, su largo y multiforme pontificado tiene aquí su núcleo central; toda su misión al servicio de la verdad sobre Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se resume en este anuncio, como él mismo dijo en Cracovia-Lagiewniki en el año 2002 al inaugurar el gran santuario de la Misericordia Divina: “Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre” (Homilía durante la misa de consagración del santuario de la Misericordia Divina, 17 de agosto).
Así pues, su mensaje, como el de santa Faustina, conduce al rostro de Cristo, revelación suprema de la misericordia de Dios. Contemplar constantemente ese Rostro es la herencia que nos ha dejado y que nosotros, con alegría, acogemos y hacemos nuestra.
“La mentalidad contemporánea... parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a dejar al margen de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de misericordia” (Dives in misericordia, 2). Pero el hombre tiene íntimamente necesidad de encontrarse con la misericordia de Dios hoy más que nunca, para sentirse radicalmente comprendido en la debilidad de su naturaleza herida; y sobre todo para hacer la experiencia espiritual de ese Amor que acoge, vivifica y resucita a vida nueva.
Ahora, oficialmente en Juan Pablo II, al ser elevado a los altares, se ha hecho en él efectiva aquella frase de san Agustín: “Cuando me haya unido a Ti con todo mi ser, nada será para mi dolor ni pena. Será verdadera vida mi vida, llena de Ti” (S. Agustín, Confesiones 10, 28, 39). Esta meta a la que llegó el Papa, que amó a santa María de Guadalupe, es también la nuestra.
Que la Madre de la Misericordia, que veneramos aquí con el título particular de “Nuestra Señora de la Soledad, cuya fiesta celebramos ayer, nos haga cada vez más conscientes de su maternidad, que “perdura sin interrupción desde el momento de su asentimiento fielmente prestado en la Anunciación”, y ratificado fielmente al pie de la Cruz, como contemplamos aquí en este hermoso retablo mayor, signo de la misericordia divina.

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