viernes, 29 de abril de 2011

Predicación en el Novenario a Nuestra Señora de la Soledad


Imagen de Nuestra Señora de la Soledad Patrona de la Diócesis de Irapuato
PINCELADAS DEL MAGISTERIO MARIANO DE JUAN PABLO II
En el Novenario a Nuestra Señora de la Soledad
LUNES 25 DE ABRIL
María, sostén y modelo de nuestra vida
Están ante nuestra mirada, y arden en nuestro corazón, dos acontecimientos que están muy en nuestra memoria: La fiesta y devoción de nuestra Señora de la soledad, y la beatificación del Papa tan querido para nosotros, Juan Pablo II. Por esto nuestra temática para este novenario, y la preparación a su beatificación, será: El espíritu Mariano de Juan pablo II en torno a nuestra devoción a la Madre de Dios, nuestra Patrona y reina.
Juan Pablo II no es solo un fiel intérprete de la doctrina sobre la virgen María, sino que expande nuevos caminos en el pensamiento, en la teología, enseñanza y en la espiritualidad mariana. La devoción mariana fue un particular carisma de su pontificado, con sus palabras, en su Magisterio, con los hechos y con sus gestos. De modo que muy bien podríamos parodiar en él, en su doctrina mariana, lo que dice la Constitución Dogmática Dei Verbum, “Cristo se reveló, la Palabra se hizo carne, y reveló el plan de salvación no solo con palabras, sino que con hechos, con gestos claros que estaban intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras y los gestos, por muy pequeños que sean, manifiesten y confirmen la doctrina. Que los hechos estén explicados por las palabras y que las palabras, proclamen las obras y esclarezcan el misterio contenido en ellas” (DV 2).
En la persona y misión de Juan Pablo II, elocuentes fueron sus gestos. Esos detalles con los que constantemente dirigía la mirada de toda la Iglesia a la Madre de Dios, y nuestra Madre. Cuántas fotos podemos contemplar, especialmente en todos los libros que han surgido después de la muerte, de Juan Pablo II con una imagen de la Virgen. Por esto, es difícil imaginarnos al Papa sin la Virgen o sin un rosario en mano.
En realidad, Juan Pablo II fue un hombre de palabras, de obras y de gestos, que se inspiraban en la vida y en la persona de María, en su relación Trinitaria: Dios Padre “dio a su Hijo único al mundo sólo por medio de María” y “quiere tener hijos por medio de María hasta el fin del mundo”. Dios Hijo “se hizo hombre por nuestra salvación, pero en María y por medio de María” y “quiere formarse y, por decirlo así, encarnarse día a día, por medio de su amada madre, en sus miembros” (ib., 16 y 31). Dios Espíritu Santo “comunicó a María, su Esposa fiel, sus dones inefables” y “quiere formarse, en ella y por medio de ella, a elegidos”.
Por esta razón la Toda Santa lleva hacia la Trinidad. Repitiéndole a diario Totus tuus y viviendo en sintonía con ella, se puede llegar a la experiencia del Padre mediante la confianza y el amor sin límites (cf. ib., 169 y 215), a la docilidad al Espíritu Santo (cf. ib., 258) y a la transformación de sí según la imagen de Cristo (cf. ib., 218-221).
De aquí podemos vernos a nosotros mismos, a nuestra historia, a nuestro presente, y sacar enseñanzas para nuestra vida y misión ante la mirada del “dolor profundo y del llanto sin consuelo”, de nuestra Señora de la Soledad, que nos recuerda permanentemente, el drama del Calvario, el amor de Dios por el hombre, los méritos redentores de la Cruz, el plan de salvación del Padre, que decide enviarnos a su Hijo por medio, para que nos redimiera del pecado y de la muerte.
Por tanto, nos dice el Papa, respecto a la devoción mariana, cada uno de nosotros debe tener claro que no se trata sólo de una necesidad del corazón, de una inclinación sentimental, sino que corresponde a la verdad objetiva sobre la Madre de Dios, que nosotros tenemos en su advocación de Nuestra Señora de la Soledad.

