sábado, 19 de julio de 2008

Cristo, Buen Pastor, la Puerta de salvación

Domingo Cuarto


En este domingo pascual la Iglesia nos presenta la figura de Cristo, Buen Pastor, que nos lleva al Padre, que da su vida por nosotros, que nos alimenta con los pastos sabrosos de su Palabra y de su Cuerpo y de su Sangre, que nos defiende del lobo rapaz, del demonio y de sus secuaces. En el Evangelio Cristo se presenta como la puerta, con una intención muy concreta. Puerta significa entrada, acogida, mediación, acceso. “El que entre por mí se salvará... encontrará pastos”. Cristo se revela como el enviado del Padre, el verdadero Maestro, que invita a entrar a la casa de Dios. Él es la puerta, en virtud de su muerte-resurrección: la entrada es libre a la salvación, a “los pastos”, a “la vida abundante”.

“Yo soy la puerta”. “Muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar”, dice Santa Teresa de Jesús. Cristo Jesús es la verdadera puerta a la salvación, Cristo es la entrada a los pastos verdaderos, al Padre. En un mundo lleno de voces Jesús aparece como la única Puerta, la única respuesta y el único camino, que da sentido a nuestra existencia; él es la única puerta de acceso a la verdad y a la vida. Así nos enseña san Pedro: Cristo es el único Salvador, en quien tenemos el perdón de los pecados, porque ha entregado su vida por nosotros.

Salvarse va a consistir en creer en él, convertirse a él, bautizarse y agregarse a su comunidad eclesial. O sea, «entrar por la puerta que es Cristo», que no supone sólo la pacífica posesión de un certificado de bautismo, sino oír su voz, seguirle, formar activamente parte de su comunidad: no andemos descarriados como ovejas sin pastor, volvamos al Pastor y “guardián de sus vidas”. No hay otro Pastor ni otra Puerta legitima: sólo Cristo, el Señor.

Por otra parte, el Evangelio alude a los pastores que, en nombre de Cristo, guían al pueblo. Hay pastores auténticos, los que entran por la puerta verdadera, guías que animan y conducen al pueblo a los pastos, que son de Cristo: su verdad, su gracia, su vida. Pero puede haber también otros que “no entran por la puerta”. Cristo les llama ladrones y bandidos: falsos profetas que se han dado a si mismos un encargo que no es el de Cristo y se sienten dueños y no servidores.

Cristo ha querido que haya personas que colaboren con El para la guía y defensa del pueblo cristiano. Los obispos, presbíteros y diáconos, ministros ordenados: que han entrado por la puerta de Cristo, configurados a él por un sacramento especial; que han recibido, como Pedro, el comprometido encargo: “Apacienta mis ovejas”. Pero todos somos sus lugartenientes: Sólo Jesús puede decir: “Yo soy el Buen Pastor, Yo soy el único; todos los demás forman conmigo una sola unidad. Quien apacienta fuera de Mí, apacienta contra Mí; quien conmigo no recoge, desparrama”[1], comenta san Agustín.

Y al respecto San Gregorio de Nisa enseña: “¿Dónde pastoreas, Pastor Bueno, Tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Muéstrame el lugar de tu reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre, para que yo escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna”[2]. Y el buen Pastor nos responderá: “Oveja perdida, ven sobre mis hombros; que hoy no sólo tu Pastor soy, sino tu pasto y tu puerta también. Por descubrirte mejor cuando balabas perdida, dejé en un árbol la vida, donde me subió tu amor; si prenda quieres mayor, mis obras hoy te la den. Oveja perdida, ven sobre mis hombros, yo soy tu puerta; que hoy no sólo tu Pastor soy sino tu pasto y tu puerta también”[3].

Palabra y Eucaristía, el camino para encontrar al Camino

Domingo Tercero


La narración del Evangelio parte de de Jerusalén a Emaús (vv.13-32) y de Emaús a Jerusalén (vv. 33-35). Para san Lucas, Jerusalén es el lugar donde están los once y los demás. Jerusalén es el grupo creyente. Los dos de Emaús han abandonado el grupo y retornan a él.

Jesús caminaba junto a dos hombres que sólo iban a Emaús. Estos andaban un camino muy corto; aquél, resucitado, acababa de comenzar con su vida y con su entrega a la muerte un camino mucho más largo y ambicioso, el camino del hombre, de todo hombre hacia el Reino de Dios. En efecto, en los dos de Emaús estamos representados todos los cristianos.

El mensaje que nos quiere dar este relato es que reconozcamos a Jesús resucitado en nuestra vida, pero sobre todo en la eucaristía: al escuchar la Palabra del resucitado y al partir el Pan; que, al mismo tiempo, implica la misión de anunciarlo a los demás. Esta enseñanza tiene lugar, en n día como hoy, “el primer día de la semana”, Día del Señor, es un día destinado a que los ojos se nos abran después de participar en la escuela de la Palabra y en la fracción del pan: comiendo el pan de la Palabra y el Cuerpo y la Sangre del Resucitado.

Por tanto, las vías de acceso para encontrar de forma viva y personal a Jesús son a) la Palabra. “Les explicó las Escrituras... ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”, b) la Eucaristía: “Se les abrieron los ojos y lo reconocieron... y contaron cómo le habían reconocido al partir el pan”, c) la comunidad: “Y se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que les dijeron: es verdad, ha resucitado el Señor”.

Los cristianos tenemos un momento en el que partimos el pan y oímos las Escrituras: es la Misa…; en ella, Jesús se nos hace presente y se nos ofrece como alimento. Finalmente nos levantamos y volvemos al lugar de donde hemos venido, nos disponemos a rehacer el camino, a vivirlo con nueva ilusión, a anunciar a los demás la alegría de haber visto al Señor.

Qué importante es que participemos en plenitud de la Misa para salir con el corazón enardecido, reanimados para vivir la experiencia del encuentro con Jesús durante la semana y hacerla vida propia. Pero esto, a condición que nos encontremos con Cristo en la fracción del pan, alimentados con la Eucaristía…

Por tanto, intentemos seriamente, sacerdotes y laicos, vivir el encuentro semanal con Cristo como algo trascendente para nuestra vida cristiana, como el momento más importante del día, ese momento que deje en cada uno de nosotros, la misma impresión indeleble, que el encuentro con Cristo, dejó en los discípulos de Emaús.

No nos dejemos atrapar por la indiferencia y el pesimismo. Renovemos semanalmente el impulso que nos hace seguir a Jesucristo. Que salgamos con el deseo de contarle a los que no han venido la gran nueva que los de Emaús dieron a los discípulos de Jerusalén: es cierto que Jesucristo ha resucitado. Con esta conciencia de la presencia de Jesús entre nosotros podremos superar el pesimismo y el desaliento, y decirle con el corazón al Divino Caminante:

Porque anochece ya, porque es tarde, Dios mío, porque temo perder las huellas del camino, no me dejes tan solo y quédate conmigo. Porque he sido rebelde y he buscado el peligro y escudriñé curioso las cumbres y el abismo, perdóname, Señor, y quédate conmigo. Porque ardo en sed de ti y en hambre de tu trigo, ven, siéntate a mi mesa, bendice el pan y el vino. ¡Qué aprisa cae la tarde! ¡Quédate al fin conmigo! Amén.