lunes, 28 de marzo de 2011

Reflexiones del evangelio de cada día


Tercera semana
Lunes (Lc 4, 24-30)
Como Elías y Eliseo, Jesús no ha sido enviado, sólo a los judíos. La universalidad de la redención realizada por Jesucristo, encuentra su contrapartida en la universalidad del pecado. Jesús es el Salvador de todos los hombres, todos necesitan salvación, y la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo.
San Pablo enseña que el Evangelio es “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego” (Rm 1, 16). De hecho, Jesús quiere decir en hebreo: ‘Dios salva’; y en el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que es Jesús, el Hijo eterno hecho hombre, quien “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 219).
Jesús en otra ocasión dijo con toda claridad: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 15-16). La misión pastoral de Cristo es misión universal; no se limita a los hijos e hijas de Israel; en virtud del sacrificio de la cruz, abraza a todos los hombres y pueblos.
En el momento en el que se entrega, Cristo tiene clara conciencia del valor universal que posee su sacrificio. En el Gólgota ya están presentes espiritualmente los pueblos y las naciones de la tierra, llamados todos a la salvación. El Evangelio está destinado a todos los hombres, puesto que todos han sido redimidos por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
Se puede adivinar con facilidad que Jesucristo, hablando directamente a los hijos de Israel, indicaba la necesidad de la difusión del Evangelio y de la Iglesia y, gracias a esto, la extensión de la solicitud del Buen Pastor más allá de los límites del pueblo de la Antigua Alianza.
Martes (Mt 18, 21-35)
Si no perdonan de corazón a su hermano, tampoco el Padre celestial les perdonará a ustedes. Todos tenemos necesidad de ser perdonados por nuestros hermanos y, por tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar. Pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre y, a veces, la única para salir de situaciones marcadas por odios y resentimientos. Por tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar y a pedir perdón.
Jesús proclamó durante toda su vida el perdón de Dios, pero, al mismo tiempo, añadió la exigencia del perdón recíproco como condición para obtenerlo. En el “Padrenuestro” nos invita a orar así “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a loa nos ofenden” (Mt 6, 12). Con este “como”, pone en nuestras manos la medida con que seremos juzgados por Dios.
¿Cómo acercarse a la Eucaristía Sacramento del amor, si no hay perdón y verdadero amor? La paz que el Señor nos da, exige que perdonemos y que arranquemos de raíz el odio y el deseo de venganza, el muro que nos separa del hermano y también del Señor.
El periodo cuaresmal representa un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la importancia del Sacramento de la reconciliación con Dios y con el prójimo: el Padre nos concede en Cristo su perdón y esto nos empuja a vivir en la caridad, considerando al otro no como un enemigo, sino como un hermano.
Miércoles
Mt 5, 17-19
El que cumpla y enseñe mis mandamientos, será grande en el Reino de los cielos. Cuando Dios habla, habla de cosas que son muy importantes para cada persona, para todas las personas de ayer, de hoy y de mañana. Y cumplir y enseñar la ley de Dios es la condición para obtener el don de la vida eterna, o sea, la felicidad que nunca termina. En efecto, los diez mandamientos y las bienaventuranzas hablan de verdad y bondad, de gracia y libertad: de todo lo que es necesario para entrar en el reino de Cristo.
Jesús en otro lugar del Evangelio dice a un joven: “Si quieres entrar en la vida, cumple los mandamientos” (Mt 19, 17). Cumplir y enseñar los mandamientos en nuestro mundo, es particularmente actual, porque muchos viven como si Dios no existiera. La tentación de organizar el mundo y la propia vida sin Dios, o contra Dios, sin sus mandamientos y sin el Evangelio. Y la vida humana y el mundo construidos sin Dios, al final se volverán contra el hombre. Diariamente vemos numerosas pruebas de esta verdad: se transgrede los mandamientos divinos, se abandona el camino trazado por Dios, y el mundo así se sumerge en la esclavitud del pecado y sabemos que “el salario del pecado es la muerte” (Rm 6, 23).
El pecado se opone al amor de Dios hacia nosotros y aleja de él nuestro corazón. El pecado es “el amor de sí llevado hasta el desprecio de Dios”, como dice san Agustín (De civitate Dei, 14, 28). El pecado es un gran mal, en sus múltiples dimensiones: comenzando por el original, pasando por todos los pecados personales de cada hombre, hasta los pecados sociales, los pecados que gravan sobre la historia de la humanidad entera.
Jesús al decirnos el que cumpla y enseñe mis mandamientos, será grande en el Reino de los cielos, nos está exhortando a que, muriendo al mal y al pecado, dejemos que nazca en nosotros el hombre nuevo, el hombre de Dios, que cumple y enseña sus mandamientos, porque la observancia de los mandamientos es la condición para alcanzar la vida eterna.
Jueves.
Lc 11, 14-23
El que no está conmigo, está contra mí. Si ayer se nos invitaba en el Evangelio a cumplir y enseñar los mandamientos para entrar y ser grandes en el Reino de los cielos, hoy hemos escuchado que es necesario también estar con Jesús: “El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, derrama” (Lc 11. 23).
Aquí tenemos el primer y fundamental mensaje que la Palabra de Dios nos transmite hoy a nosotros: Jesús nos llama a estar con Él, como María; estar ante Jesús Eucaristía, aprovechar, en cierto sentido, nuestras ‘soledades’ para llenarlas de esta Presencia, dar a nuestra vida de bautizados todo el calor de la intimidad con Cristo, el cual llena de gozo y da sentido a nuestra vida.
En la medida en que sintonicemos con la vida y persona de Jesús, lejos de estar contra Él, nos daremos cuenta de que ¡nuestro cristianismo es Cristo! ¡Es una Persona, es el Viviente! Encontrar a Jesús, amarlo y hacerlo amar: he aquí la vocación cristiana. María nos es entregada para ayudaros a entrar en una relación más auténtica, más personal con Jesús. Con su ejemplo, María nos enseña a posar una mirada de amor sobre aquel que nos ha amado primero. Por su intercesión, María plasma en nosotros un corazón de discípulos misioneros capaces de ponernos a la escucha del Hijo, que revela el auténtico rostro del Padre y la verdadera dignidad del hombre., el verdadero camino que lleva a la vida eterna.