26 DE ABRIL
La Maternidad de María
La dimensión Mariana en Juan Pablo II es fruto de toda una vida de profunda devoción a María Santísima como Madre, que llevó, como él mismo lo ha dicho, un largo proceso de maduración. Podríamos decir que Juan Pablo II en su experiencia personal y en su dimensión teológica, coloca, la Maternidad de María como el tronco sobre el cual se desarrollan todas las ramas (dimensiones) de su vida y espiritualidad mariana.
Él está convencido que cada discípulo de Cristo debe encontrarse en las palabras del Maestro en la Cruz: “He aquí a tu hijo; hijo he aquí a tu Madre” y que estas palabras son el testamento de Cristo que deben ser acogidas por cada uno de los fieles de la Iglesia. "En Juan, el discípulo amado, cada persona, descubre que es hijo o hija de aquella que dio al mundo al Hijo de Dios".
Para Juan Pablo II, identificarse como hijo de María, fue determinante en el desarrollo de su espiritualidad Mariana. Descubrirse en el rostro de San Juan evocó una profunda conciencia de la necesidad de acoger en su corazón, en su interior, a la Madre del Salvador, y que era el expreso deseo del Redentor, que él asumiese ese amor filial, dejando a la Virgen ejercer toda su misión materna.
Como expresó en la Encíclica Madre del Redentor, 45: “La maternidad en el orden de la gracia igual que en el orden natural caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: Ahí tienes a tu hijo. En estas mismas palabras está indicado el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no solo de Juan, sino de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. A los pies de la cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la madre de Cristo”.
La Madre de Dios es la Nueva Eva, que Dios pone ante el nuevo Adán -Cristo-, comenzando por la Anunciación, a través de la noche del Nacimiento en Belén, el banquete de la Boda en Caná de Galilea, la Cruz sobre el Gólgota, hasta el Cenáculo de Pentecostés: la Madre de Cristo Redentor es la Madre de la Iglesia. (S.S. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza). Estaba “convencido que María nos conduce a Cristo” pero a partir de allí comenzó “a comprender que también Cristo nos conduce a su Madre” (Giovanni Paolo II, Dono e misterio, pág. 37-38).
La maternidad espiritual de María, se expresa particularmente, con su mediación materna. Ella intercede ante su Hijo e interviene directamente en el dinamismo de la salvación para alcanzarnos las gracias de santidad que Cristo ha hecho posible para la Iglesia con su sacrificio redentor.
En efecto, la experiencia de este pueblo ha sido desde 198 años de ser La Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, en su advocación de la Soledad, la Patrona de la ciudad de Irapuato, siendo Papa Urbano VIII, y Obispo de Michoacán el Sr. Dn Manuel Abad y Queipo; y, el 89 aniversario de su coronación pontificia, siendo Papa Benedicto XV, y Obispo de León, el Excmo. Sr. Emeterio Valverde y Téllez; 7 años como Patrona de la Diócesis de Irapuato, por voluntad del siervo de Dios, Juan Pablo II, y siendo primer Obispo de Irapuato su excelencia José de Jesús Martínez Zepeda; y 5 años de haber sido constituido este Santuario de la Soledad como sede Parroquial… Desde 1813 nuestros antepasados, los cristianos y cristianas de Irapuato, la recibieron en su casa, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Soledad, como Juan, el discípulo amado de Jesús.
27 DE ABRIL
La Encíclica Madre del Redentor del 25 Marzo de 1987
El Siervo de Dios nos legó una encíclica Mariana: Madre del Redentor, que busca despertar en todos los fieles, una sólida y necesaria espiritualidad mariana, basada en la Tradición de la Iglesia y en las enseñanzas del Concilio Vaticano II.
Juan Pablo II al hablar de la maternidad de María, Madre de Cristo y Madre de Iglesia, dice que “La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de salvación”... negarlo, dice, sería negar la historia. En efecto, María es la nueva Eva, que Dios pone ante el nuevo Adán -Cristo-, comenzando en la Anunciación, a través de la noche en Belén, en las bodas de Caná, en la Cruz sobre el Gólgota, hasta el cenáculo en Pentecostés: la Madre de Cristo Redentor, es Madre de la Iglesia”.
Esta encíclica a la Madre del Redentor es la expresión de su devoción y doctrina mariana, el fruto maduro de un largo camino de relación filial con la Virgen. Sus palabras al entregar a la Iglesia este documento fueron: “he estado pensando sobre este tema por un largo tiempo. Lo he ponderado profundamente en mi propio corazón”.
Con esta encíclica, Juan Pablo II quiso recalcar que la Virgen tiene un lugar preciso en el dinamismo de la salvación porque ella estaba destinada desde el principio para ser la Madre del Hijo de Dios, que nacería de ella en la plenitud de los tiempos. Esta plenitud revela, que el culmen de la historia, hacia la que caminaba y desde la que parte, es la Encarnación del Hijo de Dios, llevada a cabo por el poder del Espíritu Santo y la cooperación materna de María. Los reyes magos, representan la historia: recorren largos y difíciles caminos tras una estrella hasta que su búsqueda termina con el Mesías, y desde ahí parten por otro camino. Pero ellos, igual que los pastores, encuentran al Mesías en brazos de su Madre. La humanidad, la historia, cada corazón está llamado a encontrar al Señor, que se ha encarnado y que ha venido al mundo por medio de una Mujer, la Virgen.
Por consiguiente, es una hermosa coincidencia el que nosotros nos preparemos a la Fiesta de Nuestra Señora de la Soledad, a través del pensamiento y vivencia mariana de Juan Pablo II, y también nos preparemos de la mano de nuestra Patrona y Reina a recibir el don de la beatificación de nuestro querido Papa. Ambos acontecimientos son una oportunidad para:
1) Profundizar en la doctrina de fe sobre María, pero que esta sea “una fe vivida, la teología del corazón”, para que nuestra Iglesia, cada uno de nosotros, viva una auténtica “espiritualidad mariana”.
2) Que optemos por convertirnos en verdaderos misioneros de Nuestra Madre, y vivamos nuestra consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo.
3) Preparar, de cara al futuro, el Bicentenario del Patronato de Nuestra Señora de la Soledad, sobre la ciudad de Irapuato. Nuestra preparación en estos dos años, nos debe llevar a es “remar mar adentro” (¡Duc in altum!) para proclamar a Cristo Señor y Salvador, Camino, Verdad y Vida, la meta y fin de la historia humana.
Siguiendo la figura la enseñanza y el testimonio de Juan Pablo II, vemos que la figura de María tiene que estar fuertemente presente en nuestra vida ordinaria. Su enseñanza y su testimonio ve a la Bienaventurada Madre de Dios “maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que ‘'no caiga’, o, si cae, ‘se levante’”.
28 DE ABRIL
El rosario
Juan Pablo II aprovechó siempre toda ocasión para hablar a la Iglesia sobre la Madre del Señor, porque, María de Nazaret, ha sido el centro de la vida espiritual de los discípulos de Jesús, después de Él, que es la Puerta, el primero y el último, el centro y fin de la historia. El Papa Juan Pablo II ha dicho que la devoción mariana es signo de la fe viva del pueblo de Dios a la Virgen María, así como su expresión de vida cristiana y misionera: discípulos y misioneros de Jesucristo por medio de María.
Hoy les propongo algunas ideas sobre la carta apostólica de Juan Pablo II de “El Rosario de la Virgen María”. Con el rosario el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Es una oración típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con “la oración del corazón” u “oración de Jesús”.
Fomentar el rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrastar los efectos desoladores de la crisis actual.
El ritmo del rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de María.
Cuando dos amigos se frecuentan, suelen parecerse también en las costumbres; así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la virgen María, al meditar los misterios del rosario y formando juntos una misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos.
La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María. La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado, ¡El es el resucitado! Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él, la verdad sobre el hombre. Por tanto, cada misterio, bien meditado, alumbra el misterio del hombre.
Para comprender el rosario es necesario entrar en la psicología propia del amor. Y así, se afirma que la familia que reza unida permanece unida, porque el amor es vínculo de la perfecta unión.
Hoy, como en los tiempos de primeros fervientes devotos de Nuestra Señora de la Soledad, es necesario anunciar a Cristo a esta ciudad de Irapuato, que camina desde hace doscientos años bajo el patrocinio de su Patrona, porque que se está alejando de los valores cristianos y pierde incluso su recuerdo. Con la esta bendita Imagen como telón de fondo, la propuesta del Rosario adquiere el valor histórico de un nuevo empuje en el anuncio cristiano en nuestro tiempo, porque el Rosario es camino de María.
En la carta apostólica “Rosarium Virginis Mariae” el Papa decía que el Rosario es una oración orientada por su propia naturaleza a la paz. No sólo porque nos lleva a invocarla, apoyados en la intercesión de María, sino también porque nos hace asimilar, junto a el misterio de Jesús, su proyecto de paz, don de Dios para cada uno, y para cada familia. Este es el mensaje de la cruz de Jesús resucitado, que nos sigue bendiciendo por manos de nuestra patrona y reina.

29 de abril
Consagración mariana
El Papa Juan Pablo II resume su consagración con su lema “Totus tuus ego sum. Et mea omnia tua sun”: Soy todo tuyo. Y todo lo mío es tuyo, y ha propuesto la Consagración a Cristo por manos de María como medio eficaz para vivir fielmente el bautismo (RM 48). Este es nuestro último tema de este novenario: PINCELADAS DEL MAGISTERIO MARIANO DE JUAN PABLO II, como preparación a nuestra fiesta y a su beatificación, el próximo domingo.
Consagrarse es entrar en alianza, comunión profunda de corazón con el Corazón Inmaculado para así ser llevados a alcanzar una plena comunión de corazón con el Corazón de Cristo. “Debemos permanecer en alianza con el Corazón de Jesús a través del Corazón Inmaculado de María”. Se dedicó a llevar a toda la Iglesia hacia una profunda unión espiritual con Cristo a través de María, por medio de la Consagración Total. Se ha dedicado a despertar en toda la Iglesia, el amor, y devoción filial a la Santísima Virgen.
Juan Pablo II hizo de la consagración mariana un punto clave en su vida personal y en su misión petrina. Un famoso mariólogo, Stephano D'Fiores afirma que “Si los últimos Papas han hablado favorablemente sobre la Consagración Mariana, Juan Pablo II la ha hecho una de las características claves de su Pontificado. Para Juan Pablo II, la consagración Mariana, es un punto elemental en su programa de vida espiritual y pastoral".
Su profunda piedad mariana, teológicamente enriquecida, llevó a Juan Pablo II, hacia una espiritualidad de profunda confianza. Es este sentido de confianza lo que llevó al Santo Padre a pronunciar estas palabras en Czestochowa en 1979, en el monasterio de Jasna Gora, durante su primera peregrinación a Polonia: “Soy un hombre de una gran confianza, aquí aprendí a serlo. Aprendí a ser un hombre de profunda confianza aquí, en oración y meditación frente al gran ícono de María, la primera discípula: Hágase en mí según tu Palabra”.
Nosotros necesitamos volver a María, consagrarnos a ella, e iniciar una profunda renovación en cada persona y en cada familia. Necesitamos volver nuestros ojos y nuestros corazones a Nuestra Señora de la Soledad, porque urge recuperar a los que están lejos, a los que se nos han ido y fortalecer a los que están cerca.
En cada novenario, en cada fiesta del 30 de abril, hemos de recordar que Cristo nos ha confiado al cuidado materno de Nuestra Señora de la Soledad, comprendamos que a tal amor materno solo podemos responder con la entrega total y generosa de sí, al Corazón de nuestra Madre. Y ya que María fue dada como Madre personalmente a “discípulo de Jesús, hemos de responder con ‘la entrega’ con una auténtica devoción. La entrega es la respuesta al amor de una persona, y, en concreto al amor de la madre. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, introduce a María en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su yo humano y cristiano”, afirma Juan pablo II.
Ahora, al final del novenario, hagamos nuestra consagración a Nuestra Señora de la Soledad…
ACTO DE CONSAGRACIÓN
¡Oh Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre de los hombres y de las mujeres: Reina y Patrona Nuestra, Señora de la Soledad!
Al final de este novenario queremos “CONSAGRARNOS A TI ANTE ESTE ALTAR Y TU BENDITA IMAGEN”, y ofrecerte el homenaje de nuestra vida y de nuestro amor; para felicitarte, como hijos tuyos, por los incomparables privilegios con que Dios te adornó desde el primer instante de tu concepción inmaculada, y para alegrarnos contigo por la gloria sublime de que ahora gozas en el cielo.
(---) Bendita seas, Señora Nuestra, (…) por tu santidad y por tu poder de mediadora universal; por tu piedad y tu misericordia.
Tu nunca te olvidas de que has sido levantada hasta el trono de Dios, no sólo para tu gloria, sino también para nuestra salvación; no te olvides de que Dios te ha llevado al cielo en cuerpo y alma, para que así intercedas mejor por nosotros, pobres pecadores.
Llenos de confianza en tu poder y en tu bondad, y sabiendo que, como Madre buena, oyes los ruegos de tus hijos y de tus hijas, te suplicamos con todo el fervor de nuestro corazón, que no nos dejes de tu mano, porque, si tú nos dejas, nos perderemos para siempre.
¡No nos abandones y danos fortaleza, Santa Madre de Dios!
Para luchar contra las malas inclinaciones de nuestra naturaleza, herida por el pecado.
Para dominar las miradas peligrosas, y para impedir las conversaciones atrevidas.
Para apartarnos de compañías que nos lleven al pecado; para cumplir decididamente nuestros deberes de trabajo y estudio.
Para ser buenos y leales con los que convivimos y amigos, caritativos y atentos con los pobres y los enfermos, constantes y devotos en la recepción de los sacramentos de Confesión y Comunión.
Danos fortaleza para luchar y vencer; ¡Oh celestial vencedora de todas las batallas de Dios!
Y concédenos que los que hoy nos hemos reunido ante Ti para haceros entrega de todo nuestro ser mediante esta consagración, cantar tus alabanzas y pedir tu protección, nos reunamos un día en la gloria del paraíso para ofrecer contigo nuestro amor a tu Hijo y Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.







30 DE ABRIL
FIESTA A NUESTRA SEÑORA DE LA SOLEDAD 2010
Nuestra Patrona (1813-2010) y Reina (1922-20010): proximidad del bicentenario de su Patronato sobre Irapuato
La Fiesta a nuestra Señora de la Soledad nos invita a cantar y alabar: “Salve, Reina poderosa, Que tus bondades derramas. Sobre todos los que amas Compasiva y generosa. Nuestros ojos siempre fijos Tenemos en tu bondad (Pbro. Ángel Miranda). Esta es una fiesta de esperanza, porque la Madre de Dios y Madre nuestra, es nuestra esperanza y protección.
Desde nuestra Madre de la Soledad podemos encontrar el sentido a nuestra vida: desde el corazón de nuestra Reina, encontramos el sentido al dolor y a la soledad, que llevamos pegados siempre a nuestra piel. Nuestra vida, en la medida en que comienza a identificarse con la de Ella, entendemos mejor el misterio Pascual, pasión, muerte y Resurrección del Señor Jesús, y con ella, en unión con el Redentor, sabemos que el dolor es redentor, y la soledad, una oportunidad para hacer espacio a Dios en nuestra intimidad: todo ofrecido al Padre por el Hijo, en unión con María, tienen precio de eternidad, para si y para la humanidad, para nuestra ciudad, para nuestra familia. Así nos lo ha enseñado la Reina de Irapuato, sí, La del dolor más amargo, nos ha dicho que el dolor purifica, y “lo que es puro, es lo santo, es la virtud, la belleza, lo inmortal, lo inmaculado. ¡Salve a ti! ¡Paz a tus hijos! ¡Linda joya de Irapuato!” .
Vista desde Jesús y María y José las penalidades de la vida humana, todo se convierte como “ojos que penetran a través de la niebla que confunde los objetos y difumina las verdades, y al atravesarla nos permite llegar a lo que verdaderamente es y a lo que verdaderamente importa, pues significa acallar toda clase de voces confusas y discordantes para que se pueda oír la Palabra viva, clara y penetrante”. Todo desde Cristo y desde María de la Soledad tiene sentido, tiene luz, tiene precio de eternidad.
Y es que si por medio de la Santísima Virgen vino Jesucristo al mundo, por medio de Ella debe también reinar en el mundo; y si por María vino el Salvador, el Redentor, El Camino y la luz al mundo, por medio de María tenemos el camino cierto para saber vivir en los gozos y las alegrías, las angustias y las tristezas de nuestro corazón, y conseguir la salvación, caminando por donde ella caminó, haciendo lo que ella amó y vivió.
Prueba del patrocinio de la Santísima Virgen, como de la filial gratitud de sus devotos, es el magnífico templo que fue edificado en la primera mitad del siglo XVIII, en el cual se venera la bendita Imagen, y el cual es un monumento de la generosidad de los habitantes de Irapuato puesta al servicio de la piedad y del amor. Y que ahora, todos, nos hemos dado a la tarea de restaurarlo: baste como signo, lo que hemos hecho, para vislubrar lo que nos falta por hacer…
La grande obra, la epopeya de Irapuato, el apoteosis de Nuestra Señora de la Soledad, el colmo del entusiasmo religioso, la cumbre de la perfecta vida social, el fundamento de nuestra felicidad temporal, el augurio de nuestra dicha futu¬ra, fue la declaración solemne como Patrona de Irapuato, en 1813, y la Coronación, en 1922, de Nuestra Señora de la Soledad.
A nosotros nos ha tocado en hora ver a María de la Soledad en su palacio irapuatense, asistirla en su trono, aclamarla por Reina nuestra, bendecirla con nuestros corazones, alabarla con nuestras lenguas, y acogernos a Ella como Reina, Patrona y Madre. Al celebrar la grandeza y hermosura de Nuestra Señora de la Soledad, los irapuatenses hemos de profesar ante el cielo y la tierra que queremos ser para siempre la peana de sus pies.
30 de abril de 1813 y de 1922, son fechas que llenaron de fe y de gozo a nuestros antepasados, que nada ni nadie debería borrar de nuestra memoria, porque un pueblo sin memoria, se queda infantil, se despersonaliza. Me refiero, sobre todo, a las solemnísimas fiestas, celebradas en honor de la “Linda Joya de Irapuato”, los días 30 de abril desde 1813 y de 1922. Estos días eran muy lucidos: se llevaba en procesión a su Patrona, era llevada en andas, conducida con todo respeto y veneración de su iglesia a la parroquia, pasando por diversas calles. El clero, sacerdotes religiosos y diocesanos, las cofradías y hermandades, las colegialas de la “Enseñanza”, los alumnos del Colegio de San Francisco de Asís, y los de otras escuelas, el pueblo todo, prácticamente formaban las procesiones.
María de la Soledad, ¿por qué quisiste venir a este pueblo?, ¿qué tenemos, que haz querido vivir con nosotros, si tu eres la Reina, la madre de Dios?, Así como tu Hijo, que tomó lo nuestro para que fuéramos ricos, tú ha venido a nosotros porque éramos y somos pobres, y tu amor se ensancha ante los pobres y afligidos… Así lo han expresado nuestros antepasados: “Heme aquí, Oh Madre, ante tus pies postrado. Heme aquí, Oh Madre, contrito y humillado; Delante de tu altar; pues, tu nombre a tanto alcanza, Que al llamarte Madre, crece mi esperanza tan grande como el mar.
Ser dóciles a las enseñanzas de Jesús, ser fieles devotos de Nuestra Señora de la Soledad, amarla e imitarla, es la respuesta que los niños y ancianos, jóvenes, hombres y mujeres, padre y madres de familia, sacerdotes y Obispo, es la mejor forma de no echar en saco roto, la fe, la esperanza y el amor que testimoniaron nuestros mayores a nuestra Reina de la Soledad, como expresara en 1922, el Sr. Obispo Miguel M. Mora: ¡Oh Virgen de la Soledad profunda, Y del llanto sin consuelo, Mira, oh tierna Madre, a tu pueblo; Mira, ¡cómo te ama!, ¡Haz que te ame más y más, Y que tus hijos de Irapuato, Primero pierdan la vida; que dejarte de amar! (Del Sr. Obispo Miguel M. Mora).