Viernes (Mc 12, 28-34)
El Señor tu Dios, es el único Dios: ámalo: amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Dice la Imitación de Cristo: el que ama corre, vuela, disfruta (I. III, cap. V, 4). Amar a Dios es, por tanto, viajar con el corazón hacia Dios. Los viajes del amor a Dios están contados en las vidas de los santos. Los santos han sido unos gigantes de la caridad: amaron a Dios como se ama a un padre y a una madre; ellos mismo fueron un padre para prisioneros, enfermos, huérfanos y pobres; ellos se consagraron enteramente a Dios, como a su único Dios.
El amor a Dios es un viaje misterioso: es decir, el corazón no lo emprende si Dios no toma la iniciativa primero. “Nadie, ha dicho Jesús, puede venir a mí si el Padre no le atrae” (Jn 6, 44). Se preguntaba San Agustín: y entonces ¿dónde queda la libertad humana? Pero Dios que ha querido y construido esta libertad, sabe cómo respetarla aun llevando los corazones al punto que Él se propone: Dios te atrae no sólo de modo que tú mismo llegues a quererlo, sino hasta de manera que gustes de ser atraído (San Agustín, In Io. Evang. Tr. 26, 4).
El Señor tu Dios, es el único Dios: ámalo, es decir, “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas” (Deut. 6, 5-9)
Demasiado grande es Dios, demasiado merece Él ante nosotros, para que se le puedan echar, como a un pobre Lázaro, apenas unas migajas de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de nuestro trabajo y de nuestro corazón. Es el bien infinito y será nuestra felicidad eterna: el dinero, los placeres y las venturas de este mundo comparados con Él, apenas son fragmentos de bien y momentos fugaces de felicidad. El Señor tu Dios, es el único Dios: ámalo.
Sábado (Lc 18, 9-14)
El publicano regresó a su caso justificado y el fariseo no. Con esta famosa parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina: mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, “el publicano (...) no se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!’”. Y Jesús comenta: “les digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18, 13-14). Los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.
Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, nosotros en nuestra oración, hemos de dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por los dones que él os ha dado. Ante Dios hemos de reconocernos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocer que todo bien viene de Él, y nunca por ningún motivo el mal. Así, pues, “el fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), se refiere a la humildad del corazón que ora. “Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador”.
Jesús nos recomienda la oración humilde y sincera, porque sólo la oración humilde y sincera, penetra los cielos, ilumina la mente y purifica el corazón.

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