domingo segundo de pascua o de la Misericordia divina


SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA O DE LA MISERICORDIA DIVINA
Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día ‘en que actuó el Señor’, caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús.
Hemos escuchado que Jesús resucitado se aparece en el Cenáculo a los discípulos y les ofrece el don pascual de la paz y de la misericordia. Recordando la página evangélica de hoy, se comprende muy bien que la verdadera paz brota del corazón reconciliado que ha experimentado la alegría del perdón y, por tanto, está dispuesto a perdonar. Hoy día del trabajo, de san José Obrero, de la misericordia divina, y beatificación de Juan Pablo II, abramos el alma al amor de Jesucristo, a su misericordia.
Durante el jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II estableció que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua, se denominara Domingo de la Misericordia Divina. Esto sucedió en concomitancia con la canonización de Faustina Kowalska, humilde religiosa polaca, celosa mensajera de Jesús misericordioso. Y ahora también, coincide la beatificación de nuestro querido Papa.
Recordemos que hace seis años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena, y justamente hoy es proclamado beato.... Hoy la Iglesia nos asegura que al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo, como beato, tengan confianza, nos dice, en la Misericordia divina. Conviértanse día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.
En realidad, la misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta mediante los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación, y mediante las obras de caridad, comunitarias e individuales.
Volviendo al Beato Juan Pablo II, realmente, como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo a su vez apóstol de la Misericordia divina. La tarde del inolvidable sábado 2 de abril de 2005, cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la víspera del segundo domingo de Pascua, y muchos notaron la singular coincidencia, que unía en sí la dimensión mariana, era el primer sábado del mes, y la de la Misericordia divina.
En efecto, su largo y multiforme pontificado tiene aquí su núcleo central; toda su misión al servicio de la verdad sobre Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se resume en este anuncio, como él mismo dijo en Cracovia-Lagiewniki en el año 2002 al inaugurar el gran santuario de la Misericordia Divina: “Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre” (Homilía durante la misa de consagración del santuario de la Misericordia Divina, 17 de agosto).
Así pues, su mensaje, como el de santa Faustina, conduce al rostro de Cristo, revelación suprema de la misericordia de Dios. Contemplar constantemente ese Rostro es la herencia que nos ha dejado y que nosotros, con alegría, acogemos y hacemos nuestra.
“La mentalidad contemporánea... parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a dejar al margen de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de misericordia” (Dives in misericordia, 2). Pero el hombre tiene íntimamente necesidad de encontrarse con la misericordia de Dios hoy más que nunca, para sentirse radicalmente comprendido en la debilidad de su naturaleza herida; y sobre todo para hacer la experiencia espiritual de ese Amor que acoge, vivifica y resucita a vida nueva.
Ahora, oficialmente en Juan Pablo II, al ser elevado a los altares, se ha hecho en él efectiva aquella frase de san Agustín: “Cuando me haya unido a Ti con todo mi ser, nada será para mi dolor ni pena. Será verdadera vida mi vida, llena de Ti” (S. Agustín, Confesiones 10, 28, 39). Esta meta a la que llegó el Papa, que amó a santa María de Guadalupe, es también la nuestra.
Que la Madre de la Misericordia, que veneramos aquí con el título particular de “Nuestra Señora de la Soledad, cuya fiesta celebramos ayer, nos haga cada vez más conscientes de su maternidad, que “perdura sin interrupción desde el momento de su asentimiento fielmente prestado en la Anunciación”, y ratificado fielmente al pie de la Cruz, como contemplamos aquí en este hermoso retablo mayor, signo de la misericordia divina.

miércoles, 20 de abril de 2011

Sema santa, semana de plena


SEMANA SANTA
Lunes
Jn 12, 1-11
Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura. El Evangelio nos conduce a Betania, donde Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro (cf. Jn 12, 1). Este banquete en casa de los tres amigos de Jesús se caracteriza por los presentimientos de la muerte inminente: los seis días antes de Pascua, la insinuación del traidor Judas, la respuesta de Jesús que recuerda uno de los piadosos actos de la sepultura anticipado por María, la alusión a que no lo tendrían siempre con ellos, el propósito de eliminar a Lázaro, en el que se refleja la voluntad de matar a Jesús.
El gesto de María es la expresión de fe y de amor grandes por el Señor: para ella no es suficiente lavar los pies del Maestro con agua, sino que los unge con una gran cantidad de perfume precioso que, como protestará Judas, se habría podido vender por trescientos denarios; y no unge la cabeza, como era costumbre, sino los pies: María ofrece a Jesús cuanto tiene de mayor valor y lo hace con un gesto de profunda devoción.
Jesús comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya se acerca su "hora", la "hora" en la que el Amor hallará su expresión suprema en el madero de la cruz: el Hijo de Dios se entrega a sí mismo para que el hombre tenga vida, desciende a los abismos de la muerte para llevar al hombre a las alturas de Dios, no teme humillarse "haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2, 8).
San Agustín, en el Sermón en el que comenta este pasaje evangélico, dice: “Toda alma que quiera ser fiel, únase a María para ungir con perfume precioso los pies del Señor... Unja los pies de Jesús: siga las huellas del Señor llevando una vida digna. Seque los pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, dalas a los pobres, y habrás enjugado los pies del Señor” (In Ioh. evang., 50, 6).
Martes
Jn 13, 21-23. 36-38
Uno de ustedes me entregará. No cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces. Jesús abiertamente les dice que uno de ellos le va a entregar, es decir, a la muerte. Estas predicciones, en el momento de esta cena, fue motivo de turbación profunda. La consternación era general. ¿Quién sería capaz de algo así? ¿“Seré yo acaso”?, le preguntaban uno tras otro los confundidos discípulos. Otros, consternados por el anuncio, querían saber de quién se trataba preguntándole quién era. La respuesta y el gesto no fueron lo suficientemente evidentes para dejar en claro de quién se trataba. El Señor no quiso exponer su identidad.
Una vez que Judas salió del Cenáculo, otro anuncio debió perturbarlos más aún: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir, os digo también ahora a vosotros» (Jn 13,33). El Señor se refiere a su Pascua. Él partirá al encuentro del Padre por medio de su muerte en Cruz.
Finalmente, al preguntarle Pedro a dónde va y luego de asegurarle que está dispuesto a dar la vida por Él, el Señor le anuncia que lo negará tres veces.
La traición de Judas y la negación de Pedro, nos pueden ayudar para ponernos ante Jesús y revisar nuestra vida…
Miércoles
Mt 26, 14-25
¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Este juicio que Jesús pronuncia contra Judas es muy severo. Sin embargo, a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.
Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? Para responder a este interrogante se han hecho varias hipótesis. Algunos recurren al factor de la avidez por el dinero; otros dan una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país.
Sin embargo, los hombres indicados nominalmente por los Evangelios, al menos en parte, son históricamente los responsables de esta muerte. Lo declara Jesús mismo cuando dice a Pilato durante el proceso: “El que me ha entregado a ti tiene mayor pecado” (Jn 19, 11). Y en otro lugar: “El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero, ¡ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! “Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mc 14, 21; Mt 26, 24; Lc 22, 22). Jesús alude a las diversas personas que, de distintos modos, serán los artífices de su muerte: a Judas, a los representantes del sanedrín, a Pilato, a los demás... También Simón Pedro, en el discurso que tuvo después de Pentecostés imputará a los jefes del sanedrín la muerte de Jesús: “Ustedes le mataron clavándole en la cruz por mano de los impíos” (He 2, 23).
Pero en definitiva, Jesús llevó nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas (cf. Is 53, 5). Nosotros, nuestros pecados hicieron morir a Jesús: el proceso y la pasión de Jesús, los renueva cada persona que, cayendo en el pecado, prolonga el grito: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.

JUEVES SANTO
Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves pertenece a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua.
Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana.
Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí.
Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida.
Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.
La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
La eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que contemplamos hoy, Jueves Santo! (Cfr. Juan Pablo II, Misa “in cena domini” (20 de abril de 2000):
1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión.
San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero” (S. AGUSTÍN, serm. 272)
2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él, para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la consagración sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa (Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei)
En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación suya” (S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4)).
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia (S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1)
Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Se de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (ibíd. 74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73).
3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque ni aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por todos (Cfr. Mc.10:43.45).
El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor.

VIERNES SANTO
Los frutos de la cruz
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer. De esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la muerte está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado», diremos en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con la confianza que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible (…). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María como Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos representados.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more…”

LA VIGILIA PASCUAL
El domingo, día del Señor
En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay muerte. Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los ángeles que había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha Resucitado! Esta será para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de este mundo al Padre; de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso del cristiano de la muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la libertad; de la condición de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo, nuestra Pascua, se inmoló (1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar nosotros al Padre.
¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben, con sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La Iglesia en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la liturgia el Aleluya es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en la cincuentena pascual.
La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual supone que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad, que también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las solemnidades cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia de la Salvación y en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las Escrituras (1 Co 15,4). Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo (Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33, 34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La Resurrección de Jesús, tal como Pedro la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36-43), es el «acontecimiento-síntesis», que abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la «nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp 2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,3-4).
Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las tristezas de los días pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría de la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es la fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del mundo (Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso» (Pregón pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peor de los amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del pecado y siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22).
El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo» (SC 106). Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre (Cfr. S. JERÓNIMO, pasch).
El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106). Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación… la salvación del mundo… la renovación del género humano… en él el Cielo y la Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor” (Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2).

Domingo de la resurrección del Señor
Este Domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que concluirá con Pentecostés, el nombre griego del “día quincuagésimo”.
Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras… pasión inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra esperanza.
El concilio Vaticano II enseña que “la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo’ (SC 106). En efecto, durante el tiempo pascual la Iglesia vuelve a contemplar este inefable misterio con su pensamiento, con su reflexión, y sobre todo con su oración. Más aún, vuelve a ello cada domingo del año, porque cada domingo es una pequeña pascua, que recuerda y representa la muerte y resurrección de Jesús. Así, la Pascua no es un episodio aislado, sino que está unido a nuestro destino y a nuestra salvación. La Pascua es una fiesta muy nuestra que nos afecta interiormente, porque, como dice San Pablo: “Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). Así la suerte de Cristo se convierte en la nuestra, su pasión se convierte en la nuestra y su resurrección en nuestra resurrección.
Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: ‘Sine dominico non possumus’, es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.
¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el pueblo de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para comprender cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano II, después de indicar el origen del domingo, prosigue así: “En este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106).
El domingo fue elegido por Cristo mismo, que en aquel día, “el primer día de la semana”, resucitó y se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2), apareciéndose de nuevo “ocho días después” (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Necesitamos recobrar el valor del Domingo, necesitamos profundizar cada vez más en la importancia del ‘día del Señor’. La Eucaristía es el pilar fundamental del domingo y de toda la vida del cristiano: en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas.
Recuperemos el sentido cristiano del domingo. Ojalá que el ‘día del Señor’, que podría llamarse también el ‘señor de los días’, cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf. PO 6).
Oh Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, tuyos somos y tuyos queremos ser: nosotros y nuestras familias y cuanto tenemos de más querido y precioso, en los ardores de la juventud, en la prudencia de la edad madura, en los inevitables desconsuelos y renuncias de la vejez incipiente y ya avanzada: siempre tuyos.
Y danos tu bendición, y derrama en todo el mundo tu paz, oh Jesús, como lo hiciste al reaparecer por vez primera en la mañana de Pascua a tus más íntimos, y como seguiste haciéndolo en las sucesivas apariciones en el Cenáculo, junto al lago, en el camino: No tengan miedo, Yo estoy con ustedes todos los días.
Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, el domingo, cada domingo, sea para nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que sea el comienzo de una vida de esperanza y de amor, de luz y de salvación.

sábado, 16 de abril de 2011

Domingo de Ramos, segunda lectura


DOMINGO DE RAMOS

Fil 2, 6-11

(Cfr. Juan Pablo II, XIV Jornada mundial de la juventud, 28 de marzo de 1999)

“Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8).

La celebración de la Semana santa comienza con el ‘¡Hosanna!’ de este domingo de Ramos, y llega a su momento culminante en el ‘¡Crucifícalo!’ del Viernes Santo. En efecto, hoy la liturgia de la Palabra proclama, que Jesús se entregó voluntariamente a su pasión (cf. Jn 10, 18). Él libremente aceptó la voluntad del Padre, con infinito amor a los hombres.

Jesús llevó nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas (cf. Is 53, 5). Nosotros, nuestros pecados hicieron morir a Jesús: el proceso y la pasión de Jesús continúan en el mundo actual, y los renueva cada persona que, cayendo en el pecado, prolonga el grito: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.

Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos como en un espejo los sufrimientos de la humanidad, así como nuestras situaciones personales. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama a todos, perdona a todos y da el sentido último a la existencia humana.

Nos encontramos aquí…, para recoger este mensaje del Padre que nos ama. Podemos preguntarnos: ¿qué quiere de nosotros? Quiere que, al contemplar a Jesús, aceptemos seguirlo en su pasión, para compartir con él la resurrección. En este momento nos vienen a la memoria las palabras que Jesús dijo a sus discípulos: “El cáliz que yo voy a beber, también ustedes lo beberán y serán bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado” (Mc 10, 39). “Si alguno quiere venir en pos de mí, (…) tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16, 24-25).

lunes, 11 de abril de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Quinta semana de Cuaresma


Quinta semana
Lunes
Jn 8, 1-11
Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra. Jesús es novedad de vida para el que le abre el corazón y, reconociendo su pecado, acoge su misericordia, que salva. En esta página evangélica, el Señor ofrece su don de amor a la adúltera, a la que ha perdonado y devuelto su plena dignidad humana y espiritual. Lo ofrece también a sus acusadores, pero su corazón permanece cerrado e impermeable.
Aquí el Señor nos invita a meditar en la paradoja que supone rechazar su amor misericordioso. Es como si ya comenzara el proceso contra Jesús, que reviviremos dentro de pocos días en los acontecimientos de la Pasión: ese proceso desembocará en su injusta condena a muerte en la cruz. Por una parte, el amor redentor de Cristo, ofrecido gratuitamente a todos; por otra, la cerrazón de quien, impulsado por la envidia, busca una razón para matarlo. Acusado incluso de ir contra la ley, Jesús es ‘puesto a prueba’: si absuelve a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, se dirá que ha transgredido los preceptos de Moisés; si la condena, se dirá que ha sido incoherente con el mensaje de misericordia dirigido a los pecadores.
Pero Jesús no cae en la trampa. Con su silencio, invita a cada uno a reflexionar en sí mismo. Por un lado, invita a la mujer a reconocer la culpa cometida; por otro, invita a sus acusadores a no substraerse al examen de conciencia: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8, 7).
“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Esta respuesta autorizada, a la vez que nos recuerda que el juicio pertenece sólo al Señor, nos revela la verdadera intención de la misericordia divina, que deja abierta la posibilidad del arrepentimiento, y muestra un gran respeto a la dignidad de la persona, que ni siquiera el pecado quita: “Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11). Las palabras conclusivas del episodio indican que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta del mal cometido y viva.
Martes
Jn 1, 28-30
Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo soy. En la expresión “YO SOY”, que Jesucristo utiliza al referirse a su propia persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo hablando a Moisés (cf. Ex 3, 14).
El “YO SOY” de Cristo indica la Preexistencia divina del Verbo-Hijo, el Emmanuel, el “Dios con nosotros”. “YO SOY” significa pues, también “Yo estoy con vosotros” (cf. Mt 28, 20). “Salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28), “...a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). En este sentido el Hijo del hombre “es verdadero Dios: Hijo de la misma naturaleza del Padre, que ha querido estar “con nosotros” para salvarnos.
Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. “YO SOY” como nombre de Dios indica la Esencia divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante las imágenes del Buen Pastor o del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), se presentó también como el Dios de la Alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo, y de modo preeminente en su pasión, muerte y resurrección y ascensión.
Miércoles (Jn 8, 31-42)
Si el Hijo les da la libertad, serán realmente libres. “Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: “Conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad...” (n. 12).
“Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1). La liberación traída por Cristo es una liberación del pecado, raíz de todas las esclavitudes humanas. Dice san Pablo: “ustedes, que eran esclavos del pecado, han obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fueron entregados, y liberados del pecado, se han hecho esclavos de la justicia” (Rm 6, 17). La libertad es, pues, un don y, al mismo tiempo, un deber fundamental de todo cristiano: “Pues ustedes no han recibido un espíritu de esclavos...” (Rm8, 15), exhorta el Apóstol.
En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a “la esclavitud del pecado” (cf Rm 6, 17).
Por tanto, los diez mandamientos son la ley de la libertad: no una libertad para seguir nuestras ciegas pasiones, sino una libertad para amar, para elegir lo que conviene en cada situación, incluso cuando hacerlo es costoso.
Jueves (Jn 8, 51-59)
Su padre Abraham se regocijaba con el pensamiento de verme. En su vida terrena, Jesús manifestó claramente la conciencia de que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido la superación de la muerte a los que guardaran su palabra (cf. Jn 8, 51), respondió: “Su padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró” (Jn 8, 56). Así pues, Abraham estaba orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan divino, la alegría de Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del sacrificio era una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría definitiva que ofrecería el Salvador.
Al igual que Abraham, Jacob y Moisés, también David remite a Cristo. Es consciente de que el Mesías será uno de sus descendientes y describe su figura ideal. Cristo realiza, en un nivel trascendente, esa figura, afirmando que el mismo David misteriosamente alude a su autoridad, cuando, en el salmo 110, llama al Mesías «su Señor» (cf. Mt 22, 45; y paralelos).
Así, pues, Cristo está presente, de modo particular, en la historia del pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza. Esta historia se caracteriza específicamente por la espera de un Mesías, un rey ideal, consagrado por Dios, que realizaría plenamente las promesas del Señor. A medida que esta orientación se iba delineando, Cristo revelaba progresivamente su rostro de Mesías prometido y esperado, permitiendo vislumbrar también rasgos de agudo sufrimiento sobre el telón de fondo de una muerte violenta (cf. Is 53, 8).
La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

Viernes
Jn 10,31-42
Intentaron apoderarse de Él, pero se les escapó de las manos. La escena tiene lugar cuando Jesús se paseaba en el templo, por el llamado pórtico de Salomón. En este escenario, un día de la fiesta de la Dedicación, los fariseos, lo rodean, lo estrechan así en un círculo para forzarle a una respuesta.
El problema de los fariseos es que éstos nunca lo aceptaron como hijo de Dios; pero Jesús pese a todo les habla de la intimidad que tiene con su Padre: El que me ha visto a mí (como Hijo), ha visto al Padre. El Padre, que mora en mí, hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí; al menos, creedlo por las obras.
Jesús volvió a ir al otro lado del Jordán, Y en ese lugar muchos creyeron en él. Y queriendo apoderarse de Él, se salió de sus manos. No había llegado su hora. El mismo logró evadir aquello, porque una vez más, la grandeza de Jesús, se impone.
Antes de la hora elegida por el designio divino, los enemigos de Jesús no pueden apoderarse de Él. Muchas veces intentaron detenerlo o asesinarlo, pero todo sería en su Hora. Más que la hora de sus enemigos, la hora de la pasión es, pues, la hora de Cristo, la hora del cumplimiento de su misión.
Hoy día, nos encontramos también con muchos enemigos de Jesús, y al no tener argumentos que oponer, persiguen sus enseñanzas. Así es como día a día, la Iglesia recibe ataques. Esto, lejos de separarnos de Dios, debe unirnos aún más a El. En la adversidad, es cuando se demuestra si actuamos por amor a Dios.

Sábado
Jn 11, 45-56
Jesús debía morir para congregar a los hijos de Dios, que estaban dispersos. El Evangelio de san Juan, ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: “Iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará que “derribando el muro que los separaba por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad”, de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16).
La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente.
¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido “inmersos” en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división “contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratrio, sobre el ecumenismo, 1).
Jesús mismo antes de su Pasión rogó para « que todos sean uno » (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra.

sábado, 9 de abril de 2011

V domingo de cuaresma/A Segunda Lectura


V Domingo de Cuaresma/A
El Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes
En nuestro camino cuaresmal hemos llegado al quinto domingo, caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-45). Se trata del último gran "signo" realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte. La resurrección de Lázaro es como un “preludio” de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
San Pablo, en la Segunda Lectura (Rom. 8, 8-11) nos insiste en esa gran promesa del Señor para nosotros: nuestra futura resurrección. “El Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros”. Y es por ello que “el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también dará vida a nuestros cuerpos mortales, por obra de su Espíritu que habita en nosotros”. Y san Ireneo afirma que es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el “Don de Dios... Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios... (San Ireneo, haer. 3, 24, 1).
El Espíritu Santo es el don por excelencia que hace el Redentor a quien se acerca a Él con fe; el Espíritu, como nos enseña el Apóstol, es la ley del hombre redimido. Como fruto de la redención, el Espíritu Santo ha puesto su morada, realizando una presencia de Dios mucho más íntima que la que se deriva del acto creador. Efectivamente, no se trata sólo del don de la existencia, sino del don de la misma vida de Dios, de la vida vivida por las tres Personas de la Trinidad.
La persona humana, en cuyas profundidades espirituales ha puesto su morada el Espíritu, queda iluminada en su inteligencia y movida en su voluntad, para que comprenda y cumpla “la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” (Rom 12, 2):
Escribe Santo Tomás: “Es propio de la amistad agradar a la persona amada en lo que ella quiere... Por tanto, ya que nosotros hemos sido hechos por el Espíritu amigos de Dios, el mismo Espíritu nos impulsa a cumplir sus mandamientos” (Summa contra Gentes, IV, 22).
Leemos en san Ireneo: “Así como de la harina no se puede hacer, sin agua, un solo pan, así tampoco nosotros, que somos muchos, podemos llegar a ser uno en Cristo Jesús, sin el agua que viene del cielo” (Adv. haer. III, 17, 1). El agua que viene del cielo y transforma el agua del bautismo es el Espíritu Santo.
San Agustín afirma: “Lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma, es para nuestros miembros, lo mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia” (Serm. 267, 4).
El Espíritu que habita en la Iglesia, mora también en el corazón de cada fiel: es el dulcis hospes animae. Entonces, seguir un camino de conversión y santificación personal significa dejarse ‘guiar’ por el Espíritu (cf. Rm 8, 14), permitirle obrar, orar y amar en nosotros. “Hacernos santos” es posible, si nos dejamos santificar por aquel que es el Santo, colaborando dócilmente en su acción transformadora. Por eso, al ser el objetivo prioritario del jubileo el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, “es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración cada vez más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado” (Tertio millennio adveniente, 42).
Podemos considerar que el Espíritu Santo es como el alma de nuestra alma y, por tanto, el secreto de nuestra santificación. ¡Permitamos que su presencia fuerte y discreta, íntima y transformadora, habite en nosotros!, porque es el requisito para tener parte en la resurrección de Cristo, pues el que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo, En cambio, si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes.

lunes, 4 de abril de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día. Cuarta semana de Cuaresma


Cuarta semana
Lunes
Jn 4, 43-54
Vete, tu hijo ya está sano. En Caná, donde Jesús había hecho el primer milagro del agua convertida en vino, hace otro ‘milagro’ curando al hijo del funcionario real de Cafarnaúm. Y en este hecho aparece un extranjero con mayor fe que los judíos, pues el evangelio nos dice que el hombre creyó en las palabras de Jesús y se puso en camino.
Jesús no necesita bajar a Cafarnaún. El comunica vida con su palabra, que es palabra creadora y llega a todo lugar. Jesús dice al funcionario que se ponga en camino y vea la realidad de lo sucedido.
San Juan subraya que el hombre creyó en la palabra, sin poderla verificar... Se fue. No tenía ninguna prueba. Tenía solamente “la Palabra” de Jesús. En este hecho vemos las verdaderas condiciones de la fe: su confianza en la persona de Cristo, suficientemente firme para resistir los reproches de Jesús y para aceptar volver a casa sin ningún signo visible, únicamente con las incisivas palabras: “anda, tu hijo está curado”.
Siempre, pero de modo especial en este tiempo, hoy, Jesús nos quiere devolver la salud, como al hijo del funcionario real, y liberarnos de toda tristeza y esclavitud, y perdonarnos todas nuestras faltas. Si tenemos fe. Si queremos de veras que nos cure (cada uno sabe de qué enfermedad nos tendría que curar) y que nos llene de su vida. A los que en el Bautismo fuimos sumergidos en la nueva existencia de Cristo -ese sacramento fue una nueva creación para cada uno- Jesús nos quiere renovar en esta Pascua.

Martes
Jn 5, 1-3. 5-6
Al momento el hombre quedó curado. En el evangelio de hoy, Jesús cura a un paralítico, cerca de la piscina. Es el tema del agua viva, agua que vive y da la Vida.
Así como en los tiempos de Jesús había muchos enfermos, que necesitaban de médico, hoy también existimos muchos enfermos de todo tipo. En efecto, el hombre está enfermo y necesita ser sanado. Entonces, el amor de Dios viene al mundo hecho hombre, como un médico. Encuentra al mundo convertido en un gran hospital; pasa por entre los enfermos y los observa a todos. No todos tienen la enfermedad de modo visible en su cuerpo, pero sí que todos están, por lo menos, espiritualmente enfermos. El paralítico del evangelio de hoy es una imagen de la realidad de nuestro hombre de hoy, está enfermo de muerte.
“Los enfermos, dice Cristo, son los que tiene necesidad de médico” (Lc 5-31). No hay por qué hacer distinción entre enfermedad y salud del cuerpo por un lado y enfermedad y salud del alma por el otro. La verdadera enfermedad del hombre es la que le aparta de Dios, el pecado, y éste ataca a todo el ser, tanto al cuerpo como al alma; ambos precisan por igual de la acción salvífica de Dios.
Cuaresma, oportunidad maravillosa de gracia, de purificación. Tiempo especial de encuentro con la salvación de Dios. A los cristianos no nos está permitido “echar en saco roto esta gracia”. Necesitamos que Jesús nos cure y compartir nuestra vida purificada con quienes esperan nuestra ayuda. Esa es la mejor contraseña para anunciar “que ha sido Jesús quien a sanado nuestra vida enferma”.
Miércoles (Jn 5, 17-30)
Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así el Hijo da la vida a quien él quiere dársela. Jesús “es la vida” porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Y la vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu Santo.
Jesús ha venido para dar la respuesta definitiva al deseo de vida y de infinito que el Padre celeste, creándonos, ha inscrito en nuestro ser. En la culminación de la revelación, el Verbo encarnado proclama: “Yo soy la vida” (Jn 14, 6), y también: “Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10). ¿Pero qué vida? La intención de Jesús es clara: la misma vida de Dios, que está por encima de todas las aspiraciones que pueden nacer en el corazón humano (cf. 1 Co 2, 9). Efectivamente, por la gracia del bautismo, nosotros ya somos hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1-2).
Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida, cumple la misión recibida del Padre: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Por tanto, el hombre, que es una criatura, puede “tener vida”, la puede incluso “dar”, de la misma manera que Cristo “da” su vida para la salvación del mundo (cf. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este “dar la vida” se expresa como verdadero hombre
Así, La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una “vida en el Espíritu”. En efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4, 6), se transforma en nosotros y para nosotros en “fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4, 14).
Jueves (Jn 5, 31-47)
El que los acusa es Moisés, en quien ustedes han puesto su esperanza. Jesús en la discusión con los miembros de su pueblo, en el templo de Jerusalén, se refiere al testimonio de Moisés: “Porque si creyeran a Moisés, me creerían a mí: porque él escribió de mí” (Jn 5, 46). El Evangelista san Juan resume con las siguientes palabras la contribución de ambos a la historia de la salvación: “Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1, 17).
Cristo es y se presenta como Salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos (cf. Jn 8, 15). Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables. “No piensen que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que los acusará, Moisés..., pues de mí escribió él” (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
Dos cosas podemos sacar para nuestra vida:
Los judíos ‘creían’ en las escrituras; sin embargo, Jesús les dice que no creen en los escritos de Moisés porque creen a su modo, interpretan a su manera. Igualmente, nosotros no podemos interpretar la Escritura a nuestra manera.
Buscar testimoniar, a imagen de Cristo, nuestra fe en Él con nuestro modo de ver y vivir nuestra vida, como aconsejaba san José María: “Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido... ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: “toda la gloria, para Dios” (Forja 1051).
Viernes
Jn 7, 1-2. 10.25-30
Trataban de capturar a Jesús, pero aún no había llegado su hora. Muchas veces, en diversas circunstancias, Jesús recurre al término ‘hora’ para indicar un momento fijado por el Padre para el cumplimiento de la obra de salvación.
Habla de ella ya desde el inicio de su vida pública, en el episodio de las bodas de Caná, cuando su madre le pide que ayude a los esposos que pasan apuros por la falta de vino. Para indicar el motivo por el que no quiere aceptar esa petición, Jesús dice a su madre: “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4).
Se trata, ciertamente, de la hora de la primera manifestación del poder mesiánico de Jesús. Es una hora particularmente importante, como da a entender la conclusión de la narración evangélica, en la que se presenta el milagro como «el comienzo» o ‘inicio’ de los signos (cf. Jn 2, 11). Pero en el fondo aparece la hora de la pasión y glorificación de Jesús (cf. Jn 7, 30; 8,20; 12,23-27; 13, 1; 17, 1; 19, 27), cuando lleve a término la obra de la redención de la humanidad.
La gran hora en la historia del mundo es el tiempo en que el Hijo da la vida, haciendo oír su voz salvadora a los hombres que están bajo el dominio del pecado. Es la hora de la redención. Toda la vida terrena de Jesús está orientada hacia esa hora. En un momento de angustia, poco tiempo antes de la pasión, Jesús dice: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!” (Jn 12, 27).
La hora suprema es, en definitiva, el tiempo en que el Hijo va al Padre. En ella se aclara el significado de su sacrificio y se manifiesta plenamente el valor que dicho sacrificio reviste para la humanidad redimida y llamada a unirse al Hijo en su regreso al Padre. Así, ahora nosotros, preparémonos para la hora de la pascua, para la hora final de nuestra pascua eterna, que tarde o temprano llegará.
Sábado
Jn 7, 40-53
¿Acaso de Galilea va a venir el Mesías? El pueblo anda dividido sobre quién es Jesús: “Al oír estas palabras, algunos de la multitud decían: Ciertamente éste es el Profeta. Decían otros: -Éste es el Mesías. Pero aquéllos replicaban: ¿Es que el Mesías va a venir de Galilea? ¿No dice aquel pasaje que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?” (vv. 40-42).
Esta pregunta indica que Nazaret no era muy estimada por los hijos de Israel. A pesar de esto, Jesús fue llamado “Nazareno” (cf. Mt 2, 23), o también “Jesús de Nazaret de Galilea” (Mt 21, 11), expresión que el mismo Pilato utilizó en la inscripción que hizo colocar en la cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Jn 19, 19).
La gente llamó a Jesús “el Nazareno” por el nombre del lugar en que residió con su familia hasta la edad de treinta años. Sin embargo, sabemos que el lugar de nacimiento de Jesús no fue Nazaret, sino Belén, localidad de Judea, al sur de Jerusalén.
De todo esta, nosotros estamos confesemos nuestra fe en Jesús, y proclamemos que Jesús de Nazaret, es el enviado por el Padre, el Salvador del mundo; “el camino, la verdad y la vida”, que nos dice ‘no tengan miedo: sean mis testigos en todas partes, hagan el bien, esa es la señal de que son de los míos’.

sábado, 2 de abril de 2011

IV Domingo de Cuaresma/A Sobre la segunda lectura


IV Domingo de Cuaresma/A
Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz
Levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Cristo es la luz; Cristo es el camino, la verdad y la vida. Siguiendo a Cristo, teniendo fija en Cristo la mirada de nuestro corazón, encontramos el buen camino.
La persona, la vida y la Palabra de de Cristo es una lámpara para nuestro camino, por eso, no podemos seguir otro camino, solo a aquel que nos ha dicho, “yo soy tu luz, yo soy tu camino: en efecto, Toda la pedagogía de la liturgia cuaresmal concreta este mandato fundamental: seguir a Cristo, es decir, ante todo, ponernos a la escucha de su palabra. La participación en la liturgia dominical, semana tras semana, es necesaria para todo cristiano, precisamente para entrar en una verdadera familiaridad con la palabra divina: el hombre no sólo vive de pan, o de dinero, o de la carrera, o del trabajo; vive de la palabra de Dios, que nos corrige, nos renueva y nos muestra los verdaderos valores fundamentales del mundo y de la sociedad. La palabra de Dios es el auténtico maná, el pan del cielo, que nos enseña a vivir en la luz, a ser plenamente hombres o mujeres.
Seguir a Cristo implica cumplir sus mandamientos, resumidos en el doble mandamiento de amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos. Seguir a Cristo significa tener compasión de los que sufren, amar a los pobres; también significa tener la valentía de defender la fe contra las ideologías; confiar en la Iglesia y en su interpretación y aplicación de la palabra divina a nuestras circunstancias actuales. Seguir a Cristo implica amar a su Iglesia, su cuerpo místico. Caminando así, encendemos lucecitas en el mundo, rasgamos las tinieblas de la historia.
La resurrección de Cristo no es simplemente el recuerdo de un hecho pasado. En la noche pascual, en el sacramento del bautismo, se realiza realmente la resurrección, la victoria sobre la muerte. Por eso, Jesús dice: “El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y (...) ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 24). Y, en el mismo sentido, dice a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Jesús es la resurrección y la vida eterna. En la medida en que estamos unidos a Cristo, ya hoy hemos “pasado de la muerte a la vida”, ya ahora vivimos la vida eterna, que no es sólo una realidad que viene después de la muerte, sino que comienza hoy en nuestra comunión con Cristo. Pasar de la muerte a la vida es, con el sacramento del bautismo, el núcleo real de la liturgia de la Pascua, a la que nos preparamos durante la cuaresma. Pasar de la muerte a la vida es el camino cuya puerta ha abierto Cristo y al que nos invita la celebración de las fiestas pascuales.
Lo que Jesús dijo a Adán en el Paraíso, en palabras de un antiguo canta bautismal, que describe el misterio del Sábado santo, con un coloquio de Cristo con Adán, nos lo dice a nosotros, tomando como base lo que san Pablo nos ha dicho en la Segunda lectura de su carta a los efesios, “levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”:
1) “Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: ‘Salgan’, y a los que estaban en tinieblas: ‘Sean iluminados’, y a los que estaban adormilados: A ti te mando: ‘despierta tú que duermes’, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el Abismo, (del pecado y de la muerte); “levántate de entre los muertos», pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona.
2) Por ti yo, tu Dios, me he hecho tu hijo; por ti yo, tu Señor, he revestido tu condición servil; por ti yo, que estoy sobre los cielos, he venido a la tierra y he bajado al Abismo; por ti me he hecho hombre, ‘semejante a un inválido que tiene su cama entre los muertos’; por ti que fuiste expulsado del huerto he sido entregado a los judíos en el huerto, y en el huerto he sido crucificado. Contempla los salivazos de mi cara que he soportado para devolverte tu primer aliento de vida; contempla los golpes de mis mejillas que he soportado para reformar de acuerdo con mi imagen tu imagen deformada.
3) Contempla los azotes en mis espaldas que he aceptado para aliviarte del peso de los pecados que habían sido cargados sobre tu espalda. Contempla los clavos que me han sujetado fuertemente al madero; por ti los he aceptado, que maliciosamente extendiste una mano al árbol.
4) Dormí en la cruz y la lanza atravesó mi costado por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del costado. Mi sueño te saca del sueño del Abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te amenazaba en el paraíso.
“Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz", "Despierta, tú que duermes... y Cristo será tu luz", nos dice hoy la Iglesia a todos. Despertémonos de nuestro cristianismo cansado, sin entusiasmo; levantémonos y sigamos a Cristo, la verdadera luz, la verdadera vida. Amén.